Treinta decasilabos descalzos. [Víctor Roura

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Treinta decasilabos descalzos - [Víctor Roura


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sin sangre, aún palpitan.

      Un cuerpo no lo arman dos figuras

      en movimiento; sólo aparentan

      un pétreo enlace, una conjunción

      tonal en perfecta simetría.

      ¿Quién, pregunto, de los sumergidos

      está más compenetrado, más

      inmerso en el otro, ajeno, cuerpo?

      ¿El que ama, tal vez, o el que es amado?

      ¿Puede amar acaso el que es amado

      más que el que ama con todas sus células?

      Quizá pierden menos los que no aman

      (o no pueden amar, que es distinto):

      por eso se dejan querer, débiles;

      por eso sus simulacros cálidos

      pasan por verídicos, genuinos,

      axiomáticos, certificados.

      Pero ellos únicamente saben,

      pueriles e intensos, que el amor

      es sólo un divertimiento extraño:

      ingenuo y recio, urgente e insensato,

      que eso representa muchas veces

      el amor en su hosco anudamiento.

      2

      Huye el torrente de la pasión

      Una hoja, postrada en una lápida,

      tiembla inmovilizada, vencida.

      Breve colibrí en una estampida

      de una dicha domada, invadida.

      Elementos inertes, carnada

      de lenguas mancilladas, morada

      de muertas naturalezas, nada

      retorna al amor ciega, callada,

      sorpresivamente: entonces huye

      el torrente de la pasión, fluye

      el rumor acrisolado, arguye

      el inopinado silencio, huye

      la palabra, el gesto, el reconcomio.

      Conduce el amor al manicomio

      (¿duerme al despertar?, ¿despierta insomnio?,

      ¿celebratorio, enfermizo, momio?),

      pero también a la negra tumba.

      Aturde el sentimiento, retumba

      en la cabeza, arde, explota, zumba:

      nace, vive y de nuevo a la tumba.

      Una hoja, un colibrí, una morada,

      elementos inertes, carnada

      enferma, sorpresiva y callada:

      aprensión invisibilizada.

      3

      Pared blanca con niña en la cuerda

      Dice la gente que las paredes

      se pintan de blanco para darles

      luz a las casas. Puede ser. Yo

      las pinto de blanco por razones

      diferentes. Para que me escriban

      dos o cinco poemas, por ejemplo.

      Una mujer que se dice tonta

      vino a mi casa. Le hablé de barcos

      solitarios que navegan en

      los jardines, de árboles que crecen

      en la palma de la mano izquierda;

      de hormigas que en los anocheceres

      con sus cánticos hacen cosquillas,

      de monstruos que habitan al cerrar

      los ojos. De su desnudez en

      mis labios entreabiertos. Le hablé

      también de los trenes que recorren

      mi cuerpo y de los vientos que silban

      con violencia cada amanecer.

      Pero ella sólo miraba las

      paredes blancas. “Voy a escribir

      un poema”, dijo. Entonces le di una

      pluma, en el preciso momento en

      que un tren empezaba a circular

      en mis brazos rumbo a no sé qué

      destinos. Escribió en la pared:

      “No lo digo porque tú me lo

      dijiste. Cree lo que quieras, pero

      esto es verdad: ese hermoso día

      quise besarte, vive Dios, porque

      sí”. Vi de nuevo la pared blanca.

      Ciertamente, las paredes blancas

      dan más luz a una casa. Apagué

      la lámpara. Y me puse a inventar

      un cuento. Nada más para mí.

      Un relato donde nadie hablara,

      sino sólo se contemplara una

      pared blanca. Ella se tendió, mientras,

      en la alfombra. Para contarse un

      lírico cuento también, supongo.

      Pregunta, de pronto, ¿qué hay detrás

      de esa pared blanca? La miro, a ella.

      Y luego a la pared blanca. Hay una

      niña saltando la cuerda, digo,

      y hay un enloquecido arlequín

      tomando una espumosa cerveza,

      un matemático de una raíz

      cuadrada ocultándose, una dama

      bebiendo agua en ríos silenciosos

      y dos amantes, le digo, amándose

      con violencia edulcorada, como

      nunca lo haremos, mujer, tú y yo.

      4

      Notas sordas, sutiles, de un piano

      Yo no sé si estoy en un desierto

      pero no miro a mi alrededor

      un árbol, tampoco una montaña,

      ni arena en mis pies, ni un ser humano,

      no oigo una voz, no miro una casa,

      ni el bruñido murmullo de un río,

      ni el terso silbido de los pájaros,

      no siento mi cuerpo, ni el sonido

      del viento.

      §

      Me levanto sin prisa.

      Escucho, sordas, las notas de

      un piano: nimias, finas, sutiles.

      Las cortinas se encuentran cerradas.

      La luz del sol está fuera, no entra;

      luz apenas percibida, es nada.

      Oscuridad, tibia oscuridad.

      Quiero dormir con los ojos tensos.

      Pienso


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