Despertar. Sam Harris
Читать онлайн книгу.Matthieu Ricard describe esta felicidad como «una profunda sensación de florecimiento que surge de una mente excepcionalmente sana».15 El objetivo de la meditación es reconocer que ya tenemos esta mente. Este descubrimiento, a su vez, nos ayuda a dejar de hacer las cosas que provocan confusión y sufrimiento innecesarios para uno mismo y para los demás. Por supuesto la mayoría de las personas nunca llegan a dominar verdaderamente la práctica y no alcanzan esa condición de felicidad imperturbable. Por lo tanto, la meta más cercana será tener una mente cada vez más sana, es decir, mover nuestra mente en la dirección correcta.
Nada tiene de nuevo intentar llegar a ser feliz. Y podemos llegar a serlo, dentro de ciertos límites, sin tener que recurrir para nada a la meditación. Pero no se puede confiar en las fuentes de felicidad convencionales, puesto que dependen de condiciones cambiantes. Es difícil crear una familia feliz, mantener la salud propia y de las personas queridas, ganar dinero y encontrar formas creativas y enriquecedoras de disfrutarlo, cultivar amistades profundas, contribuir a la sociedad de modos emocionalmente gratificantes, perfeccionar múltiples y diversas habilidades artísticas, deportivas e intelectuales… y hacer que la maquinaria de la felicidad funcione un día tras otro. No tiene nada de malo querer sentirse satisfecho en todas las facetas mencionadas, salvo que, si nos fijamos más detenidamente en ello, veremos que hay algo que sigue fallando. Estas formas de felicidad no acaban de ser buenas del todo. Nuestro sentimiento de realización no es duradero. Y el estrés vital continúa.
Entonces, ¿en qué ha de ser maestro un maestro espiritual? Como mínimo, no sufrirá ciertas ilusiones cognitivas y emocionales; sobre todo no se sentirá identificado con sus pensamientos. Insisto en que ello no significa que esta persona deje de pensar, sino que ya no sucumbirá a la primaria confusión que provocan los pensamientos en la mayoría de nosotros: ya no sentirá que existe un yo interior que es quien piensa esos pensamientos. Esta persona mantendrá naturalmente una apertura y una serenidad mental que la mayoría de nosotros alcanzamos solo durante breves momentos, incluso tras años de práctica. Sigo siendo agnóstico respecto a si hay alguien que haya logrado mantener este estado permanentemente, pero por experiencia directa sé que es posible estar mucho más iluminado de lo que suelo estar.
El hecho de que la iluminación sea o no un estado permanente no tiene que detenernos. Lo crucial es que vislumbremos algo sobre la naturaleza de la conciencia que nos libere del sufrimiento en el momento presente. Solo con reconocer la impermanencia de nuestros estados mentales –profundamente, no solo como una idea–, podemos transformar nuestra vida. Todos y cada uno de los estados mentales que hemos tenido han surgido y luego se han desvanecido. Este es un hecho en primera persona –pero, pese a ello, es un hecho que cualquier ser humano podrá confirmar fácilmente–. No tenemos que saber nada más sobre el cerebro o sobre la relación entre la conciencia y el mundo físico para entender esta verdad sobre nuestra propia mente. La promesa de una vida espiritual –de hecho, exactamente lo que la hace espiritual en el sentido que invoco en este libro– es que hay verdades sobre la mente que es mejor que conozcamos. Lo que necesitamos para ser más felices y para hacer que el mundo sea un lugar mejor no son más ilusiones piadosas, sino una comprensión más clara de cómo son las cosas.
En el momento en que admitimos la posibilidad de llegar a tener una perspectiva contemplativa –y de entrenar nuestra mente para lograr ese objetivo–, tenemos que reconocer que la gente cae naturalmente en diferentes puntos en el continuo entre la ignorancia y la sabiduría. Parte de esta franja se considerará «normal», pero que sea normal no quiere decir que necesariamente sea un espacio en el que sentirse feliz. Al igual que el cuerpo y las capacidades físicas de las personas pueden refinarse –los atletas olímpicos no son normales–, la vida mental puede profundizarse y ampliarse mediante la capacidad y el entrenamiento. Esto es casi evidente, pero sigue siendo un punto polémico. Nadie duda cuando se trata de admitir el papel de la capacidad y el entrenamiento en el contexto de las actividades físicas e intelectuales; nunca he conocido a nadie que niegue que algunos de nosotros somos más fuertes, o más atléticos, o más sabios que otros. Sin embargo, a muchas personas les cuesta reconocer que existe un continuo de sabiduría moral y espiritual o que existan formas mejores y peores de transitarlo.
Así pues, las fases del desarrollo espiritual parecen inevitables. Igual que crecemos físicamente para llegar a adultos –y durante el proceso puede haber fallos en la maduración, o podemos enfermar o sufrir accidentes–, nuestra mente también se va desarrollando gradualmente. No podremos aprender habilidades sofisticadas como el razonamiento silogístico, el algebra o la ironía hasta que hayamos adquirido otras habilidades básicas. En mi opinión la vida espiritual no puede empezar hasta que no haya madurado lo suficiente la vida física, mental, social y ética. Tenemos que aprender a usar el idioma antes de poder trabajar con él creativamente o entender sus límites, lo mismo que el yo convencional tiene que estar formado antes de poder investigarlo y entender que no es lo que parece que es. La habilidad para examinar el contenido de la propia conciencia con claridad, desapasionada y no discursivamente, con la suficiente atención como para darnos cuenta de que no existe ningún yo interior, es una técnica muy sofisticada. Y, sin embargo, el mindfulness básico se puede empezar a practicar desde la más tierna infancia. Muchas personas, entre ellas mi esposa, han logrado enseñársela a niños de seis años. A esa edad –y a todas las edades a partir de ese momento– puede ser una poderosa herramienta para la autorregulación y la autoconciencia.
Hace tiempo que los contemplativos ya han entendido que los hábitos mentales positivos es mejor verlos como habilidades que la mayoría aprendemos imperfectamente mientras nos acercamos a la edad adulta. Es posible llegar a ser personas más concentradas, más pacientes y más compasivas de lo que seríamos naturalmente y hay muchas maneras de aprender a ser feliz en este mundo. Son verdades que la ciencia psicológica occidental ha comenzado a explorar hace muy poco.
Existen personas que están felices en medio de privaciones y peligros, mientras que otras se sienten miserables, a pesar de tener toda la suerte del mundo. Ello no quiere decir que las circunstancias externas no importen. Pero es nuestra mente, más que las circunstancias, lo que determina la calidad de nuestra vida. Nuestra mente es la base de todo lo que experimentamos y de todas las contribuciones que hacemos a la vida de los demás. Teniendo en cuenta este hecho, merece la pena entrenarlo.
Por lo general, los científicos y los escépticos creen que las clásicas afirmaciones de los yoguis y los místicos deben de ser exageradas o simplemente engañosas y que el único propósito racional de la meditación se limita a la convencional «disminución del estrés». Por el contrario, los que se dedican a estudiar seriamente estas prácticas a menudo insisten en que hasta las afirmaciones más extravagantes de los maestros espirituales, o las que se hacen sobre ellos, son ciertas. Lo que yo intento es llevar al lector por un camino intermedio entre los dos extremos: un camino que protege nuestro escepticismo científico, pero que a la vez reconoce que es posible transformar de forma radical nuestra mente.
En cierto modo, el concepto budista de iluminación es realmente el epítome de la «disminución del estrés», y dependiendo de cuánto estrés disminuamos, los resultados de la práctica parecerán más o menos profundos. De acuerdo con las enseñanzas budistas, los seres humanos tienen una visión distorsionada de la realidad, que los lleva a un sufrimiento innecesario. Nos aferramos a placeres transitorios. Nos entristecemos por el pasado y nos inquietamos por el futuro. Seguimos intentando apoyar y defender a un yo egoísta que no existe. Todo esto provoca estrés y la vida espiritual es un proceso mediante el que desenmarañamos progresivamente nuestra confusión y acabamos con el estrés. Según la visión budista, viendo las cosas tal como son dejamos atrás nuestros sufrimientos habituales y nuestra mente se abre a estados de bienestar que son intrínsecos a la naturaleza de la conciencia.
Desde luego hay personas que dicen estar encantadas con el estrés y parecen entusiasmadas viviendo según la lógica que el estrés impone. Las hay que incluso encuentran placer en imponerlo a los demás. Se atribuye a Genghis Khan las palabras siguientes: «La mayor felicidad consiste en dispersar al enemigo y ponerlo frente a ti, ver sus ciudades reducidas a cenizas, ver a los que ama bañados en lágrimas y tener entre tus brazos a sus esposas e hijas». La gente da muchos significados a palabras como felicidad y no todos son compatibles entre sí.