Elogio del demonio. Eusebio Ruvalcaba
Читать онлайн книгу.una nube de resina, que bajo el rayo de sol resplandecía como un polvo de oro. Sin quererlo, las notas articularon la melodía de L’Inverno de Le Quatro Stagioni, concierto primigenio de Il Cimento dell’Armonia e dell’Invenzione. Poco a poco le imprimió mayor velocidad a aquellos acordes que paulatinamente sonaron más telúricos a sus oídos. Como ingredientes de una mezcla diabólica —¿el día de mañana se tocaría su obra, lo había pensado siempre, como un mensaje del demonio, y no del gran Dios, como acotaban sus panegíricos?
Ya estaba en un franco delirio, con su larga cabellera al aire, su espada al cinto, regalo de Su Santidad, que se movía al ritmo de ese cuerpo delgado y consumido, cuando vio entrar a Anastasia Lido, con el violín bajo el brazo. Trece años tenía la infanta. A nadie había contemplado como a ella. De nadie se había asombrado tanto. De esa piel en la que parecía adivinarse el rubor de la Venus de Botticelli. De esa mirada que en mucho le recordaba la de Anna Giraud, su amante, la soprano que en exclusiva cantaba las óperas de él y que vivía en una casa contigua a la suya que se comunicaban por un pasadizo secreto. De esa gracia que semejaba extraída de la mujer veneciana por antonomasia, donde se daban la mano donaire y recato. De esa lubricidad de la que se jactaba la elite de las mujeres romanas.
Hizo una caravana delante del maestro y comenzó a tocar. L’Inverno de Le Quattro Stagioni.
Vivaldi se limitó a guardar silencio. Y contemplarla.
Oídos
Apenas en la madrugada, le había dado los últimos ajustes a su concierto para violín. Podía afirmar que por fin estaba listo. Aunque en él todo lo imposible era posible. Lo mismo era capaz de escribir una sinfonía en un par de meses, que tardarse años en terminarla, o de plano no concluirla jamás. Absolutamente imprevisible, quienes lo rodeaban sabían de sus inclinaciones.
Se asomó por la ventana. Delante de él, un camino de tierra flanqueado por piedras se perdía en una tierra pródiga en flores silvestres. Más allá, un bosque de pinos parecía ocultar secretos a los ojos de los profanos. Sibelius afinó la vista hasta descubrir una cascada entre el follaje, hasta el límite de su vista misma. Todas las mañanas la admiraba. Y al parecer el gobierno finés sabía de esa preferencia, porque cuando le adjudicaron aquella propiedad se contempló la perspectiva de que hubiese una caída de agua en las inmediaciones.
Esta situación le producía a Jean Sibelius una profunda alegría. Estaba ahí con su esposa, su violín y su piano, y suficiente papel pautado para escribir música por el resto de su vida. Pero no podía cruzar el perímetro del predio. Es decir, no podía ir a ninguna ciudad vecina.
Estaba encerrado. No hecho preso, pero sí obligado a permanecer en ese sitio. Consciente del temperamento de Sibelius, de su fase explosiva, de que el músico era capaz de tomar cualquier decisión aun a costa de su vida; sabedor de que el ejército ruso podía hacer suya la ciudad de Helsinki en cualquier momento, y de que Sibelius, motivado por su virulento patriotismo, no dudaría en ceñirse la espada y el revólver para defender a su patria, el gobierno había decidido alejarlo de la capital y mantenerlo aislado. Aunque desde luego él no estuviera de acuerdo. De hecho eso era lo que menos importaba.
¿Cómo era posible sobrevivir en ese estado de letargo, en esa inmovilidad obligada?, se preguntaba Sibelius todos los días apenas abría los ojos. Entonces se quedaba sumergido en un silencio letal. Por sus oídos desfilaban las notas de su música, la tensión musical de sus poemas sinfónicos, las pasiones de la mitología nórdica que había vaciado en su música; pero eso no era suficiente. Necesitaba la acción, y ésa no sobrevendría jamás.
Se sirvió un vodka helado. La mitad de un vaso. Lo bebió como si fuera un vaso de agua fría y refrescante. Sacó su cajetilla de cigarros y encendió el único que le quedaba. Pronto lo surtirían de una docena de paquetes. Aspiró la bocanada. Su esposa seguía dormida y eso le facilitaba las cosas. Porque ella ejercía sobre él una presión admonitoria. Cero bebida más cero cigarros igual a más años de vida, solía acribillarlo a la menor oportunidad. Él escuchaba esas palabras y prefería cerrar los oídos. Esos oídos suyos de una sensibilidad pronunciada, se negaban a seguir el hilo de aquella conversación.
Sorbió el vodka una vez más. Esta vez la bebida acarició su pecho como la mano de un muerto.
Se dirigió hacia el piano vertical y puso el cuaderno de papel pautado en el atril. Tecleó varias notas, que a sus oídos empezaron a cobrar la forma de una melodía que había oído de pequeño en los bordes del lago Oulu.
Entonces escuchó los motores.
Era el sonido mortal de aviones bombardero y de aviones caza.
Se dio media vuelta y salió corriendo al exterior. Miró al cielo y localizó los aviones en formación de ataque. Su corazón se aceleró cuando distinguió en el fuselaje la bandera rusa. Se aceleró como si siguiera el ritmo de la muerte. La misión de aquellos aviones era bombardear la ciudad de Helsinki. Con los brazos al cielo, gritó todos los insultos y las amenazas que le vinieron a la boca. ¿Sabría de ese ataque la aviación finesa? Sí, con toda seguridad. Sus oídos recordaron los gritos de los amantes de la música que lo aclamaban por donde pasara. Panaderos que dejaban los hornos, cocheros que suspendían el viaje, médicos que abandonaban al paciente. Cientos de personas que se asomaban al balcón para aclamarlo. Como si se pusieran de acuerdo cuando él se paseaba por aquellas avenidas copiosas de nieve, como si la vida de Jean Sibelius dependiera de la vida de todos, de todos y cada uno de aquellos ciudadanos. Por eso todo mundo había estado de acuerdo en que él se mantuviera muy lejos de aquella capital, que en cualquier momento podía ser bombardeada por los aviones rusos.
Todo mundo estuvo de acuerdo, menos él.
Alcanzó a escuchar los gritos de su esposa que lo llamaba desde el portón: “¡Jean! ¡Jean!”. Tomó una enorme piedra que estaba a su alcance, y la arrojó a los aviones, que parecían infinitos.
En los aposentos reales
Que esperara un poco más. Había quedado con el rey Luis Otón Federico Guillermo de Baviera de compartir el desayuno a las 10 de la mañana en punto. Y ya llevaba cinco minutos de retraso. Pero cinco minutos más no significaba gran cosa. Cuando menos no para él. Que Luis de Baviera esperara.
Aún resentía el vino que había consumido la noche anterior. Como ya se había vuelto costumbre, había compartido con el rey el tinto para uso exclusivo de la realeza. Cómo despreciaba esos detalles. Porque desde luego que se los merecía. Él era Richard Wagner. Y lo que se merecía lo había recibido directamente de las manos de Dios. El rey Luis II de Baviera no era más que un intermediario —y así se lo había dicho en una conversación, y el rey lo había aceptado de buen talante. Que encima el magistrado estaba loco, nadie lo discutía; él no, pero la corte sí. De hecho, no se hablaba de otra cosa en los corredores de aquel palacio.
Todo mundo temía las órdenes cotidianas del rey —a quien el pueblo había apodado el Rey Loco. ¿Qué se le ocurriría ese fin de semana? Imposible saberlo. Capaz de brincarse el protocolo real, no era nada difícil que lo asaltara un capricho al estilo wagneriano, o una travesura de niño callejero. Y de que había que cumplirla, era inminente. Nadie podía olvidar la vez que mandó tapizar de cisnes el lago de Starnberg, el estanque que se encontraba al flanco izquierdo de su palacio y frente al que le gustaba pasar horas leyendo poesía —o intentando él mismo escribirla—, o escuchar música a cargo del cuarteto de cuerdas que lo acompañaba a todas partes. Su vista, pues, se regodeaba en aquellos cisnes que iban de un lado a otro del estanque. Cuando su secretario Pfistermeister —el mismo que se había encargado de localizar a Wagner en un punto perdido en el horizonte de la Europa Central para llevarle la encomienda de que el rey Luis II lo buscaba para poner el reino a sus pies— se atrevió a decirle que si no prefería un matrimonio de cisnes en lugar de esa parvada, montó en cólera y le ordenó al ministro que no se metiera en lo que no le competía. Que lo suyo era la agenda real, y no los gustos personales