Las venas abiertas de América Latina. Eduardo Galeano

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Las venas abiertas de América Latina - Eduardo  Galeano


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hacia Europa. La economía colonial también financiaba el despilfarro de los mercaderes, los dueños de las minas y los grandes propietarios de tierras, quienes se repartían el usufructo de la mano de obra indígena y negra bajo la mirada celosa y omnipotente de la Corona y su principal asociada, la Iglesia. El poder estaba concentrado en pocas manos, que enviaban a Europa metales y alimentos, y de Europa recibían los artículos suntuarios a cuyo disfrute consagraban sus fortunas crecientes. No tenían, las clases dominantes, el menor interés en diversificar las economías internas ni en elevar los niveles técnicos y culturales de la población: era otra su función dentro del engranaje internacional para el que actuaban, y la inmensa miseria popular, tan lucrativa desde el punto de vista de los intereses reinantes, impedía el desarrollo de un mercado interno de consumo.

      Potosí brinda el ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío. Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México, vivieron su auge posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el cerro rico de Potosí fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor giraban, de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba trigo, carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba y Tucumán, que lo abastecían de animales de tracción y de tejidos; las minas de mercurio de Huancavelica y la región de Arica, por donde se embarcaba la plata para Lima, principal centro administrativo de la época. El siglo XVIII señala el principio del fin para la economía de la plata que tuvo su centro en Potosí; sin embargo, en la época de la independencia, todavía la población de la región que hoy comprende Bolivia era superior a la que habitaba el actual territorio de la Argentina. Siglo y medio después, la población boliviana es casi seis veces menor que la población argentina.

      Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, solo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes. Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse –si ello no resultara patéticamente inútil– de haber nutrido la riqueza de los países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: «La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación. El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas.

      En sus épocas de auge, al promediar el siglo XVII, la ciudad había congregado a muchos pintores y artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas que imprimieron su sello al arte colonial americano. Melchor Pérez de Holguín, el Greco de América, dejó una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el aliento pagano de estas tierras. Los artistas locales cometían herejías, como el cuadro que muestra a la Virgen María ofreciendo un pecho a Jesús y el otro a su marido. Los orfebres, los cinceladores de platería, los maestros del repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de Potosí con tallas y altares de infinitas filigranas, relumbrantes de plata, y


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