Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods

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Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods


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contuvo una sonrisa al contestar:

      –¿Para que B.J. me lo eche en cara el resto de mi vida? Ni hablar.

      –No se lo diré a nadie; al fin y al cabo, sería bastante humillante para mí, no tendría sentido que lo hiciera.

      Boone se echó a reír.

      –Sí, tú mantendrías la boca cerrada, pero mi hijo no. Puede que ni él mismo sea consciente de ello, pero la verdad es que está haciendo de casamentero.

      –¿Lo dices en serio?, ¡pero si solo tiene ocho años!

      –Por lo visto, su edad no es un impedimento. Supongo que ha sido Cora Jane quien le ha metido esa idea en la cabeza, porque no se molesta en ocultar sus intenciones.

      –Eso es verdad. ¿Qué se supone que tenemos que hacer?, ¿hacerles caso?

      –Claro que no.

      Lo dijo con tanto énfasis, que Emily no pudo evitar echarse a reír y comentó:

      –Bueno, tu opinión está clara.

      –Perdona, ¿ha sonado como un insulto?

      –Un poquito.

      –Lo que quiero decir es que los dos sabemos cómo están las cosas entre nosotros. Tenemos que comportarnos de forma civilizada mientras estés aquí, y procurar no darles falsas esperanzas a ellos. Es lo que acordamos cuando llegaste, ¿no? Bastará con que nos ciñamos al plan.

      –Así que ahora nos sentamos en una de las mesas, pedimos unos refrescos, charlamos un rato de nimiedades, y después me llevas de vuelta a por mi coche. Fin de la historia.

      –Sí, con eso me conformo.

      Emily deseó poder decir lo mismo, y con convicción; de hecho, después de la desconcertante conversación que había mantenido con Gabi, tendría que encantarle la idea de que su relación con él se limitara a charlar de nimiedades y no tuviera más complicaciones. El problema era que Boone no era una persona cualquiera para ella. Deseaba con todas sus fuerzas saber en qué había estado pensando durante el partido, cuando se había quedado tan abstraído que ni siquiera se había dado cuenta de que B.J. había marcado un gol.

      Él se tomó su silencio como una señal de aquiescencia y la condujo a una de las mesas.

      Cuando estuvieron sentados el uno frente al otro, Emily dio el visto bueno cuando él sugirió unas hamburguesas y cerveza; después de devanarse los sesos intentando encontrar la mejor forma de averiguar lo que quería saber, al final optó por ser directa y se inclinó un poco hacia delante.

      –¿Por qué te has alterado tanto antes? –le preguntó en voz baja, a pesar de que en el restaurante había mucho ruido y no había peligro de que nadie la oyera.

      –No me he alterado –afirmó, ceñudo.

      –No me mientas, está claro que hablar de cómo eras como padre antes de la muerte de Jenny te ha traído malos recuerdos.

      –No pienso hablar contigo de mi matrimonio –le espetó él con rigidez.

      Emily notó lo tenso que estaba y cómo evitaba mirarla a los ojos, pero no se dio por vencida.

      –Me dijiste que habías sido feliz, ¿es mentira?

      –Claro que no.

      Ella se dio cuenta de que estaba mintiendo al ver cómo se sonrojaba, y le preguntó con voz suave:

      –¿Amabas a Jenny?

      –¡Claro que sí! ¿A qué viene todo esto?, ¿quieres torturarme?

      Aquellas palabras fueron muy reveladoras para Emily.

      –Si amabas a tu mujer, si eras feliz, recordar aquellos tiempos no debería torturarte. Te causaría tristeza, pero no te haría sentir furia, ni culpabilidad, ni lo que sea que pone esa expresión en tu rostro.

      –¿Qué expresión?

      –La que dice que estás pensando en cómo hacerme callar.

      Lo dijo en tono de broma, porque tenía la sensación de que aligerar un poco el ambiente podía acercarla a las respuestas que buscaba; en todo caso, la táctica sirvió para que él se relajara un poco y comentara, con un tenue brillo de picardía en la mirada:

      –Me acuerdo de cómo solía hacerlo, ¿y tú?

      –Sí, con un beso –admitió ella, con voz un poco trémula–. Me parece que en este momento no es la mejor opción.

      –Pero siempre fue de lo más efectiva –le sostuvo la mirada al repetir–: Siempre.

      El ambiente se cargó de tensión mientras Emily esperaba con el aliento contenido a ver qué hacía él a continuación. No habría sabido decir si deseaba con desesperación que la besara… o si la aterraba que lo hiciera. ¿Por qué era tan necia?, ¿por qué se empeñaba en meterse en terreno peligroso con él?

      Finalmente, cuando Emily pensaba que iba a morir si él no hacía algo, lo que fuera, Boone tragó saliva con dificultad y cerró los ojos.

      –Eres enloquecedora –dijo al fin, antes de abrir los ojos de nuevo. Le sostuvo la mirada al añadir–: No podemos volver a lo de antes, Em. No puede ser.

      –Ya lo sé. Pero algunas veces… como ahora mismo, por ejemplo… se me olvida por qué no podemos.

      –Sí, yo también tengo ese problema en este momento.

      Ella apartó a un lado la hamburguesa, que seguía intacta.

      –Será mejor que me vaya, tiene pinta de que van a tardar un poco en entregar los trofeos.

      Él no fue capaz de disimular lo aliviado que se sintió al oír aquello, y se apresuró a asentir.

      –Vale, yo te llevo.

      –A lo mejor te pierdes la ceremonia.

      –Le pediré a alguno de los padres que haga fotos, y estaré de vuelta antes de que B.J. se dé cuenta de que me he ido –le aseguró, mientras la conducía hacia el coche.

      –¿Crees que le va a sentar mal que me vaya sin verle recibir el trofeo?

      –Yo se lo explico para que lo entienda; además, tú misma le has dicho que tenías que ir a echar una mano al Castle’s –la miró con curiosidad al preguntar–: La verdad es que no sé para qué quieres ir, cierran dentro de una hora. ¿Quieres ponerte a lavar platos?

      –Qué gracioso. Voy para volver a proponerle a mi abuela hacer algunos cambios en el restaurante, y esta vez voy a enseñarle muestras de tela y varios bocetos.

      –Como B.J. tiene tan buen ojo para eso, podrías enseñárselos antes a él para que te dé su opinión –comentó él, sonriente.

      –Puedo ingeniármelas yo sola –le contestó ceñuda.

      –Lo digo en serio, te lo juro. Cora Jane le adora, seguro que tiene en cuenta su opinión.

      –Y también la mía.

      –Sí, pero te enfurruñarás otra vez cuando vuelva a rechazar tus sugerencias.

      –No va a rechazarlas –aunque lo dijo con aparente seguridad, era consciente de que era más que probable que su abuela no aceptara ninguna de ellas.

      Cuando llegaron al aparcamiento, Boone le dijo:

      –Cuando terminemos la celebración y B.J. se duche, puedo llevarle al Castle’s para que comentéis entre vosotros tus ideas, y después vais los dos a hablar con tu abuela.

      –Estás convencido de que es una pérdida de tiempo, ¿verdad?

      –Eso me temo.

      –¡Soy muy buena en mi profesión!

      –No lo dudo, pero Cora Jane es terca como una mula y tiene unas costumbres muy arraigadas. No quiere hacer cambios en el restaurante, me sorprendió


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