Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия Гейтс

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Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс


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controlarse para no tenerlos ya en sus manos, en su boca.

      –Y después, hace que todo parezca una decisión de su oponente.

      –No hay oponente. Él está negociando.

      –Sé olisquear una negociación a un kilómetro de distancia. Y no detecto ni rastro de ella.

      –Eso debe de ser porque aprendí el método de negociar sin que se note de una maestra del arte.

      –Creo que, más que enseñarte, te lo traspasé. No he podido volver a acceder a esa destreza ni siquiera cuando más la necesitaba.

      –Pero tu decisión de posponer la boda es buena –le acarició un mechón del cabello satinado, que brillaba bajo el sol–. La semana que viene hará un tiempo ideal para celebrar una boda.

      –Siempre lo hace en Castaldini –curvó un labio y lo miró con pánico–. Hablas en serio, ¿verdad? –al ver que asentía, le agarró las solapas de la chaqueta–. ¿Qué quieres decir con boda?

      –¿Es que la palabra tiene más de un significado? –esa vez fue él quien alzó una ceja.

      –Creía que íbamos a buscar un anillo, firmar una licencia matrimonial e informar al rey para que pueda enviarte oficialmente a tu puesto en Naciones Unidas –dijo ella, moviendo la cabeza.

      A él le dolió que solo esperase un frío ritual, acorde con la descarnada propuesta que le había hecho cuarenta y ocho horas antes. Lo entristeció lo que podría haber tenido con la mujer que su corazón y su cuerpo habían elegido, y que no podría tener nunca. Aflojó los brazos y captó que ella se estremecía, insegura.

      Le dolía verla desprotegida. Odiaba ver vulnerabilidad en sus ojos indómitos. Se obligó a sonreír y le acarició la mejilla.

      –Si esperabas esa clase de boda ¿por qué te sorprendió que mencionara la semana que viene? ¿U hoy? La ceremonia que has descrito podría celebrarse en un par de horas.

      –Perdóname si me desconcierta la idea de cualquier tipo de ceremonia. Nunca he estado casada, y fijar una fecha, y tan cercana, me hace darme cuenta de lo que va a ocurrir –intentó aparentar coraje, pero le temblaron los labios.

      Él no pudo seguir negando que su instinto le gritaba que no era la manipuladora que había creído que era. Esa persona habría aceptado el trato y aprovecharía para sacarle cuanto pudiera. Ella no lo hacía; parecía conmocionada.

      Por primera vez, se puso en su lugar. Se encontraba en una tierra extraña, sin derecho a elegir y sin familia. Su única compañía y apoyo era el hombre que lo había originado todo. Tenía que sentirse perdida e impotente. Algo aterrador para una mujer que era dueña de su destino desde hacía muchos años.

      Tomó una decisión. Si obviaba la terrible mancha de su traición, podía unir a la mujer que había amado con la que tenía delante, que reía con él y a quien deseaba. No la quería por coacción.

      –No es necesario que ocurra.

      –¿Qué quieres decir? –lo miró desconcertada.

      –Que no tienes que casarte conmigo.

      ***

      Glory se preguntó si el sol le había recalentado el cerebro. Eso explicaría que sintiera y oyera cosas que no podían ser reales. Cuando Vincenzo se había apartado de ella, se había sentido sola al borde de un precipicio, a punto de volver a caer al abismo del pasado, rechazada de nuevo.

      –¿No tengo que casarme contigo? –repitió. Tragó saliva con ansiedad–. Hace un minuto querías que me casara contigo dentro de siete horas o de siete días, y ahora… ¿A qué juegas?

      –A nada. Se acabaron los juegos, Glory –se metió las manos en los bolsillos–. Tranquila, aun así, ayudaré a tu familia. Por supuesto, nunca más podrán falsificar un cheque o robar un céntimo.

      –¿Lo dices en serio? –a ella casi se le paró el corazón–. ¿Y el decreto del rey Ferruccio?

      –No sé. Tal vez pida matrimonio a otra mujer.

      –¿Por qué? –Glory no soportaba la idea de que se casara con otra, aunque fuera por compromiso.

      –He comprendido lo inapropiado que es todo esto –se encogió de hombros, meditabundo.

      Ella pensó que no solo era intrigante, le destrozaba los nervios y le rompía el corazón. Seguramente sufría un desorden bipolar. Nada más podía explicar sus súbitos cambios de humor.

      –Puedes volver a casa cuando quieras. Puedo escoltarte o poner el avión real a tu disposición.

      Ella, sintiendo que el mundo se hundía bajo los pies, se apoyó en la balaustrada. Él hablaba en serio. La estaba dejando en libertad.

      Pero ya no quería ser libre. Había pasado años alimentando la ilusión de estabilidad. Como un huracán, él había puesto fin a su paz simulada y expuesto la verdad de su caos, la amargura de su soledad.

      Ya había sucumbido y tejido un mundo de expectativas sobre el tiempo que iba a pasar con él. Ni en sus peores sueños había creído que acabaría antes de empezar. Sin embargo, él iba a devolverla a su interminable espiral de vacío.

      Se apartó de la balaustrada y miró el bello paisaje, con los nervios a flor de piel.

      En el pasado, Vincenzo la habría llevado allí porque quería compartir su hogar con ella.

      En el presente, la había llevado allí por las razones erróneas, para después echarla sin darle tiempo a saborear el lugar que lo había convertido en el hombre al que aún amaba.

      El recuerdo de su breve estancia allí la llevaría a lamentarse por lo que no había podido ser.

      Un tronar resonó en sus oídos y, por un instante, creyó que era su corazón. Pero no tardó en darse cuenta de que provenía de un helicóptero.

      –El Air Force One castaldiniano –dijo Vincenzo con voz grave–. Parece que Ferruccio no podía esperar para conocer a mi futura esposa.

      Ella sintió picor en los ojos. No quería conocer a nadie. Ya ni siquiera iba a ser una falsa esposa.

      –Por favor, no digas nada mientras esté aquí. Yo lo resolveré con él más tarde –pidió Vincenzo.

      Glory se limitó a asentir y no reaccionó cuando él agarró su mano y la condujo escalera abajo. Esa misma escalera que había subido con ella en brazos en lo que ya le parecía otra vida.

      Cuando salieron del castillo, el helicóptero estaba aterrizando en el patio.

      Un hombre descendió del lado del piloto y lo reconoció a primera vista. El rey había volado hasta allí sin guardas ni fanfarria. Eso decía mucho de él y de su estatus en Castaldini.

      Las fotos y reportajes que había visto sobre él no le hacían justicia. Era mucho más imponente en carne y hueso, equiparable a Vincenzo en todo. Incluso podría haber pasado por su hermano.

      El rey Ferruccio, a grandes zancadas, fue al lado del pasajero. Momentos después, sus brazos rodearon la cintura de una mujer y la bajó con tanta delicadeza como si fuera su corazón.

      –El rey ha traído a su reina –farfulló Vincenzo–. O tal vez haya sido al revés. Debe emocionarla que haya aceptado dejarme enjaular.

      A Glory se le encogió el corazón mientras observaba a la pareja real acercarse de la mano, claramente enamorados. La atención que no se dedicaban uno a otro, se la destinaban a ella. Se sintió como un espécimen bajo un microscopio.

      La reina Clarissa era como Glory siempre había imaginado a la reina de las hadas. Llevaba un vestido lila, largo y sin mangas, y sandalias a juego. Era unos centímetros más alta que Glory, con el cuerpo de una mujer que había dado hijos a su poderoso y apasionado marido. Irradiaba luz, que parecía robada al sol de la tarde. A Glory no le habría extrañado que descendiera del linaje de los ángeles.


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