La hija oculta. Catherine Spencer

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La hija oculta - Catherine Spencer


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La Grace Kelly de Rosemont High. Por eso es por lo que…

      –¿Qué? –sorprendida por el silencio de Patsy, Imogen se inclinó hacia delante, intrigada–. ¿Qué ibas a decir?

      Patsy se encogió de hombros y colocó una servilleta alrededor de la base de la copa de vino.

      –Solo que, bueno, pensaba que podrías estar con alguien…

      –Pues no.

      –Ya –dando muestras de incomodidad, Patsy continuó jugueteando con la servilleta–. ¿Dónde vives y qué haces?

      Imogen la miró con gesto de curiosidad. La chica que ella había conocido en el colegio, nunca se había quedado sin palabras y, sin embargo, Patsy no sabía qué decir.

      –Trabajo en una empresa de diseño de interiores, en Vancouver.

      –¡Diseño de interiores! –su vivacidad resurgió y sonrió–. Eso es fascinante.

      –Lo único que hago es ayudar a las señoras con dinero a decidir el color de sus cuartos de baño.

      –No creo que hagas sólo eso. Siempre has tenido mucho gusto. Eres la única chica que conozco que puedes hacer que unos simples pantalones vaqueros y una camiseta parezcan lo último en moda.

      –Posiblemente porque la única forma que tenía de convencer a mi madre de que me dejara llevar esa ropa era si era de marca. ¿Y tú qué tal? ¿Te has casado y tienes hijos?

      –No tengo marido, pero sí sobrinos. Dennis tiene siete años y medio y Jack va a hacer seis en octubre. Son adorables, ya los verás –levantó la copa de vino–. ¡Salud! Me alegra verte. Joe se ha ido con los niños a pescar y yo he quedado con algunos compañeros del colegio. Como no tengo coche, va a venir aquí a recogerme.

      Imogen se quedó petrificada, incapaz de emitir una respuesta coherente, ante aquella información que le acababa de dar Patsy. Nunca se habría podido imaginar que Joe pudiera llevar algo parecido a una vida familiar. Si le hubiera caído un rayo, el dolor no habría sido tan agudo.

      –¿Estudiaste para enfermera, como querías? –logró preguntarle, intentando utilizar un tono normal.

      –Sí. Conseguí el título y he estado trabajando en la maternidad de Toronto General desde entonces, cuidando de los niños prematuros. Me encanta, aunque a veces es triste. Pero el milagro de la vida nunca deja de impresionarme, especialmente cuando un niño logra sobrevivir.

      El sol todavía se reflejaba en el lago, pero Imogen estaba perdida en la oscuridad. ¿Cómo era posible que pudiera sentir tanto dolor que le oscureciera la visión y sintiera como si una mano le estuviera estrujando el corazón?

      –Tengo que irme –le dijo, levantándose de la silla, casi de forma violenta.

      –¡Pero si acabas de llegar!

      –Ya lo sé. Pero es que me he acordado de que…

      En sus prisas, se tropezó con una mesa y tiró lo que había sobre ella. A ella se le cayó el bolso y se le abrió el monedero, desperdigándose las monedas por debajo de las mesas.

      Como si hubieran estado esperando que algo parecido pasara, dos niños pequeños salieron de las sombras y empezaron a recoger las monedas, emitiendo gritos de alegría.

      Imogen no tuvo que esperar mucho tiempo para darse cuenta de que había esperado demasiado tiempo para irse. Nadie más que los Donnelly tenían aquel cabello tan negro y los ojos tan azules. Los niños que estaban recogiendo las monedas eran una réplica de Joe. Si ellos estaban allí, Joe no podía estar muy lejos.

      Capítulo 2

      DADLE el dinero otra vez a la señorita, chicos –suave y seductora como el negro satén, la voz de Joe casi le acarició el cuello.

      Si por ella hubiera sido, los niños podrían haberle robado hasta el último céntimo. En ese momento, lo que más le preocupaba era no hacer el ridículo. La última vez que había visto a Joe Donnelly había estado destrozada. No estaba dispuesta mostrar la misma actitud. Si alguien tenía que estar en situación de desventaja, tendría que ser él.

      Ejerciendo una altanería que ni siquiera su madre hubiera podido igualar, Imogen giró su cabeza y le dirigió una mirada por encima del hombro.

      –Ah, hola. Tú eres Joe, ¿no?

      Aquel esfuerzo mereció la pena, sólo por ver cómo se quedaba boquiabierto.

      –¿Imogen? –su voz cambió. Perdió su resonancia de barítono y tomó una tonalidad oxidada.

      –Así es –aunque ella por dentro estaba consumiéndose, le dirigió una mirada implacable y una sonrisa impersonal mientras metía sus cosas en el bolso.

      –Imogen Palmer. Patsy y yo fuimos al colegio juntas y estábamos recordando viejos tiempos.

      –¿Pero qué estás diciendo?

      Sonó como si lo estuvieran estrangulando. Si no hubiera estado tan dolida, habría disfrutado con su desconcierto. Sin embargo, dado que no había otra forma de marcharse de allí, a no ser que fuera saltando por encima de la verja de hierro que separaba el patio del parque, se serenó y lo miró de frente.

      Era guapísimo. Era el hombre que cualquier mujer deseaba. A pesar de la poca claridad que había bajo el toldo, pudo ver que su rostro estaba más cincelado que cuando tenía veintitrés años, definiendo más el carácter del hombre en el que se había convertido. Era un hombre alto, mostrando su orgullo, el rebelde que llevaba dentro controlado, pero no domado.

      –Bueno –dijo ella, dándose la vuelta, antes de que él pudiera leer la desolación que ella estaba segura se reflejaba en su mirada–. Ha sido un placer verte de nuevo, Patsy. Siento no tener tiempo para quedarme a charlar.

      Patsy la miró a ella y después a Joe, su rostro en total estado de confusión.

      –Pero…

      Uno de los chicos extendió una mano un tanto sucia.

      –Aquí tiene su dinero, señorita.

      –Gracias –dijo Imogen, evitando la mirada del niño. No podía mirarlo ni a él ni a su hermano. Pasó al lado de los niños y de Joe–. Siento tener que marcharme tan deprisa, Patsy, pero seguro que nos veremos mañana o pasado. Adiós, Joe. Tienes unos hijos encantadores.

      Confió en hacer una salida digna. Con la espalda recta, trató de moverse con gracia, como una modelo en una pasarela repleta de mesas a las que había que sortear, hasta llegar a la puerta. Sólo después de haber recorrido unos cincuenta metros, a una distancia prudencial del restaurante, se apoyó en la pared que encontró más cerca y se cubrió el rostro con una mano temblorosa.

      De pronto, descubrió que estaba llorando. No de la forma que había llorado cuando Joe Donnelly la había dejado nueve veranos antes. No con la misma desesperación con la que había llorado cuando había salido de la clínica Colthorpe esa misma primavera, con los brazos tan vacíos como su corazón, sino de forma silenciosa.

      De pronto oyó pasos y un sentimiento de premonición se apoderó de ella, advirtiéndole que todavía no estaba a salvo. Un segundo más tarde, descubrió que no se había confundido.

      –No tan rápido, Imogen.

      Un poco confusa, sacó un pañuelo del bolso, se limpió las lágrimas y se sonó la nariz.

      –¿Qué quieres? –le preguntó, agradeciendo la poca luz que había–. ¿Me he olvidado de algo?

      La tocó, poniéndole una mano en el hombro, como si la estuviera arrestando por haber cometido algún delito.

      –Eso parece.

      –¿De verdad? –trató de quitarse su mano de encima, mirando en su bolso con mucha intensidad, como si esperara encontrar una serpiente escondida allí. Cualquier cosa, con tal de no mirarlo–.


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