Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle


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fue nuestro huésped durante más de media hora. A la joven sucedió por la noche un tipo harapiento y de cabeza cana -la clásica estampa del buhonero judío-, que parecía hallarse sobre ascuas y que a su vez dejó paso a una raída y provecta señora. Un día estuvo mi compañero departiendo con cierto caballero anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros de esta abigarrada comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante modo me causaba.

      —Tengo que utilizar esta habitación como oficina —decía—, y la gente que entra en ella constituye mi clientela.

      ¡Qué mejor momento para interrogarle a quemarropa! Sin embargo, me vi siempre sujeto por el recato de no querer forzar la confidencia ajena. Imaginaba que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al asunto sin el menor requerimiento por mi parte.

      Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome levantado antes que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún inconcluso desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni el café dispuesto. Con la característica y nada razonable petulancia del común de los mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraer con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio su tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.

      Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y a ellas seguía una demostración de las innumerables cosas que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a examen preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcolanza de agudeza y disparate. A sólidas y apretadas razones sucedían inferencias en exceso audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder adentrarse, guiado de señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de un músculo, o la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que éste dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado en las rutas por donde se llega de los principios a las conclusiones, habría por fuerza de creerse en presencia de un auténtico nigromante.

      —A partir de una gota de agua —decía el autor—, cabría al lógico establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la perfección máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas elementales. Por ejemplo, cómo apenas divisada una persona cualquiera, resulta hacedero inferir su historia completa, así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo como encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.

      —¡Valiente sarta de sandeces! —grité, dejando el periódico sobre la mesa con un golpe seco—. Jamás había leído en mi vida tanto disparate.

      —¿De qué se trata? —preguntó Sherlock Holmes.

      —De ese artículo —dije, apuntando hacia él con mi cucharilla mientras me sentaba para dar cuenta de mi desayuno—. Veo que lo ha leído, ya que está subrayado por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos divagadores de profesión a los que entusiasma elucubrar preciosas paradojas en la soledad de sus despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el metro, en un vagón de tercera clase, frente por frente de los pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones de cada uno! Apostaría uno a mil en contra suya.

      —Perdería usted su dinero —repuso Holmes tranquilamente—. En cuanto al artículo, es mío.

      —¡Suyo!

      —Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Esas teorías expuestas en el periódico y que a usted se le antojan tan quiméricas, vienen a ser en realidad extremadamente prácticas, hasta el punto que de ellas vivo.

      —¿Cómo? —pregunté involuntariamente.

      —Tengo un oficio muy particular, sospecho que único en el mundo. Soy detective asesor... Verá ahora lo que ello significa. En Londres abundan los detectives comisionados por el gobierno, y no son menos los privados. Cuando uno de ellos no sabe muy bien por dónde anda, acude a mí, y yo lo coloco entonces sobre la pista. Suelen presentarme toda la evidencia de que disponen, a partir de la cual, y con ayuda de mi conocimiento de la historia criminal, me las arreglo decentemente para enseñarles el camino. Existe un fuerte aire de familia entre los distintos hechos delictivos, y si se dominan a la menuda los mil primeros, no resulta difícil descifrar el que completa el número mil uno. Lestrade es un detective bien conocido. No hace mucho se enredó en un caso de falsificación, y hallándose un tanto desorientado, vino aquí a pedir consejo.

      —¿Y los demás visitantes?

      —Proceden en la mayoría de agencias privadas de investigación. Son gente que está a oscuras sobre algún asunto y acude a buscar un poco de luz. Atiendo a su relato, doy mi opinión, y presento la minuta.

      —¿Pretende usted decirme —atajé— que sin salir de esta habitación se las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con las cosas, e impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?

      —Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es menester ponerse en movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted que he atesorado una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en Afganistán.

      —Alguien se lo dijo, sin duda.

      —En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios. Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí puestos en orden: «Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo. Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico, porque la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo natural, como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento rostro ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán». Esta concatenación de pensamientos no duró el espacio de un segundo. Observé entonces que venía de la región afgana, y usted se quedó con la boca abierta.

      —Tal como me ha relatado el lance, parece cosa de nada —dije sonriendo—.


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