La Revolución francesa y Napoleón. Manuel Santirso

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La Revolución francesa y Napoleón - Manuel Santirso


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      Francia había dejado de ser la primera potencia militar terrestre de Europa, ya que su ejército constaba de unos 180 000 soldados, frente a los 194 000 de Prusia, los 240 000 de Austria o los 300 000 de Rusia. Sin embargo, Luis XVI reinaba en el mayor Estado del continente salvo Rusia, un espacio poblado por unos 28,6 millones de habitantes hacia 1788, frente a los 18,8 de Austria, los 14,2 de Gran Bretaña e Irlanda, los 10,3 de la monarquía hispánica en Europa (más otros tantos en las Indias) o los 5,7 de Prusia.

      Sobre todo, la monarquía francesa atesoraba un gran capital simbólico en su palacio de Versalles. En 1662, Luis XIV había mandado acondicionar el pabellón de caza en los bosques próximos que había heredado de su padre, pero 22 años después abandonó París para instalarse de forma permanente cinco leguas al oeste, en lo que ya era el palacio más impresionante de Europa. Hasta octubre de 1789, Versalles no solo acogió a la casa real y a su abundante servicio, sino sobre todo a la corte francesa, la mayor parte de la cual se alojaba a expensas del fisco en el ala sur del conjunto. En Versalles se daban a conocer las primicias de las artes escénicas, los artistas plásticos labraban su reputación y se disputaban torneos de ingenio en los que se desarrollaban intrigas de todo género. Allí se dictaban las modas, las convenciones de civilización y las líneas maestras de las letras en todo el continente, en una época en que el francés era la lengua universal de la alta cultura, de los estratos sociales superiores y de la diplomacia. Versalles era, en suma, la escena donde la monarquía francesa desplegaba su magnificencia para envidia de los cortesanos y asombro de los súbditos.

Fotografía de parte del palacio de Versalles

      Imagen que muestra la característica forma de «U» central del palacio de Versalles, alojamiento habitual hasta 1789 de la casa real, su servicio y su corte.

      Al subir al trono en 1774, Luis XVI heredó unos dominios coloniales muy exiguos en comparación con las demás potencias marítimas europeas. El reino de Francia tan solo dominaba algunos remotos archipiélagos en el Índico (las Seychelles y las Mascareñas, Mauricio y Reunión, entonces llamadas Île-de-France e Île-Bourbon), algunas ciudades costeras en la India (Mahé, Chandernagore, Pondichéry, Karikal y Yanaon) y unas cuantas islas (Guadalupe, Martinica y Dominica) y factorías en el Caribe (Cayena), además de Saint-Domingue, la mitad oriental de la isla de La Española. A ello había que sumar la base africana de Senegal, esencial para la trata de esclavos.

      La economía de plantación con mano de obra esclava conoció un gran desarrollo en las décadas previas a la revolución, tanto en el Caribe como en el océano Índico. Saint-Domingue era la joya colonial de la Corona, tanto por población como por riqueza: en sus miles de plantaciones se llevaron al extremo las posibilidades de la economía esclavista y se experimentaron los métodos que durante el siglo siguiente se implantarían fuera de allí. La rentabilidad de la caña de azúcar había atraído desde principios del siglo a inmigrantes de la metrópoli, tanto plebeyos como segundones nobles, que propagaron su cultivo hasta convertir a Saint-Domingue en el mayor productor mundial de azúcar: en 1789 se habían alcanzado las 86 000 toneladas, con lo que se cubría más del 30 % del mercado. Aunque los cañaverales siguieron extendiéndose, desde mediados de siglo se asistió a una veloz expansión de los cafetales, que ocuparon las tierras altas del este y llegaron a producir 95 000 toneladas de grano en 1789, con un valor mucho mayor que el del azúcar (122 millones de libras, frente a solo 51 de este). El último cultivo en experimentar un boom fue el algodón, impulsado, al igual que el norteamericano, por la demanda de la industria textil inglesa. Tan rápida expansión acabó en pocos decenios con la tierra fértil y la cobertura forestal de la futura República de Haití. El azúcar y el ron de Saint-Domingue inundaron los mercados europeos para beneficio de los plantadores y de los negociantes metropolitanos franceses, muchos de ellos radicados en los puertos semiprivilegiados (exclusif mitigé) de Burdeos, Nantes, Marsella, Le Havre y La Rochelle.

      Solo un cuarto de siglo antes, las banderas con flores de lis también habían ondeado en grandes espacios de América del Norte, en otras islas del Caribe y en las costas de Madagascar. Incluso se podía hablar de un incipiente Imperio francés en la India. Sin embargo, la monarquía francesa, a menudo aliada con la hispánica, salió derrotada de la larga serie de enfrentamientos armados que mantuvo contra Gran Bretaña, su mayor competidor en la carrera colonial. A veces se alude a estos conflictos como «guerras comerciales», por entender que se hicieron al dictado del pensamiento económico mercantilista, pero el componente geopolítico, de expansión y conquista, tampoco faltó.

      Entre 1754 y 1763 se libró una serie de conflictos entre monarquías europeas que, por primera vez, lucharon simultáneamente en partes muy alejadas del planeta. En rigor, fue la «primera guerra mundial» digna de ese nombre. Su teatro inicial estuvo en América del Norte, donde los colonos franceses que se habían ido asentando en la región de los Grandes Lagos y las Grandes Llanuras, junto con algunas naciones indias, chocaron por enésima vez contra los soldados y los colonos británicos, más sus propios aliados nativos.

      En esta ocasión, sin embargo, las hostilidades se generalizaron, y para 1756 las fuerzas terrestres y navales de Francia e Inglaterra luchaban en todo el mundo, como demuestra el episodio de la conquista francesa de Menorca, entonces propiedad británica. Por su parte, las tropas del rey de Inglaterra instaladas en las colonias de Norteamérica se lanzaron a la conquista del Canadá francés, que completaron en 1759. Hacía ya tres años que la guerra había prendido en el continente europeo —donde se la conoce como guerra de los Siete Años— y enfrentaba a Francia y Gran Bretaña como aliados, respectivamente, de Austria y de Prusia.

      Además de certificar la derrota franco-española (véase recuadro «La Gran Guerra por el Imperio»), la Paz de París de 1763 puso fin al primer imperio colonial francés y elevó a su cenit al primer imperio colonial británico. Fue un vuelco de consecuencias profundas y duraderas, no solo para el devenir político de Francia y Gran Bretaña, sino también para su futuro desarrollo económico.

      La Gran Guerra por el Imperio, 1754-1763

      Mientras los escasos efectivos franceses que permanecían en Norteamérica lanzaban contraofensivas infructuosas, Gran Bretaña reactivaba el teatro de la India, donde había perdido la factoría de Calcuta a manos galas. La ciudad sería reconquistada en 1761 por las fuerzas al mando de Robert Clive, quien además tomó y arrasó la factoría francesa de Pondichéry. Surgía el Raj, la hegemonía británica en el subcontinente indio que perduraría hasta mediados del siglo xx.

      Con la monarquía francesa batida en todas partes, la hispánica abandonó la neutralidad que llevaba observando desde 1748, reactivó el Pacto de Familia de la Casa de Borbón y entró en guerra del lado francés. Sin embargo, eso no cambió las tornas, muy al contrario: sendas expediciones navales británicas tomaron Guadalupe, Martinica y Dominica y ocuparon La Habana y Manila hasta 1763-1764.

      El tratado de paz definitivo se firmó en París en febrero de 1763. En su virtud, Francia devolvió Menorca a Gran Bretaña, le cedió Canadá, los territorios al oeste del Misisipi salvo Nueva Orleans y varias pequeñas Antillas (Tobago, Granada, San Vicente y Dominica), aunque recobró Guadalupe y Martinica. España obtuvo la Luisiana francesa como compensación por la entrega de La Florida a Gran Bretaña y recuperó La Habana y Manila.

      Cuando la rebelión de los colonos británicos en Norteamérica se transformó en la guerra de Independencia (1775-1783), las monarquías francesa e hispánica vieron la oportunidad de devolver el golpe a Gran Bretaña, sin que mediara afinidad alguna con las ideas de los alzados. Aparte de apoyo financiero y diplomático, la monarquía francesa les brindó ayuda militar naval y terrestre, esta última bajo la forma de un contingente a las órdenes del marqués de La Fayette. Aunque Gran Bretaña fue vencida y perdió sus dominios norteamericanos más ricos, Francia no sacó más réditos territoriales de la Paz de París de 1783 que la recuperación de algunas bases marítimas.


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