Egipto, la Puerta de Orión. Sixto Paz Wells

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Egipto, la Puerta de Orión - Sixto Paz Wells


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como también he comprendido su dolor y frustración. Ya no se puede llorar por la leche derramada; debemos reaccionar y mirar hacia adelante, adaptándonos a los cambios.

      Habiendo dejado al sacerdote boquiabierto con sus planteamientos y a todos los demás sumidos en el silencio, Esperanza se retiró hacia los camerinos con el bebé en brazos; tomó sus cosas de inmediato del guardarropas sin tiempo de vestirse y, solo cubierta por la capa, salió de la casa abordando el coche de Carlo, que se la llevó apresuradamente de la mansión y sus alrededores.

      –No le voy a preguntar cómo le fue, señorita Esperanza, aunque me lo supongo –comentó Carlo–, porque con el bebé en brazos y casi desnuda me imagino que debe haber sido algo complicado e intenso. ¿Adónde quiere que llevemos al bebé?

      –Al orfanato más cercano, por favor, y mira hacia adelante que me voy a vestir.

      En el orfanato, Esperanza les explicó a las monjas por encima la situación del bebé que había sido rescatado de un posible asesinato, sin hacer mayores precisiones ni acusar a nadie en particular, y dio sus datos y teléfono para hacer cualquier declaración posterior a la Policía.

      Poco antes de llegar al hotel, Esperanza y Carlo intercambiaron las últimas palabras.

      –¿Te volveré a ver, Carlo?

      –¡Quizás alguna otra vez después de mañana! Pero no faltarán otros de mis compañeros y compañeras que se le acercarán.

      Aquella noche en el hotel, antes de dormir, Esperanza buscó consuelo en Jürgen hablando y descargando por teléfono todo su nerviosismo. Su novio se preocupó tanto que quería viajar de inmediato para estar con ella, pero la arqueóloga le hizo desistir. Pasó un largo rato con su novio comunicándose en la distancia.

      Al día siguiente partiría sobre las 9.00 h a la estación Termini de Roma para ir a Turín, y Jürgen viajaría a Londres para cumplir el encargo del National Geographic de fotografiar en la zona de Salisbury, muy cerca del monumento megalítico de Stonehenge, las recientes excavaciones de un conjunto similar.

      Temprano, Carlo la recogió del hotel y se encargó de llevarla a la estación central de trenes y verificar que embarcaba sin novedad. La estación, la más transitada de Italia, moviliza alrededor de 480.000 personas con 800 trenes a diario.

      Al llegar no se percataron de que estaban siendo fotografiados. Una vez que acompañó a Esperanza y la dejó en su andén, el chófer volvió a su limusina y, cuando iba a arrancar, desde el asiento de atrás se le abalanzó un hombre con guantes y una especie de cuerda metálica cortante con la que empezó a ahorcarlo, sin dejarle oportunidad de reaccionar. Era John Robertson y ya le estaba cortando la piel del cuello a Carlo cuando aflojó un poco para que hablara y contestara a sus preguntas:

      –¿Quién eres? ¿Quién te envió a trasladar de un lado a otro a la doctora?

      –¡Solo soy un chófer! ¡No sé nada!

      –¡Eso no se lo cree nadie! Si no hablas aquí termina tu vida.

      Desesperado y asfixiándose, Carlo trataba de poner los dedos por debajo de la cuerda, que le iba cortando la piel hasta los huesos.

      –¡Confiesa o morirás aquí mismo!

      –Está bien, pero no me mate. Aunque no va a creer lo que le voy a decir.

      –¡A ver, pruebe!

      –¡Mi alma no es de este mundo!

      –¿Eres acaso un místico religioso?

      –¡No, no es eso! Soy parte de una sociedad secreta a la que pertenecemos aquellas almas de seres de otros mundos, guardianes y vigilantes pleyadianos que hemos encarnado en la Tierra. Con los siglos, hemos reconsiderado nuestra presencia aquí y queremos ayudar a que el Plan Cósmico se cumpla, ahora más que nunca, a través de la humanidad.

      »Queremos ayudar a la doctora Gracia impidiendo el triunfo de los Illuminati.

      –¡Qué pena porque yo sirvo a los que piensan diferente a ustedes! ¡Muere tú, enemigo de la causa iluminada!

      Robertson terminó de ajustar la cuerda y no solo le cortó los dedos de las manos, que cayeron sobre el asiento, sino que terminó decapitándolo limpiamente. Rápidamente trató de evitar dejar cualquier posible evidencia y le robó la cartera al chófer para que pareciera un asesinato por asalto. Tras colocar el cuerpo en el maletero, dejó el coche abandonado aprovechando que en esa zona no habían cámaras.

      Se dirigió de inmediato hacia un café cercano donde entró y a continuación se sentó pidiendo un café capuchino como si nada hubiese pasado. Con total frescura llamó a Aaron Bauer para informarle, revelando la presencia en escena de otros protagonistas que no estaban previstos.

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