Pietro y Paolo. Marcello Fois

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Pietro y Paolo - Marcello Fois


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—le preguntó a bocajarro.

      —¿De verdad?

      —Sí, de verdad.

      —No.

      —Pues eso —sentenció Pietro, para precisar que esa admisión hacía inútil continuar con la discusión.

      —¿Pues eso qué? —se obstinó Paolo, buscando su punto débil.

      —¿De qué te vale conocer cosas por los libros si realmente nunca las has visto?

      —Hay un montón de cosas que se pueden conocer sin verlas. Para eso sirven los libros.

      —Para eso —se mofó Pietro—. Yo te voy a llevar a un sitio donde podrás ver un mariane, pero no de esos dibujados —fanfarroneó un poco, como solía hacer desde la parte baja en su camastro cuando estaban a solas y a oscuras en la habitación de Paolo, el cual dormía en su altísima cama—. Pero para eso hay que levantarse antes de que salga el sol y caminar un poco.

      A Paolo esa propuesta le había resultado apetecible precisamente porque le generaba angustia.

      —Si se entera Annica nos mata —se había limitado a decir.

      —Salgamos temprano y volvamos antes de que se levante.

      Y así lo hicieron, se sumergieron en los olores y en los murmullos de esa hora muerta que no es de pleno sueño pero tampoco de plena vigilia. La hora en la que los animales noctámbulos se disponen a canjear la noche por el día y les ceden el paso a todas esas criaturas de aire o de tierra que habitan el cielo o el suelo.

      Hacía frío, en eso no estaba equivocado Paolo, aunque Pietro se había asegurado de que se abrigase bien, demasiado incluso, visto que caminando se entra en calor.

      —Venga, que ya llegamos.

      —Llevas media hora diciéndolo —protestó jadeando Paolo, que ya empezaba a sudar. De un tirón apartó de la barbilla la pesada bufanda.

      —¿Cómo que media hora? Hará diez minutos que empezamos a caminar. Te digo que ya llegamos. Es ahí —señaló un grupo de rocas que rodeaban un pequeño terraplén formando una altiplanicie en miniatura.

      Y efectivamente, una vez alcanzado aquel espacio, bajo la luz tenue de una luna casi llena que se abría paso entre las rígidas ramas de los fresnos y de los espinos, vieron lo que a Paolo le pareció simplemente un desmonte del terreno en la base de una roca.

      —La madriguera.

      Pietro, arrodillándose, se inclinó hasta apoyar la oreja en el suelo. Paolo lo observaba de pie, tratando de respirar lo menos posible. Tras unos segundos de escucha, Pietro metió la mano y toda la muñeca en el interior de un agujero poco más ancho que su antebrazo. Extrajo una criaturilla diminuta que parecía dormida y que emitía un olor nada agradable. Con el dedo índice Pietro le acarició ligeramente el hocico para provocar una reacción que no se produjo.

      —Muerta —constató finalmente.

      Paolo dio un paso atrás, era la primera vez que se encontraba frente a la muerte.

      Mientras tanto, Pietro comenzó a desenterrar otras tres, luego una cuarta cría de zorro sin vida.

      —Todas muertas —dijo.

      Paolo apretó los labios como si estuviera a punto de llorar. Pietro, mirándolo, se dijo a sí mismo que la infancia no dura lo mismo para todos.

      —No llores —le ordenó.

      Paolo aspiraba por la nariz más aire del que podía. Sentía que un azote gélido se abría paso en sus fosas nasales y llegaba aún muy frío hasta la garganta.

      —Las han abandonado —susurró—. Las han abandonado —comenzó a repetir, como si la cuestión fuera exactamente esa: más que la muerte, el abandono.

      A Pietro le quedó claro que con esa expedición corría el riesgo de enseñarle más de lo previsto y que no siempre era una buena idea apartar a Paolo de sus libros.

      —No las han abandonado —afirmó—. La madre habrá muerto en alguna trampa —añadió con ímpetu creciente para tranquilizar a su amigo—. Se habrá ido a buscar alimento y ya no volvió, y si no volvió quiere decir que no ha podido. Venga, vámonos a casa.

      Paolo, a pesar de haber escuchado cada palabra, no se movió. Mantuvo la mirada fija en la pequeña boca abierta de la madriguera.

      —Son solo animales —dijo Pietro como si le leyera el pensamiento.

      —También nosotros —indicó Paolo—. Tengo frío, ¿tú no?

      QUINCE

      También ahora hacía frío. También ahora era invierno, el invierno maduro de enero. El terreno seco exhalaba aromas de corteza y sándalo. Y aturdía por la concentración con la que las exhalaciones eran dirigidas por el viento helado que se colaba entre las ramas, tan secas que crujían. Las hojas de encina parecían lívidas y sangrantes cada vez que la corriente de aire las agitaba. Se habían encarrujado en parte, como si hubieran consumido los últimos residuos de linfa y de ellas ya solo quedaran las fibras petrificadas.

      Igual que los humanos, pensó sin pensar Pietro Carta. Igual que los humanos que al final deben hallar dentro de sí mismos las energías para sobrevivir. Para soportar. Para seguir adelante.

      Ese proceder lo situó frente a su propia vida. ¿No es precisamente eso lo que ocurre en el camino? ¿No es ese su sentido? Hacía casi dos años que no ponía un pie en Nuoro. Desde que Lucia había muerto. Pero quería ver con sus propios ojos a ese señorito de Paolo Mannoni, aun cuando sabía bien lo que quería decirle.

      Solo una hora antes su madre estaba implorándole que no fuera. Sin aventurarse a entrar, desde el otro lado de la puerta de su habitación insistía en que no acudiera a la cita. Pietro terminó de vestirse con calma, sabiendo que ella esperaría fuera en cualquier caso hasta que él saliera.

      —Ya sabes qué clase de gente son —susurró la madre en un momento dado.

      —Precisamente porque lo sé voy a ir —respondió él secamente, aunque sin necesidad de alzar la voz mucho, porque en el silencio compacto de la casa se podía escuchar todo—. Usted no debe preocuparse por nada —añadió por temor a haberse mostrado demasiado brusco.

      Seguidamente se giró hacia el guardarropa para sacar la capa gruesa. Aún no era de día. Su madre, en el recibidor, con la lámpara en la mano, le parecía muy pequeña. Pero no indefensa. Había afrontado con gran determinación el apocalipsis de su familia, y con idéntica determinación afrontaba ahora el nuevo curso de los acontecimientos. La casa en la que su hijo la había acomodado, por ejemplo, ella siempre había tenido que mirarla desde fuera, siempre había tenido que imaginársela. Pero ahora, se lo había dicho Pietro, era suya. Cómo había sucedido era algo que estaba en boca de todo el mundo en Lollove, aunque en presencia de ella nadie osaba decir nada. Su único pesar era que tenía que habitarla casi siempre sola, puesto que no era prudente que Pietro permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio.

      A su marido y a su hijo primogénito se los había llevado la pandemia de gripe hacía apenas dos años. Empezaron con dolor de cabeza, luego pasaron tanto tiempo encamados que las piernas se les volvieron inestables, y luego ya no pudieron volver a levantarse. Ella, Margherita Loddo, hablaba así de ese asunto que decían que había azotado al mundo entero y por ello, decían, debía dejar de comportarse como si hubiera sido la única que había perdido amigos o familiares de esa forma. No obstante, se empeñaban en repetir que si no hubiera sido por Pietro, que se había hecho valer, ella habría acabado mendigando. No era, por supuesto, una mujer que ignorase las cosas; sabía que su nueva y acomodada posición derivaba de «hechos particulares», de haber sabido reaccionar del único modo posible, «ya fuera acertado o equivocado», como decía el único hijo que le quedaba. Y sabía que su vida de fugitivo era una consecuencia de esa reacción. Pero todo esto lo sabía en su fuero interno, y por lo demás se comportaba como


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