Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон
Читать онлайн книгу.larguero de hormigón de quince metros como si fuera un puente levadizo.
El humo asciende en volutas desde los edificios calcinados de la ciudad. Disparos esporádicos procedentes de algún lugar elevado llegan a los oídos de los soldados ghaneses que están en la cubierta; de repente, con un ruido como de yunque que se estrella contra el suelo, quinientos fusiles G-3 de fabricación israelí se ponen a punto. Los hombres bajan la pasarela para ocuparse de sus labores de pacificación al mismo tiempo que empieza a caer la lluvia de la tarde. Las fuerzas de la CEDEAO se ponen a descargar las doscientas toneladas de alimentos.
No es suficiente, ni mucho menos. Nadie sabe cuánta gente queda en la ciudad, pero sin duda más de cuarenta mil personas. Monrovia lleva diez semanas aislada de cualquier fuente de aprovisionamiento. La gasolina oscila entre los tres y los cinco dólares el litro, pero es posible comprar algo más de siete litros a cambio de dos kilos de arroz. Los krahns encarcelados en los centros de detención —a cuya tribu pertenecía el difunto presidente— llevan un mes sin nada que comer, y a veces, cuando alguno consigue cocinar un cuenco de caldo, otro se lo tira de las manos por terror o por envidia. Las mujeres suben y bajan por la calle con sus bebés inconscientes pegados al pecho vacío. «Dan ganas de llorar», admite un médico militar ghanés. «A veces se me caen las lágrimas», confirma el agente de prensa de la CEDEAO. Ambos lucen cicatrices rituales en las mejillas y no dan la impresión de ser hombres dados al sentimentalismo fácil. Un monroviano que acaba de ver pasar a Prince Johnson en coche dice: «Yo era el que estaba más cerca. Nos ha señalado. No hemos podido oír lo que decía, pero sabemos que nos ama y se compadece de nosotros». El hombre no ha comido nada en ocho días. «Como intente caminar, los ojos se me darán la vuelta y me caeré.» La gente está dispuesta a comerse lo que sea, y de vez en cuando alguien se para por la calle y vomita algo que no ha acabado de funcionar como alimento. En las alcantarillas pueden verse latas de insecticida Pestall abiertas; algunos monrovianos famélicos que no saben leer las etiquetas comen de ellas.
Los rebeldes iniciaron su campaña en diciembre y penetraron en el norte y el este del país procedentes de su exilio en Costa de Marfil. Poco después, Johnson se separó de Taylor, quizá por desacuerdos de tipo estratégico —según Johnson— o porque Taylor —como él mismo afirma— sentenció a muerte a Johnson por haber asesinado a sus propios hombres. Sea como fuere, la guerra de guerrillas se abrió paso a trancas y barrancas por el sur, bajo la lluvia, en dirección a la capital. Nadie esperaba que consiguieran llegar, pero de repente, a finales de junio, aquí estaban. La facción de Taylor cerró el aeropuerto. Johnson se aproximó desde el otro lado de la ciudad, se adueñó de la capital, aisló al presidente en su mansión y confinó a su ejército en un espacio de unas pocas manzanas del centro. Entonces llegaron las tropas de la CEDEAO. La población empezó a huir. La mayoría de los diplomáticos británicos regresaron a su país. Los franceses se marcharon en bloque. En cuanto a los estadounidenses, media docena de miembros del cuerpo diplomático permanecieron en la ciudad y los marines instalaron nidos de ametralladoras alrededor de la embajada. En Monrovia se interrumpió el suministro eléctrico. También se cortó el agua corriente. La comida desapareció. La guerra civil devino una carnicería nauseabunda. Una atmósfera de alegre terror dominaba las horas mientras los hombres de Taylor, ataviados con vestidos de novia saqueados y gorros de ducha, se enfrentaban a los soldados que defendían la mansión. Los gorros de ducha eran para la lluvia. Lo de los vestidos de novia no tiene explicación. Entretanto, los hombres de Johnson, tocados con boinas rojas y pelucas de mujer, recorrían las calles a todo gas en Mercedes Benz puenteados, repartiendo balazos. Los vecinos que vivían cerca de la embajada británica tuvieron los arrestos de pedirles a los rebeldes de Johnson que no arrojaran los cadáveres de sus víctimas en la playa porque olían mal. Los rebeldes dijeron que de acuerdo, que ningún problema. Al fin y al cabo, será que no hay kilómetros de playa en Liberia.
Hasta los libaneses se estaban marchando, deseosos de regresar a Beirut. La mayoría de los refugiados salían a pie de la capital, cruzaban el territorio de Taylor y continuaban hacia el oeste por la mejor carretera de Liberia en dirección a Sierra Leona, marchando como la multitud a la salida de un partido de fútbol. En circunstancias normales, serían cinco días de camino por un terreno relativamente llano, pero la ruta estaba erizada de dificultades porque los rebeldes de Taylor —muchachos de las tribus gio y mano, la mayoría entre los once y los quince años, armados con AK-47 y M-16— se dedicaban a parar y asesinar a los miembros de las tribus krahn o mandinga, así como a los del ejército del presidente y del anterior Gobierno. Sesenta kilómetros más allá, en una población llamada Klay, los refugiados se topaban con el primer punto de control. «¿Hueles eso? —preguntaban los rebeldes, refiriéndose al hedor putrefacto que llegaba con la brisa—. Más vale que sepáis quiénes sois —decían— o terminaréis en el sitio de donde sale ese olor.» Cualquiera que no hablase el dialecto adecuado, cualquiera que pareciera demasiado próspero o bien alimentado, era fusilado, decapitado o quemado con gasolina. A algunos los ahogaban en el río Mano. Los refugiados que llegaban a Sierra Leona hablaban de puestos de control rodeados de postes rematados con cabezas cortadas. Empezó a hablarse de vudú: los hombres de Taylor eran inmunes a las balas, se disparaban unos a otros para rascarse la espalda; antes de cada batalla, sacrificaban a una mujer joven, se bebían su sangre y devoraban su corazón; podían transformarse en serpientes y elefantes, podían alargar o encoger los brazos y las piernas a voluntad, podían volverse invisibles. Las violaciones y las matanzas no fueron peores en este conflicto que en otras guerras civiles, pero de ellas parecía extraerse una conclusión morbosa: en la medida en que la superstición les atribuía la práctica de cierto poder oscuro, esas atrocidades eran inescrutables.
Y ahora, el 28 de septiembre, el arroz y la comida enlatada, los refuerzos y la munición, así como unas cuantas toneladas de aceite de cocinar y un puñado de periodistas europeos, han llegado en el River Oil. Los recién llegados no acaban de asimilar lo que están viendo en Monrovia. Nada funciona, nada se vende, todo se cae, este lugar está acabado. En la calle principal, U. N. Drive, el agua y la basura llegan a los tobillos. La muchedumbre pulula de aquí para allá destrozando muros y vallas, rebuscando voraz en el interior de los edificios, pero ya no queda nada que saquear. Los soldados de la CEDEAO disparan al aire de continuo por encima de la multitud para impedir que se acerque al litoral. DOE: EL COÑO DE TU MADRE, se lee en un grafiti, HUYE/QUEREMOS ARROZ, y DIOS SALVE A LIBERIA y PAZ, NO GUERRA. No hay superficie que no tenga su porción de agujeros de bala. Estructuras chamuscadas flanquean la avenida, y por el suelo se esparcen escombros retorcidos. Un tráiler bloquea dos de los cuatro carriles; debajo, una de las farolas de la mediana yace aplastada como si fuera un hoja. Los escaparates de los concesionarios están rotos y dentro se ven los espacios vacíos donde ahora acampan varias familias para resguardarse de la lluvia. Curiosamente, los perros están sanos. Los periodistas averiguan que nadie se come a los perros porque estos se alimentan de los cadáveres. La gente se muere de hambre, pero los perros han engordado.
El lugar más seguro para dormir es Mamba Point, el distrito de las embajadas. Los hombres de Johnson rondan por las calles de la zona y el ruido de los disparos es más o menos constante, pero hay un cuadrante de un par de manzanas donde reina una especie de inmunidad diplomática que huele a magia negra, y a la gente le gusta pensar que ahí está protegida. Aun así, el tableteo de las armas suena demasiado cerca y demasiado a menudo, y sin embargo resulta imposible decir de dónde provienen los disparos. Los no combatientes se mueven entre los edificios con cuidado: ¿estaré avanzando en la dirección fatídica? ¿Cómo estará el percal ahí delante? Colina abajo, la playa huele a muerte, a pesar de que la mayoría de los cadáveres han sido cubiertos con arena y señalados aprovechando los maderos que arroja la marea. Hay algo de comercio, quizá, con las embajadas británica y estadounidense, que reciben provisiones en helicóptero. En Mamba Point todo el mundo pasa hambre, pero nadie ha muerto todavía de inanición. La estación húmeda se está acabando, pero todavía llueve lo suficiente para mantener los barriles medio llenos.
El mariscal de campo Prince Johnson —general de brigada, presidente en funciones de Liberia y comandante en jefe del Frente Patriótico Nacional Independiente de Liberia (INPFL)— libra, como parte de su lucha revolucionaria, una azarosa y, en ocasiones, enigmática campaña de relaciones públicas. A finales de agosto recibió a diez periodistas nigerianos llegados con la CEDEAO y se los llevó