Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro

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Bresca. El guardia suizo - Rafael Hidalgo Navarro


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se estaba librando una batalla de dimensiones épicas.

      – Jamás pensé escuchar eso de tu boca –dijo Frisch mientras se levantaba. Yo lo imité–. Al Franziskus Wetter que yo conocí le importaban las cosas y, sobre todo, tenía un sentido del deber que pasaba por encima de todo. Nos vamos. Mañana a las ocho de la mañana saldremos en una avioneta del aeropuerto de Palma. Tiene cuatro plazas, una estaba reservada para ti.

      Wetter también se levantó y en silencio nos acompañó a la puerta. Antes de bajar las escasas escaleras que descendían hasta la acera, Frisch se volvió hacia él en actitud casi implorante, esperando todavía un milagro.

      – Que tengáis buen viaje –dijo Bresca.

      – Vámonos –me indicó el comandante sin despedirse de su amigo.

      Ya dentro del coche, Efe Efe giró la llave de arranque. Antes de posar el pie sobre el acelerador bajó la ventanilla y sacó el puño hacia donde estaba Bresca; entonces, como accionados por un resorte, alzó tres dedos, pulgar, índice y corazón. El otro, enfundado en su albornoz, lo miró impávido, con una seriedad más trágica que la muerte.

      El vehículo comenzó a andar y por el retrovisor pude comprobar cómo Franziskus Wetter permanecía en la misma posición hasta que lo perdí de vista.

      – Mi comandante, ¿qué vamos a hacer ahora? –me atreví a preguntar.

      – Vamos al hotel, allí descargaremos el equipaje y echaremos un bocado. Después, iremos a misa.

      – Me refiero con la investigación del crimen. Está claro que él no va a venir –afirmé señalando para atrás como si Wetter todavía estuviera allí.

      – Lo primero es lo primero. Iremos a misa y la ofreceremos por las almas del purgatorio. Bresca lleva tiempo cautivo en él. Y recuerde lo que le dije en Roma, nada de lo que ha visto o escuchado debe ser contado.

      Rememorando aquellos momentos he de confesar que tenía sentimientos encontrados. Por una parte quería ayudar al comandante, máxime en lo que concernía a la resolución del asesinato de un buen compañero. Pero por otro lado Bresca me había impresionado. Desde luego, sentirlo apestando a alcohol mientras aprisionaba mi cuello no era la mejor carta de presentación para una persona de la que se suponía que no debería separarme ni a sol ni a sombra.

      Capítulo 7

      Llegamos al hangar a las siete y veinte. Junto a otras naves estaba la avioneta monomotor que nos debía trasladar, pero nuestro piloto brillaba por su ausencia.

      – ¡Italianos! –protestó el comandante después de mirar impaciente en todas direcciones–. Ahora adivina cuándo piensa aparecer; eso si es que tiene intención de hacerlo.

      Unas voces procedentes de un lujoso jet privado plateado y negro llamaron nuestra atención. Sonaba italiano, aunque no se llegara a entender. Nos aproximamos y enseguida percibimos olor a tabaco.

      – Es Bresca. Y sigue fumando los mismos hierbajos. ¡Bresca! –gritó Frisch encarándose a la elevada puerta del aparato.

      – ¡Sube, Efe Efe! –se oyó la voz de Wetter desde el interior–. Les estoy contando a Giovanni y a Simeone el viaje que me pegué con el paracaídas enganchado al ala de un avión. Creo que tú esa historia ya la sabes.

      El comandante subió las escalerillas del suntuoso aparato con aparente resignación. Sin embargo el brillo de sus ojos delataba la felicidad que sentía. Bien sabía que en adelante, pasara lo que pasase, si alguien no le iba a fallar era precisamente el hombre que acomodado en un carísimo sillón de cuero charlaba afablemente con dos encandilados pilotos mientras aspiraba el humo del más pestífero tabaco jamás cultivado.

      El vuelo de vuelta lo realizamos en el mismo humilde aeroplano. Bresca, sentado junto al piloto, no paraba de contar anécdotas de lo más variopinto y Giovanni, ahora ya sabía cómo se llamaba, estaba tan engatusado que incluso olvidó hablar con su amigo por el radiotransmisor. Lo cierto es que el viaje se me hizo extremadamente corto, contrariamente a lo que había sido la ida.

      Ya en el aeropuerto tomamos un taxi. El comandante no quiso perder ni un minuto, así que durante el trayecto al Vaticano comenzó a darle instrucciones.

      – Te incorporas con tu antiguo rango de vicecomandante. Naturalmente, Stefan Vock seguirá en su puesto haciéndose cargo de la organización de la tropa. Tienes una única misión: descubrir al homicida. Antes de que lo averigües por ti mismo has de saber que no todos están de acuerdo en que te reclutemos para hacerte cargo de la investigación. De hecho el propio Vock me ha pedido que te haga saber su disconformidad, aunque acatará lo que se le ordene. Daniel será tu auxiliar. Ha sido relevado de todos los servicios para poder dedicarse a ello.

      – ¿Mi auxiliar o mi canguro? –preguntó Bresca sin ocultar su disgusto.

      Frisch, ignorando el comentario, continuó con su explicación.

      – En cuanto lleguemos podrás dejar tus cosas en la habitación que se os ha asignado…

      – ¡¿Se nos ha?! –lo interrumpió Wetter con brusquedad–. ¿Cómo que se nos ha? ¿No tiene horario la guardería? ¿Hasta para dormir voy a tener que estar acompañado?

      El taxista, que no entendía lo que hablábamos, pues lo hacíamos en alemán, sí comprendió el enfado de Bresca, por lo que comenzó a observar tímidamente por el retrovisor.

      – Vuelvo a ser tu comandante –atajó Efe Efe–. Compartirás habitación con el alabardero Frei; es una orden inapelable. Vas a tener acceso a todos los archivos y documentos vaticanos sin restricción. Percibirás la retribución establecida para tu rango. En cuanto a los gastos que se generen para el desempeño de tu cometido, no se te ha asignado un presupuesto específico, de modo que no se te impone ninguna limitación; eso sí, periódicamente deberás informarme. No hace falta que te diga lo escasos de recursos que andamos. También tendrás un pase especial para todas las dependencias, así no tendrás que utilizar el sable –al decir esta última frase el comandante cambió radicalmente el tono de su diatriba, esbozando una mueca pícara. ¿Qué habría querido decir? Enseguida recuperó la pose seria–. A las cuatro en punto tenemos una entrevista con el Secretario de Estado monseñor Carlos Escribano en su despacho. Deberás ir con el uniforme de gala, así que antes de acudir a comer, pasa a ver al sastre para que haga los ajustes necesarios. Ya ves que este asunto viene comisionado desde lo más alto. En cuanto concluya la reunión iremos a mi despacho donde te facilitaré toda la información de la que disponemos.

      Durante la explicación Bresca había permanecido con los brazos cruzados en actitud despegada, dejando bien a las claras que todo aquel programa no le hacía olvidar la fastidiosa imposición de mi papel de tutor permanente. El comandante fijó en él su mirada y le dijo.

      – Por mi parte eso es todo. ¿Alguna duda?

      – Sí. ¿Me tengo que poner la vacuna de la varicela?

      Tras pasar por la sastrería, en la que tomaron medidas al vicecomandante para confeccionar a toda prisa su uniforme, nos fuimos al comedor; allí los más veteranos se acercaron a saludarlo.

      – Tú por aquí, Bresca.

      – ¿Nos vienes a visitar?

      – ¡Qué sorpresa, Bresca!

      Noté que el tono cordial del saludo era sincero en la mayoría, pero alguno mostraba más reserva, probablemente por ese estilo personal del que me había hablado el comandante. De hecho, en cuanto Wetter explicó que estaba allí para quedarse hubo a quien se le desencajó la expresión.

      – ¿Te reenganchas?

      – Solo temporalmente. Hasta que se aclare lo del cabo

       Vallotton.

      Me sorprendió que fuera tan claro y directo a la hora de exponer el motivo de su estancia, pero pronto comprendí que más pronto que tarde todos lo iban a saber, y el mejor modo de evitar elucubraciones


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