El sustituto. Janet Ferguson

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El sustituto - Janet Ferguson


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      Incómoda con el silencio reinante, Kate siguió hablando mientras pasaban por Grantford

      –Casi toda esta zona está a cargo del consultorio de Grainger, que suele hacer ocasionalmente nuestras guardias durante los fines de semana.

      –Como éste –dijo Guy, deteniéndose ante un semáforo.

      –Sí. Por supuesto, nosotros solemos devolverles el favor cuando es necesario –explicó Kate–. Aunque ellos son tres médicos y no suelen tener problemas para organizarse.

      –Comprendo.

      Dejaron atrás Grantford y la siguiente población era Melbridge. Sin saber qué más decir, Kate se sintió aliviada cuando entraron en la población.

      –¿Por qué no me dejas aquí mismo, Guy? –dijo, precipitadamente–. En el centro hay mucho más tráfico.

      –Oh… de acuerdo… como quieras –Guy parecía indeciso. Kate se preguntó si iría a sugerirle que se quedara con él hasta que terminara de hacer el recorrido y que luego podrían ocuparse de las compras. Pero no. Ya estaba reduciendo la marcha para detenerse.

      –Pasaré a recogerte por aquí dentro de una hora –dijo en cuanto detuvo el coche junto a la acera. En esa ocasión, Kate no discutió. Tomó su bolso y salió del coche.

      –Espero que puedas seguir el mapa sin problemas –dijo, asomándose por la ventanilla–. Nos vemos dentro de una hora.

      Suspiró profundamente mientras veía cómo se alejaba el coche. De cerca, Guy resultaba especialmente atractivo. Desprendía tal magnetismo que casi había estado a punto de tocarlo. ¿Cómo podía sucederle algo así?

      «Estoy tan falta de sexo que no debería sorprenderme», pensó. «Pero sé que es a Mike a quien echo de menos. Aún estoy enamorada de él».

      Pensó en su ex novio mientras hacía la compra. Mike la acompañaba y llenaba sus pensamientos. Él fue la causa del sentimiento de soledad que se apoderó de ella mientras se mezclaba con la gente en las tiendas, fijándose sin querer en las numerosas parejas que pasaban a su lado. ¿Qué hora sería ahora en Boston, Massachusetts? ¿Qué estarían haciendo Mike y Caro Ellenburgh en aquellos momentos? Imaginó a la cautivadora Caro, con sus grandes gafas, su brillante pelo y su boca de carnosos labios llena de perfectos dientes.

      Tras encontrar el libro que buscaba y echar un vistazo a unos vestidos que no le gustaron, volvió al lugar en que se había citado con Guy. El coche ya estaba allí, aparcado bajo unos árboles. Mientras se acercaba vio a Guy en el interior, con un mapa abierto sobre el volante. Al verla, lo dobló y lo guardó.

      –¿Ya has hecho tus recados? –preguntó, sonriente.

      Kate pensó que parecía más animado y amistoso que antes. Tal vez había decidido que, a pesar de que no fueran dos personas que congeniaran especialmente, podía mostrarse amable. Por otro lado, podía deberse únicamente a que la pierna hubiera dejado de dolerle. Nadie con dolor, por ligero que éste fuera, se encontraba en su mejor momento.

      –Sí, ya tengo todo –dijo Kate tras entrar en el coche–. ¿Qué tal te ha ido a ti?

      –Ya me conozco cada carretera y sendero de la zona –dijo Guy, sonriente.

      –Bien –Kate se sentía más cómoda con él ahora. Incluso se atrevió a preguntarle por la pierna.

      –Oh, bastante bien –Guy puso el coche en marcha con suavidad–. Casi ha dejado de doler, y la herida no era profunda. Lo peor fue lo del niño. Pero mientras hacías las compras he llamado al hospital en que lo ingresaron y me han dicho que ya lo han dado de alta.

      –Qué alivio.

      –Desde luego.

      –¿Qué le pasará al joven que os atacó?

      Guy se encogió de hombros.

      –No lo sé con certeza. Pero espero que no lo suelten antes de asegurarse de que no vaya a hacer más daño. ¿Qué sueles hacer los fines de semana, Kate? –cambió de tema tan bruscamente que Kate tuvo dificultades para adaptarse.

      –Tampoco he tenido muchos libres hasta ahora –dijo, con una risita–. Pero pertenezco al club de ocio de Barham Rise. Hay pistas de squash, piscinas, bolera, gimnasio… Barham está a seis millas de aquí, no muy lejos. Ahí es donde se encuentra el nuevo centro de salud. Supongo que ya te lo habrá dicho mi tío.

      Guy asintió, pero no hizo ningún comentario al respecto. Luego dijo que esa tarde iba a Londres a ver a su padre.

      –Estará encantado de volver a verte –dijo Kate.

      –Y yo de verlo a él.

      Kate sabía poco sobre Marcus Shearer. Era director de una editorial en Red Square, vivía en Hampstead y no había vuelto a casarse tras divorciarse de Sylvia.

      –¿Irás en coche? –preguntó.

      –Creo que iré en tren. ¡Tengo que ahorrar energías para el lunes!

      –Muy razonable. El lunes suele ser el día más ajetreado de la semana en el consultorio.

      Una semana después ya era evidente para todo el mundo que Guy había olvidado muy poco, o más bien nada, sobre el ejercicio de la medicina en Inglaterra. Ocupó el puesto de John con confianza y energía… y sin la suficiencia que Kate temía. Las enfermeras y demás trabajadores del centro estaban encantados, pero lo más importante era que sus pacientes se iban con la sensación de haber sido bien atendidos.

      El ocho de octubre fue el cumpleaños de Kate, un día que empezó como casi todos, con las enfermeras preparándolo todo para el comienzo de la mañana y algunos pacientes esperando ya en el exterior. Guy ya estaba en su consulta, ocupado abriendo el correo. Kate podía oír el débil ruido de su abrecartas mientras lo hacía.

      Le había regalado por su cumpleaños el libro de Joanna Trollope y Kate le había dado las gracias efusivamente por ello. Su tío y Sylvia le habían regalado un delicado bolso de cuero, y las enfermeras varias tarjetas. También le habían cantado «cumpleaños feliz». En casa le esperaban otros regalos y tarjetas.

      No había tenido noticias de Mike. No lo esperaba, pero no podía evitar preguntarse si habría recordado qué día era, si le habría dedicado algún pensamiento. Su rechazo aún le producía angustia en momentos inesperados. El dolor era profundo. Le resultaba extraño pensar que no volvería a verlo, que no volvería a disfrutar de la alegría de abrazarlo, de que él la abrazara… Era como despedirse de la vida.

      El sonido del timbre de Guy llamando a su primer paciente le hizo salir de su ensimismamiento. Su primera paciente de esa mañana fue una niña de dos años a la que tenía que poner la vacuna del sarampión.

      –Su padre no quería que la trajera –dijo su joven madre–. No cree en las triples inyecciones, pero finalmente lo he convencido.

      –El sarampión es una peligrosa enfermedad, con efectos secundarios desagradables –dijo Kate mientras vacunaba a la niña, que no se quejó en lo más mínimo–. Puede que sufra una ligera reacción dentro de una semana, algo parecido a un catarro, pero no debe preocuparse.

      –Espero que no, o entonces Ken sí que se preocupará –dijo Rose Challis, tomando en brazos a la niña.

      –Si quiere, dígale que venga a verme. Yo trataré de tranquilizarlo.

      A lo largo de la mañana, Kate atendió a un joven con acné, a un abuelo bronquítico, a una mujer menopáusica y a un hombre que sufría ansiedad y estrés tras la muerte de su esposa. Kate pasó más de los seis minutos habituales hablando con él. No quiso mandarle antidepresivos antes de volver a verlo.

      Cuando el último paciente salió y se cerraron las puertas de la calle comenzó el trabajo de papeleo. Escribió notas para los especialistas, repasó el correo y hizo algunas llamadas. Luego se vio con Guy para hablar sobre un paciente con encefalomielitis miálgica.

      Normalmente,


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