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Читать онлайн книгу.el «bastimento», o con la pala y las «surucas», aquel que se vea obligado a elegir las provisiones está perdido, porque cuando llegue al yacimiento no podrá trabajar sin «surucas» y todo su esfuerzo habrá resultado, por lo tanto, inútil.
–¿Qué es una «suruca»…? –preguntó Sebastián.
El húngaro alzó la lona que cubría la embarcación y mostró un juego de redondos cedazos de diferente grosor que aparecían cuidadosamente apilados a proa.
–Sirven para cerner la tierra y el cascajo de modo que pase de uno a otro, del más ancho al que es casi una malla. Así se va viendo si entre el material se esconde alguna piedra. –Chasqueó la lengua–. En toda selva se puede matar un mono o una serpiente con que aplacar el hambre, pero en ninguna encontrarás nada que sustituya a la «suruca». He visto a mineros pagar mil bolívares por una cuando en San Félix no cuestan más de veinte. –Su voz se enronqueció–. Y también he visto matar por ellas. A Gaetano Siri le partieron el corazón de un machetazo porque se negó a vender una de las suyas sobrantes.
–¿Quién lo mató?
–Su primo, Claudio Siri. Y nadie se lo echó en cara. Habían llegado juntos desde Nápoles, llevaban seis años vagando por las minas y cuando al fin se les presentó la oportunidad de hacer fortuna, Claudio perdió sus «surucas» en un derrumbe y su primo se negó a venderle las que no estaba utilizando.
–No es razón para matar a un hombre.
–En La Guayana, sí. Gaetano quería regresar rico a su pueblo para contar a todos que su primo seguía «comiendo mierda» en Venezuela, pero fue Claudio el que volvió rico y a él se lo comieron las pirañas.
–Se diría que aprueba esa muerte –le recriminó Aurelia.
–Y en el fondo la apruebo –fue la sincera respuesta–. El minero que no es capaz de ayudar, no ya a un amigo, sino a cualquier otro buscador que se encuentre en apuros, merece lo que le ocurra. Esa selva es muy dura y si no tuviéramos un mínimo de solidaridad acabaríamos peor que las fieras.
–Nadie les obliga a ir. Hay formas más sensatas de ganarse la vida.
–¿Como cuál…? Yo he sido camionero, soldado, cocinero, albañil, boxeador, dependiente de comercio, estibador y oficinista, y le aseguro que, de todas las formas que conozco de ganarse la vida, la más sensata, la única que te permite ser libre, sentirte dueño de tus actos y confiar en que algún día tus esfuerzos tendrán una recompensa, es la de minero… –Abrió los brazos en un amplio ademán que podía significar mucho o no significar nada–. ¿Y quién sabe si Dios no te habrá elegido para reencontrar a «La Madre de los Diamantes»…?
–¿Quién es «La Madre de los Diamantes»?
–«La Madre de los Diamantes» no es una persona. Es una mina. Un yacimiento portentoso del que se supone que provienen, arrastradas por las aguas de los ríos, la mayoría de las «piedras» de La Guayana. Muchos dudan de su existencia, pero yo conocí al viejo McCraken: uno de los dos únicos hombres de este mundo que la encontró. Y se hizo tan rico, que, como no tenía familia, cuando supo que iba a morir hizo construir un hospital, un asilo y un orfanato, y aún le sobró dinero.
–No lo creo.
El húngaro miró con sorna a Aurelia Perdomo, que era quien había hablado, y sonrió con marcada intencionalidad:
–Usted no lo cree porque no quiere creer en esas cosas, pero se trata de un hecho histórico. En mil novecientos once, el escocés McCraken y su compañero el irlandés Al Williams, recorrieron durante cinco años las selvas de Ecuador, Colombia, Brasil y Venezuela en busca de diamantes hasta encontrar aquí, en La Guayana, una mina fabulosa. Al poco tiempo y durante el viaje de regreso, McCraken cogió las fiebres y Williams, en una expedición exploratoria, aseguró haber descubierto un río que nacía en las nubes. Cuando se tropezaron con unos indios les contó lo que había visto y le respondieron que se trataba del «Río Padre de todos los Ríos», pero que por haberlo visto moriría con la próxima luna llena. Williams se rio, pero durante la siguiente luna llena, ya muy cerca de Ciudad Bolívar, le mordió una «mapanare» y murió. –El húngaro hizo una pausa como para permitir que sus oyentes tuvieran tiempo de meditar lo que les estaba contando–. McCraken continuó hasta Nueva York y vendió sus diamantes, pero comenzó a derrochar dinero y al poco tiempo se encontró de nuevo al borde de la ruina.
–¿Pero no decía que murió rico? ¿En qué quedamos?
–¡Paciencia…! –Se diría que Zoltan Karrás se estaba burlando de Aurelia Perdomo, o que se esforzaba por aumentar la curiosidad de quienes lo escuchaban, que permanecían en verdad pendientes de sus palabras–. Estaba al borde de la ruina, pero no arruinado, y con lo que le quedaba se fue a buscar al piloto más famoso de su tiempo, Jimmy Angel, un norteamericano que había derribado no sé cuántos aviones alemanes durante la Primera Guerra Mundial y trabajaba en un circo aéreo. Le ofreció diez mil dólares y un porcentaje sobre los beneficios si le llevaba a donde él dijera y aterrizaba donde le indicara. Jimmy Angel aceptó, y en mil novecientos veinte vinieron aquí, a La Guayana, donde McCraken le tuvo un montón de días dando vueltas sobre la selva hasta que al fin, un atardecer, le obligó a aterrizar en lo alto de una meseta totalmente plana, un tepuy de más de siete mil metros de altura. Esa noche, el viejo desapareció y a la mañana siguiente regresó con dos cubos, ¡dos cubos!, repletos de diamantes. De nuevo obligó a Jimmy Angel a dar vueltas y más vueltas, y por fin lo enfiló de regreso a Caracas, le regaló una pepita de oro, que Jimmy lleva siempre colgada del cuello, y regresó a Nueva York, donde volvió a vender en «Tífanis» todo lo que había conseguido. –Guiñó un ojo con intención–. ¿Qué?
»¿Cree o no cree ahora en «La Madre de los Diamantes»…? ¡Ahí está, en la cumbre de uno de esos castillos de piedra, pero nadie ha sabido encontrarla nunca más!
–¿Lo han intentado?
–¡Naturalmente! Casi todos los buscadores de la región hemos soñado con reencontrar la mina del escocés, y de hecho la mayoría de las exploraciones que se han llevado a cabo entre el Roraima y el Orinoco perseguían, velada o abiertamente, el mismo objetivo.
–¿Y ese McCraken no dejó un mapa? –quiso saber Yaiza, que había escuchado embobada el largo relato–. ¿Por qué quiso llevarse su secreto a la tumba?
–No se lo llevó… –fue la aclaración del otro–. Poco antes de morir se tropezó con Jimmy Angel en Texas y le confesó que nunca había hecho ningún plano del lugar del yacimiento pero que se encontraba en lo alto de una meseta de mil metros de altura, al sur del Orinoco y al este del Caroní. Jimmy vendió cuanto tenía, se asoció con un ingeniero llamado Dick Curry, compraron un avión e iniciaron la búsqueda. Se estrellaron, primero en Nicaragua, y luego, por dos veces, aquí en La Guayana, hasta que Curry renunció a intentarlo por aire, emprendió una expedición a pie y lo mató un jaguar la noche de luna llena en que dicen que vio al «Río Padre de todos los ríos».
–¡Pero eso no parece más que una leyenda…!
–¡No tan leyenda! No tan leyenda, y voy a explicar por qué… –Zoltan Karrás había encendido una negra cachimba extrañamente parecida a la que utilizaba el abuelo Ezequiel, y se había acomodado recostándose contra un tronco caído mientras permitía que Asdrúbal llenara una y otra vez su tazón de café. Era sin duda un narrador nato que amaba sentarse junto al fuego y hablar de viejas historias o lejanos mundos, por lo que lanzó una bocanada de humo, sonrió a su concurrencia y decidió continuar su relato.
–No es una leyenda… –repitió convencido–. Al perder su tercer avión, Jimmy volvió a Estados Unidos, trabajó como piloto acrobático en una película cuyo título no recuerdo, compró otro aparato y regresó a Ciudad Bolívar… –Fumó despacio, haciendo una larga pausa, y luego se inclinó hacia delante como intentando darle intimidad a su narración–: Un día de mil novecientos treinta y seis distinguió a lo lejos el Auyán-Tepuy y llegó a la conclusión de que era aquel en el que había aterrizado con McCraken. Se aproximó en un día extrañamente despejado de nubes, y al girar en torno