Despertar. Sam Harris

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Despertar - Sam Harris


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ha renunciado a su carrera y a sus posesiones materiales y se ha recluido en una cueva o en otro lugar inhabitable para las aspiraciones ordinarias.

      Una clave para entender hasta qué punto sería desalentador para la mayoría de las personas un proyecto de tales características es el hecho de que el confinamiento en soledad –que es básicamente de lo que estamos hablando– se considera un castigo dentro de una cárcel de máxima seguridad. La mayoría de nosotros preferimos vivir en compañía de otros, aunque nos obliguen a vivir entre asesinos y violadores, que pasar un periodo de tiempo significativo solos en una habitación. Sin embargo existen personas dedicadas a la contemplación en muchas tradiciones que aseguran experimentar un bienestar psicológico extraordinariamente profundo al vivir en soledad durante largos periodos de tiempo. ¿Cómo interpretamos este hecho? O bien la literatura contemplativa es un catálogo de engaños religiosos, psicopatologías y fraudes deliberados, o desde hace siglos hay gente que ha tenido experiencias liberadoras bajo el nombre de «espiritualidad» y «misticismo».

      A diferencia de muchos ateos, he pasado gran parte de mi vida buscando experiencias de las que dan origen a las religiones del mundo. A pesar de los penosos resultados de mis primeros y pocos días en las montañas de Colorado, más tarde estudié con muchos monjes, lamas, yoguis y otros contemplativos algunos de los cuales habían vivido durante décadas recluidos sin hacer nada más que meditar. A lo largo de este proceso, pasé dos años en un retiro de silencio (en incrementos de una semana a tres meses), practicando diferentes técnicas de meditación entre doce y dieciocho horas al día.

      Doy fe de que cuando uno guarda silencio y medita durante semanas o meses seguidos, sin hacer nada más –ni hablar, ni leer, ni escribir, solamente dedicado a un esfuerzo sostenido para observar el contenido de la conciencia– tiene experiencias a las que generalmente no tienen acceso quienes no han realizado prácticas de esta índole. Creo que tales estados mentales tienen mucho que decir sobre la naturaleza de la conciencia y las posibilidades del bienestar humano. Dejando aparte la metafísica, la mitología y los dogmas sectarios, lo que han descubierto los contemplativos a lo largo de la historia es que existe una alternativa a ese permanecer siempre bajo el hechizo de la conversación que uno mantiene consigo mismo; existe una alternativa a esa identificación con el siguiente pensamiento que nos asalta la conciencia. Y al vislumbrar esta alternativa se desvanece la convencional ilusión del yo.

      La mayoría de tradiciones espirituales también sugieren que existe una conexión entre la autotrascendencia y el vivir de forma ética. No todos los buenos sentimientos tienen una valencia ética y seguramente existen formas de éxtasis patológicas. Por ejemplo, no me cabe la menor duda de que muchos terroristas suicidas se sienten muy bien justo antes de activar la bomba en medio de una multitud de personas. Pero también hay formas de placer mental que son intrínsecamente éticas. Como he dicho antes, aplicada a algunos estados de conciencia, una expresión como «amor ilimitado» no es ninguna exageración. Sin duda es incómodo para las fuerzas de la razón y la laicidad que si alguien se levanta mañana sintiendo amor infinito por todos los seres vivos, las únicas personas que probablemente reconozcan la legitimidad de dicha experiencia sean representantes de una u otra religión de la Edad de Hierro o de culto new age.

      La mayoría de nosotros somos mucho más listos de lo que aparentamos ser. Sabemos cómo mantener en orden nuestras relaciones personales, sabemos utilizar bien el tiempo, sabemos mejorar nuestra salud, adelgazarnos, aprender valiosas habilidades y solucionar muchos otros acertijos que nos plantea la existencia. Pero incluso seguir el camino de la felicidad, un camino recto y abierto, es difícil. Si nuestro mejor amigo nos preguntara cómo puede llevar una vida mejor, probablemente tendríamos un montón de cosas útiles que decirle, pero lo más seguro es que nosotros no hiciéramos ninguna de ellas. En cierto modo, la sabiduría no es nada más profundo que la capacidad para seguir nuestro propio consejo. Sin embargo, la naturaleza de nuestra mente tiene aspectos mucho más hondos que conocer. Lamentablemente, el debate sobre ellos se ha producido por completo en el contexto de la religión y, por lo tanto, se han visto envueltos en falacias y supersticiones a lo largo de toda la historia de la humanidad.

      El problema de hallar la felicidad en este mundo llega con nuestra primera respiración –y nuestras necesidades y deseos parecen multiplicarse por minutos–. Estar en presencia de un niño pequeño es ser testimonio de una mente expuesta incesantemente al gozo y a la tristeza. A medida que vamos creciendo, puede que nuestras risas y lágrimas sean menos gratuitas, pero continúa ese mismo proceso de cambio: a un agitado complejo hecho de pensamientos y emociones le sigue otro, como las olas del océano.

      Buscar, encontrar, mantener y salvaguardar nuestro bienestar es el gran proyecto al que nos dedicamos todos, tanto si pensamos en estos términos como si no. Ello no significa que queramos el mero placer o una vida lo más fácil posible. Muchas cosas requieren un extraordinario esfuerzo para que se cumplan y algunos de nosotros aprendemos a disfrutar de esta lucha. Todo atleta sabe que ciertos tipos de dolor pueden ser exquisitamente placenteros. El dolor provocado por el levantamiento de pesas, por ejemplo, sería insoportable si fuera el síntoma de una enfermedad terminal. Pero al estar asociado a salud y buena forma, la mayoría de atletas disfrutan con él. Aquí vemos que la cognición y la emoción no están separadas. Nuestra forma de pensar en la experiencia puede determinar por completo nuestra forma de sentirla.

      Y siempre nos enfrentamos a tensiones y equilibrios. En algunos momentos ansiamos la excitación y en otros el descanso. Tal vez nos guste el sabor del vino y el chocolate, pero seguramente no para desayunar. Sea cual sea el contexto, nuestra mente está en perpetuo movimiento, por lo general orientada hacia el placer (o su imaginada fuente) y alejándose del dolor. No soy el primero en darse cuenta de esto.

      Nuestra lucha para navegar por el espacio de posibles dolores y placeres produce la mayor parte de la cultura humana. La ciencia médica trata de prolongar nuestra salud y reducir el sufrimiento asociado a la enfermedad, la edad y la muerte. Todo tipo de medios de comunicación atienden a nuestra sed de información y entretenimiento. Las instituciones políticas y económicas tratan de garantizar una pacífica y mutua colaboración entre las personas –y cuando no lo consiguen se llama a la policía o a los militares–. Además de asegurar nuestra supervivencia, la civilización es una vasta máquina inventada por la mente humana para regular sus estados. Siempre estamos creando y reparando el mundo en el que nuestra mente quiere estar. Y miremos a donde miremos, vemos las pruebas de nuestros éxitos y nuestros fracasos. Lástima que el fracaso goce de una ventaja natural. Las respuestas erróneas a cualquier problema superan con creces las correctas, y al parecer siempre será más fácil romper las cosas que arreglarlas.

      A pesar de la belleza de nuestro mundo y del alcance de los logros humanos, es difícil no preocuparse por que las fuerzas del caos triunfen… no solo al final, sino a cada momento. Nuestros placeres, por muy refinados o fáciles de conseguir que sean, son fugaces por su propia naturaleza. Empiezan a desvanecerse en el preciso instante en que aparecen, solo para ser sustituidos por un nuevo deseo o un sentimiento de malestar. Somos incapaces de parar de comer nuestra comida favorita antes de que, al cabo de un momento, nos sintamos tan llenos que casi necesitemos la atención de un cirujano –y sin embargo, por una peculiaridad de la física, todavía nos queda espacio para postres–. El placer de los postres dura unos segundos y el sabor que nos habían dejado en la boca será desterrado por un sorbo de agua. El calor del sol sobre la piel es un placer, pero enseguida resulta excesivo. Ponerse a la sombra nos alivia inmediatamente, pero tras un par de minutos, la brisa es un poco demasiado fría. ¿No tendrás un jersey en el coche? Vamos a verlo… Sí, aquí tienes uno. Ahora ya no tenemos frío, pero nos damos cuenta de que el jersey conoció mejores épocas. ¿Pensarán que eres un despreocupado o un desaliñado? Quizás ya va siendo hora de ir a comprar uno nuevo. Y así siempre.

      Es como si lo único que hiciéramos fuera dar tumbos entre querer y no querer. Y así, la pregunta surge naturalmente: ¿la vida es algo más que esto? ¿Será posible sentirnos mucho mejor (en todos los sentidos de mejor) de lo que nos solemos sentir? ¿Será posible encontrar logros duraderos a pesar de la inevitabilidad de los cambios?

      La vida espiritual empieza con la sospecha de que la respuesta a esas preguntas bien podría ser «sí». Y el verdadero practicante espiritual


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