Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella

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Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella


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subía allí. No porque la asustaran las arañas, grillos y todo tipo de insectos que se refugiaban allí. No tenía problemas con ninguna de las criaturas de Dios, por desagradables que algunas pudieran parecerles al resto del mundo. Lo que le impedía subir era el dolor de los recuerdos agridulces.

      El ático estaba lleno de muebles, cajas de ropa, trastos y tesoros personales de gente que hacía mucho que había dejado ese mundo. Sin embargo, era incapaz de tirarlas o donarlas. Limpiar la habitación y librarse de todo le parecía una especie de violación. Pero aunque era incapaz de separarse de las pertenencias de sus padres y abuelos, subir allí y recordar a personas que ya no formaban parte de su vida diaria le resultaba extremadamente difícil.

      Kayla atesoraba las huellas que habían dejado en su vida, pero odiaba recordar que ya no estaban. Que esa gente que había llenado su infancia y adolescencia de felicidad ya no pudiera compartir su vida.

      Tal vez, si siguieran vivos, no habría pasado por ese terrible periodo en San Francisco…

      Los seis perros, como si percibieran sus sentimientos, se habían quedado inmóviles en las sombras, esperando a que hiciera lo que fuera que tenía que hacer.

      Kayla inspiró profundamente y sintió el cosquilleo del polvo en la nariz.

      Una antigua máquina de coser Singer, que había pertenecido a su bisabuela, ocupaba un rincón como una gran dama, presidiendo sobre todo lo demás. La caña de pescar de su abuelo estaba en otro rincón, cerca del juego de palos de golf de su padre, perfectamente conservados bajo las fundas de punto que había tejido su madre.

      Junto a los palos de golf había un aparato de musculación que había sido de su madre. La madre de Kayla se había enorgullecido mucho de mantener en forma su cuerpo perfecto. Utilizaba la máquina a diario. Kayla apretó los labios para contener las lágrimas que llenaron sus ojos. Al cáncer le había dado igual el aspecto exterior y la había devorado por dentro, dejando a Kayla sin madre a los dieciséis años.

      A los veintidós se había quedado huérfana.

      En la actualidad, su familia eran los perros.

      «Estás poniéndote sensiblera. Déjalo ya», se ordenó.

      Inspiró de nuevo, soltó el aire lentamente y fue hacia un gran baúl que había en el rincón opuesto al que ocupaba la máquina de coser. El baúl tenía su propia historia. Su abuelo había viajado de Irlanda con todas sus posesiones en ese baúl. Cuando desembarcó en Nueva York, descubrió que alguien había saltado los cierres y sacado todo su contenido. Seamus MacKenna se había quedado con el baúl, jurándose que un día lo llenaría con las mejores sedas y satenes.

      En ese momento contenía las cosas de sus padres, mezcladas igual que cuando habían vivido. Para Kayla valían mucho más que las sedas y satenes que había soñado su abuelo.

      El ático gritaba sus recuerdos. Kayla habría jurado que podía ver a sus padres entre las sombras. Sintió dolor de corazón.

      —Os echo de menos —dijo con voz queda. Parpadeó varias veces, sintiendo la humedad que perlaba sus pestañas.

      Todos, en especial su padre, habían sido su inspiración. No recordaba un tiempo en el que no hubiera deseado ser como él, estudiar medicina porque él lo había hecho. Era el hombre más bueno y cariñoso del mundo…

      Pero su apasionado amor por los animales la llevó en una dirección algo distinta y, en vez de médico, se hizo veterinaria. Nunca se había arrepentido de su decisión. Ser veterinaria, junto con el trabajo voluntario que hacía para la Asociación para el Rescate de Pastores Alemanes, le había dado a su vida el sentido que necesitaba.

      Y tenía una ventaja adicional. Ya no se sentía sola, rodeada de sus compañeros de cuatro patas, que se esforzaban por demostrarle su gratitud y su amor.

      Kayla fue hacia el baúl y empezó a abrirlo. Se detuvo y miró a los perros.

      Los pastores alemanes, a pesar de su imagen de duros perros policía, tenían la piel muy delicada y solían sufrir alergias. De los que tenía en casa en ese momento, tres tomaban medicación antialérgica a diario.

      —Debería de haberos dejado abajo —dijo. Pero ya era demasiado tarde—. Bueno, quietos.

      Dijo la última palabra como una orden. Sabía que el adiestramiento de los animales tenía que ser constante, y nunca perdía la oportunidad de reforzar cualquier progreso obtenido. De inmediato, los perros se convirtieron en estatuas. Kayla sonrió para sí y alzó la tapa del baúl.

      Captó una leve oleada del perfume que había utilizado su madre. Aunque pensó que tal vez lo había imaginado.

      Le dio igual. Para ella era real y eso era lo único que importaba. Vio la imagen de su madre riendo. Había mantenido su aspecto saludable hasta casi el final.

      Kayla dejó el candil a un lado y revisó las ropas y recuerdos que había en el baúl. Al fondo había algunos libros de texto de medicina de su padre, que nunca tiraba nada. Encontró el pantalón de peto en un rincón, cerca de los libros.

      A Daniel MacKenna nunca le habían gustado los trajes y corbatas. Solía llevar ropa cómoda bajo la bata blanca. Irónicamente, la semana antes de morir, le había dicho que cuando se fuera entregase su ropa a la tienda de caridad, igual que él había entregado su tiempo y sus servicios cuando tenía un rato libre.

      Pero Kayla había sido incapaz de darlo todo. Por razones sentimentales se había quedado con su viejo pantalón vaquero.

      Lo alzó y sacudió la cabeza. El hombre que había en el sofá iba a perderse ahí dentro. Pero serviría para taparlo. Al fin y al cabo, era un apaño temporal, hasta que su ropa se secara.

      Mientras doblaba la prenda, Kayla tuvo que admitir para sí que preferiría que Alain Dulac siguiera como estaba. Era indudable que bajo el edredón había una magnífico espécimen del género masculino.

      Su madre habría aprobado los músculos esculpidos de sus brazos y los abdominales firmes como una tabla de lavar. Seguramente, pensó Kayla con una sonrisa, su madre habría acabado intercambiando ejercicios de musculación con él y dándole consejos sobre cómo obtener mejores resultados por su esfuerzo.

      Pero no había mucho lugar a mejoras, pensó, con una mueca traviesa. Cerró la tapa del baúl, se inclinó y recogió el candil.

      No había visto ninguna alianza en su mano, pero eso no significaba nada. Muchos hombres no llevaban anillo, y si lo hacían podían quitárselo en determinados momentos. Pero, pensándolo bien, no había visto ningún descoloramiento en su dedo que indicara ese tipo de juegos.

      Aun así, no pudo evitar preguntarse si habría alguien esperando a Alain Dulac en su casa, dondequiera que estuviera.

      Un segundo después se rió de sí misma. Por supuesto que lo habría. Los hombres con el aspecto de Alain Dulac siempre tenían a alguien esperándolos. Ese tipo de cuerpo era un cebo, ni más ni menos. Y seguramente montones de mujeres habían picado.

      «Pero eso da igual», se dijo, saliendo del ático. Esperó a que todos los perros estuvieran con ella y cerró la puerta.

      —Bueno, chicos —anunció, risueña—. Tenemos lo que buscábamos. Vamos abajo.

      Winchester se había quedado a su lado, mirándolo fijamente, todo el tiempo que faltó Kayla. Había intentando acariciarlo, pero cada movimiento había provocado una intensa punzada de dolor en el costado.

      Alain aguzó el oído cuando oyó el crujido de la madera por encima de su cabeza. Ella volvía del ático, gracias a Dios.

      —Tu ama vuelve —le dijo al perro—. Ahora puedes ir a mirarla a ella.

      Alain oyó doce pares de patas y uno de pies bajar las escaleras.

      Le habría encantado incorporarse y recibirla como una persona normal, pero con el más leve movimiento volvía a sentir a los diablillos martillar en su cabeza. Y además sentía un horrible dolor en las costillas.

      Nunca


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