Temblor. Allie Reynolds

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Temblor - Allie Reynolds


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      Estoy desesperada por comer algo. Miro por encima de su hombro, en busca de un tentempié, pero en los armarios no hay nada excepto cosas básicas. Tampoco hay nada en la nevera. Tiene sentido. La llenarán el mes que viene, para prepararse de cara a la apertura de la estación de esquí.

      —¿De qué trabajas ahora? —pregunto, e intento que mi tono parezca normal.

      —Dale y yo somos agentes deportivos —explica—. Me saqué la carrera de Derecho y montamos nuestra propia agencia después de casarnos.

      —Vaya, eso es impresionante.

      La conversación llega a un punto muerto. Nunca supe de qué hablar con Heather. Casi no competía y yo tenía mucho más en común con Dale. Las mujeres como Heather me hacen sentir insegura. El pelo, el maquillaje, el esfuerzo por estar guapa a todas horas. Es justo como se supone que debe ser una mujer, al menos, según los estándares convencionales.

      Yo no soy así. Más bien, soy una chiquilla vestida de chico que jamás ha crecido. Y sigo así. Aunque finjo que no me importa mi aspecto, en el fondo no es así. Sí que me importa. Pienso que, tal vez, a los hombres no les gusta que no sea femenina y coqueta. Y por eso sigo sin pareja.

      Heather rebusca en la nevera. Nunca será buen momento para preguntarle si ha engañado a Dale, así que allá voy.

      —Intento aclarar quién ha escrito las tarjetas. Y me preguntaba si lo que decía sobre Brent y tú…

      Heather se endereza, con una lechuga en una mano y un pepino en la otra. Comprueba que no haya nadie en el pasillo y se gira hacia mí.

      —¿Y qué te preguntabas exactamente? —inquiere, con un tono helado.

      —¿Te acostaste con él?

      Sus ojos relampaguean.

      —¿Y tú, te acostaste con Dale?

      —Por supuesto que no. —Pero sí que lo besé. Espero que no lo saquen a colación, porque no estoy orgullosa de eso—. ¿Y bien?

      —No. —Pero rehúye mi mirada.

      —No te creo —confieso.

      Los chicos habrán encendido el fuego. El olor a madera quemada llega con más intensidad.

      —Pues cree lo que te dé la gana. —Heather abre un armario de los de arriba y saca cinco platos.

      —No te preocupes —digo—. Se lo preguntaré a Brent.

      En silencio, sirve la comida en los platos y deja la lechuga y el pepino abandonados en la encimera. Es la segunda vez que presiento que miente. ¿Sobre qué más mentirá?

      El olor a madera quemada me ahoga cuando saco los platos de la cocina. El restaurante es tal y como recordaba. Paneles de madera oscura, vigas a la vista, alfombras de piel de vaca y fotografías en blanco y negro. Las llamas destellan en la enorme chimenea de piedra. Encima de esta cuelga la cabeza disecada de un ciervo. Sobre la repisa, un reloj familiar marca las horas, amarillento a causa del paso del tiempo.

      No hay mucha luz; procede de las lámparas que cuelgan sobre las mesas, muy cerca. Podría ser agradable, hasta íntimo, pero ahora hay demasiados recodos oscuros para mi gusto.

      Brent y Dale están sentados charlando en la mesa más cercana al fuego. Dejo los platos, aliviada al ver que vuelven a llevarse bien. Dale también le está dando al whisky y hay una segunda botella de Jack Daniels al lado de la primera.

      —¿Ya os habéis terminado una botella entera? —reprocho.

      Brent sonríe.

      —Barra libre. Ninguna queja.

      Voy a buscar más vasos al bar y me sirvo otra copa, consciente de que no debería, y parpadeo entre el humo para observar a mi alrededor. Hay equipamiento de esquí antiguo colgado de las paredes a modo de decoración: gafas de glaciar vintage, crampones y un par de botas de esquiar muy gastadas.

      Y una piqueta herrumbrosa. Los salvajes picos de Le Rocher lo convierten en un destino popular para los esquiadores en invierno. Toco la punta de metal. Sigue afilada, como si la hubieran colgado ayer.

      Curtis se arrodilla frente al fuego y empuja la pila de troncos con el atizador.

      —¿Qué haces? —pregunto.

      —Busco los teléfonos.

      —Ya he mirado ahí —informa Dale.

      Curtis sigue removiendo. El humo hace que me piquen los ojos.

      Heather llega con el resto de los platos.

      —Tengo que encontrar mi portátil.

      —Deja de hablar del portátil —sisea Dale.

      Heather siempre me ha parecido una mujer fuerte. Incluso entonces, parecía que llevaba los pantalones en la relación, pero, al parecer, el equilibrio de poder ha cambiado.

      Me siento al lado de Brent. Las sillas están forradas con piel de oveja. Me gustaría ponérmela sobre las piernas como si fuera una manta, pero está fijada a la silla.

      —¿Qué opinas del cuádruple tirabuzón de Billy Morgan? —pregunta Brent mientras comemos.

      —¿El Quad Cork 1800? Lo vi en YouTube —digo, agradecida de que haga un esfuerzo por mantener una conversación ligera.

      Dale asiente.

      —Y ahora un tipo japonés ha logrado hacer un Quad Cork 1980 por primera vez.

      —Eso es increíble —comento—. ¿Hace cinco rotaciones completas?

      —Cinco y media —corrige Dale—. El snowboard ha avanzado mucho.

      Heather comprueba el reloj como si contara los minutos que faltan para irse de aquí y Curtis sigue vigilante. Pero yo, con el guiso y el alcohol calentándome el estómago y las llamas acariciando mi rostro, empiezo a relajarme.

      —¿Puedes creer que saltásemos sin cascos? —recuerda Brent.

      —Yo no lo hacía —replica Curtis.

      —Menudos saltos nos marcamos —dice Brent—. Tuvimos suerte.

      Pero algunos de nosotros no tuvimos tanta suerte. Intento no pensar en ello. De todos modos, un casco no impide que te rompas el cuello.

      —¿Viste al tipo noruego que hizo una pirueta hacia atrás de cinco cuarenta? —pregunta Dale.

      —No, ¿qué es? —respondo.

      Dale era el maestro del estilo y me encantaba hablar de piruetas y trucos de ejecución con él.

      Deja su vaso en la mesa.

      —Es como un siete veinte y, luego, haces marcha atrás. Imagina que ralentizaras la pirueta en mitad del salto y fueras hacia atrás. Es jodidamente difícil. Inténtalo y lo comprobarás. —Pone la silla en una mesa cercana y se sube encima.

      Me encantan estos tipos. Cuando salgo con mis compañeros del gimnasio, hablamos de Netflix. A estos quizá no los veo desde hace diez años, pero todavía tengo más en común con ellos que con cualquier otro.

      En un deporte, nunca te haces profesional por dinero, especialmente en una disciplina de alto riesgo como la nuestra. Nunca te harás rico practicando estilo libre de snowboard, a menos que seas Shaun White. No, lo haces porque te apasiona. Porque quieres pasar cada minuto de tu vida haciéndolo, pensando en ello y soñando con ello. Nosotros ya no somos profesionales, pero no hemos perdido ni un ápice de la pasión que sentíamos.

      Dale salta de la silla y gira en sentido opuesto cuando se deja caer.

      —No —lo corrige Curtis—. Tienes que tirar marcha atrás ciento ochenta grados completos o, si no, solo es una media pirueta.

      Dale lo mira con rabia.

      —Probemos —propone Brent, que se sube a la mesa y salta.


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