Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle


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hay duda de que su marido ejercía sobre ella una influencia que puede haber sido amor, miedo, o muy posiblemente ambas cosas, dado que no son, desde luego, sentimientos incompatibles. En cualquier caso esa influencia era absolutamente eficaz. Al ordenárselo él, consintió en hacerse pasar por su hermana, aunque también es cierto que Stapleton descubrió los límites de su poder cuando quiso convertirla en cómplice de un asesinato. Beryl estaba dispuesta a prevenir a Sir Henry aunque sin descubrir a su marido, y trató de hacerlo una y otra vez. Es evidente que también Stapleton era capaz de sentir celos, de manera que cuando vio cómo el baronet cortejaba a su esposa, pese a que formaba parte de su plan, no pudo evitar interrumpir el idilio con un estallido de pasión que puso de manifiesto el alma fogosa que tan inteligentemente escondía bajo sus modales reservados. Al fomentar la intimidad entre ambos se aseguraba de que Sir Henry acudiera con frecuencia a la casa Merripit y de que más pronto o más tarde se presentase la oportunidad que esperaba. El día de la crisis definitiva, sin embargo, su mujer se revolvió inesperadamente contra él. Había llegado a sus oídos la noticia de la muerte de Selden, y no ignoraba, la noche en que habían invitado a Sir Henry a cenar, que el sabueso estaba en una de las dependencias de la casa. Beryl acusó a su marido de querer asesinar al baronet y eso provocó una escena violenta, durante la cual Stapleton reveló por vez primera a su mujer que tenía una rival. La fidelidad de la señora Stapleton se transformó inmediatamente en odio intenso y nuestro hombre comprendió que su mujer estaba dispuesta a traicionarlo. Entonces procedió a atarla para que no pudiera avisar a Sir Henry, sin perder la esperanza de que cuando todos los habitantes de la zona atribuyesen la muerte del baronet a la maldición familiar, como sin duda sucedería, su mujer aceptara los hechos consumados y guardase silencio sobre lo que sabía. Por lo que a eso se refiere tengo la impresión de que calculó mal y que, aun sin contar con nuestra presencia, su caída era inevitable. Una mujer de sangre española no perdona fácilmente semejante afrenta. Y ya, mi querido Watson, no estoy en condiciones de hacerle un relato más detallado de este interesantísimo caso sin recurrir a mis anotaciones. Ignoro si ha quedado sin explicar algo esencial.

      —Stapleton tenía que saber que no iba a ser posible matar a Sir Henry de miedo, con el sabueso falsamente infernal, como sucediera en el caso de su tío.

      —Era un perro muy feroz y estaba hambriento. Si su apariencia no acababa con la víctima, el miedo podía al menos paralizarla, de manera que no ofreciese resistencia.

      —Sin duda. Queda tan sólo una dificultad. Si Stapleton hubiese llegado a tomar posesión de la herencia ¿cómo habría explicado el hecho de que él, el heredero, hubiese vivido sin darse a conocer y con otro nombre en un lugar tan próximo a la mansión de los Baskerville? ¿Cómo podría reclamar la herencia sin despertar sospechas ni provocar investigaciones?

      —Se trata de un problema muy arduo y temo que espera usted demasiado al pedirme que lo solucione. El pasado y el presente se hallan dentro del campo de mis investigaciones, pero lo que una persona vaya a hacer en el futuro es algo muy difícil de prever. La señora Stapleton oyó a su marido analizar el problema en varias ocasiones. Eran tres las soluciones posibles. Podía reclamar la propiedad desde América del Sur, demostrar su identidad ante las autoridades consulares británicas y obtener así la fortuna sin aparecer nunca por Inglaterra; podía también adoptar un disfraz que lo hiciera irreconocible durante el breve periodo de tiempo que necesitase permanecer en Londres y, finalmente, podía suministrar a un cómplice las pruebas y los documentos, haciéndolo pasar por el heredero, pero reteniendo el derecho a un porcentaje de sus ingresos. Por lo que sabemos de él, tenemos la seguridad de que habría encontrado algún modo de solucionar ese problema. Y ahora, mi querido Watson, permítame decirle que llevamos varias semanas trabajando con mucha intensidad y que, por una vez, no estaría de más que nos ocupáramos de cosas más placenteras. Tengo un palco para Les Huguenots. ¿Ha oído usted a los De Reszke?37. ¿Le importaría en ese caso estar listo dentro de media hora, para que podamos detenernos en Marcini's de camino hacia el teatro y tomar un bocado antes de la representación?

      FIN

El valle del terror
Primera parte. La tragedia de Birlstone

      1. La advertencia

      —Estoy inclinado a pensar... —dije.

      —Yo debería hacer lo mismo —Sherlock Holmes observó impacientemente.

      Pienso que soy uno de los más pacientes de entre los mortales; pero admito que me molestó esa sardónica interrupción.

      —De verdad, Holmes —dije con severidad— es un poco irritante en ciertas ocasiones.

      Estaba muy absorbido en sus propios pensamientos para dar una respuesta inmediata a mi réplica. Se recostó sobre su mano, con su desayuno intacto ante él, y clavó su mirada en el trozo de papel que acababa de sacar de su sobre. Luego tomo el mismo sobre, tendiéndolo contra la luz y estudiándolo cuidadosamente, tanto el exterior como la cubierta.

      —Es la letra de Porlock —dijo pensativo—. Me quedan pocas dudas de que sea su letra, aunque la haya visto sólo dos veces anteriormente. La e griega con el peculiar adorno arriba es muy distintiva. Pero si es Porlock, entonces debe ser algo de primera importancia.

      Hablaba más consigo mismo que conmigo; pero mi incomodidad desapareció para dar lugar al interés que despertaron aquellas palabras.

      —¿Quién es ese Porlock? —pregunté.

      —Porlock, Watson, es un nom-de-plume, una simple señal de identificación; pero detrás de ella se esconde una personalidad deshonesta y evasiva. En una carta formal me informó francamente que aquel nombre no era suyo, y me desafió incluso a seguir su rastro entre los millones de personas de esta gran ciudad. Porlock es importante, no por sí mismo, sino por el gran hombre con quien se mantiene en contacto. Imagínese usted al pez piloto con el tiburón, al chacal con el león, cualquier cosa que sea insignificante en compañía de lo que es formidable: no sólo formidable, Watson, pero siniestro, en el más alto nivel de lo siniestro. Allí es cuando entra en lo que le estoy diciendo. ¿Me ha oído usted hablar del profesor Moriarty?

      —El famoso científico criminal, tan famoso entre los maleantes como...

      —¡Por mi vida, Watson! —murmuró Holmes en tono desaprobatorio.

      —Estaba a punto de decir, como desconocido para el público.

      —¡Un poco! En cierto modo —dijo Holmes—. Está desarrollando un inesperado pero cierto sentido agudo del humor, Watson, contra el que debo aprender a cuidarme. Pero al llamar criminal a Moriarty está expresando una difamación ante los ojos de la ley. ¡Y es precisamente allí donde yace la gloria y maravilla de esto! El más grande maquinador de todos los tiempos, el organizador de cada maldad, el cerebro que controla el sub-mundo, un cerebro que puede haber construido o destruido el destino de las naciones, ése es nuestro hombre. Pero tan lejos está de sospechas, tan inmune a la crítica, tan admirable en sus manejos y sus “actuaciones”, que por esas palabras que acaba de pronunciar, lo podría llevar a la corte y hacerse con su pensión anual como una reparación a su personalidad ofendida. ¿No es él el aclamado autor de Las Dinámicas de un Asteroide, un libro que asciende a tan raras cuestiones de matemática pura, que se dice que no hay individuo en la prensa científica capaz de criticarlo? ¿Es éste un hombre que delinque? ¡Doctor mal hablado y profesor calumniado, esos serían sus respectivos roles! Eso es ser un genio, Watson. Pero si soy eximido por gente de menor inteligencia, nuestro día seguramente vendrá.

      —¡Espero estar ahí para verlo! —exclamé con devoción—. Pero estábamos hablando de este hombre, Porlock.

      —Ah, sí, el así llamado Porlock es un eslabón en la cadena a poco camino de su gran obsesión. Entre nosotros, Porlock no es un eslabón real. Es el único defecto en esa cadena hasta donde he podido observarla.

      —Pero ninguna cadena es más fuerte que su enlace más débil.

      —¡Exacto, mi querido Watson! Aquí


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