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Читать онлайн книгу.preferiría hacerse una endodoncia antes que ponerse pintalabios.
–Es una rueda pinchada.
Nevada señaló a las otras mujeres.
–Annabelle Weiss, la nueva bibliotecaria, y Heidi Simpson. Heidi y su abuelo han comprado Castle Ranch.
–La cabrera. He oído hablar de ti. Haces un queso fantástico.
–Gracias.
–Y ella es Chantal Dixon.
Charlie miró a Nevada.
–No me creo que hayas pronunciado ese nombre.
–Es que es muy bonito –dijo Nevada sonriendo.
–No me obligues a hacerte daño –se giró hacia las otras dos mujeres–. Llamadme «Charlie» y todas nos llevaremos bien.
–¿Por qué no te gusta tu nombre? –preguntó Heidi.
–¿Tengo pinta de llamarme «Chantal»? Mi madre tenía delirios de grandeza en lo que respectaba a mí. Esperaba que fuera a ser pequeña y delicada como ella, pero salí a mi padre. ¡Gracias a Dios! –caminó hacia el coche–. Esto parece muy sencillo.
–Íbamos a llamar a la grúa para que nos echaran una mano –murmuró Annabelle, que apenas le llegaba a Charlie a la altura del hombro.
Charlie sacudió la cabeza.
–Es una rueda pinchada, chicas, no el fin del mundo.
Todas se miraron.
–Se me da muy bien reparar graneros –dijo Heidi.
–Pero eso no sirve de nada si quieres conducir –Charlie se giró hacia Nevada–. Tú deberías saber cómo hacerlo, tienes tres hermanos.
–Mis tres hermanos son la razón de que nunca haya tenido que preocuparme por mi coche –dijo alegremente Nevada antes de reírse por el gesto tan serio que puso Charlie–. Sí, podría haber aprendido a cambiar una rueda, pero preferí no hacerlo. Si te sirve de algo, soy genial con las excavadoras.
–Estáis dándole a las mujeres una mala reputación –dijo Charlie–. Tengo que daros clases sobre cómo ser autosuficientes. Seguro que tampoco sabéis arreglar un grifo que gotea.
–Yo sí que puedo hacer eso –dijo Nevada–. Se me dan mucho mejor las reparaciones domésticas que los coches.
–Pero eso ahora mismo no sirve de nada.
Nevada se inclinó hacia Annabelle y Heidi, y dijo:
–No suele ser tan gruñona.
–Sí, sí que lo soy –contestó bruscamente Charlie mientras abría el maletero–. Por lo menos tienes un neumático de repuesto. Vale, a ver vosotras tres, vamos a hacer esto juntas. Os iré diciendo lo que tenéis que hacer.
–Yo ya llego tarde al trabajo –dijo Nevada yendo hacia su coche–, así que no voy a poder quedarme.
Charlie sacudió la cabeza.
–Ni lo sueñes. Hoy todas vais a aprender algo.
–Los chicos de la obra me han metido una serpiente en el coche y no me ha importado. ¿Eso cuenta?
–¿Era venenosa?
–No.
–Entonces no cuenta. Vamos. Poneos a mi alrededor –sacó una herramienta con forma de «X»–. ¿Alguien sabe lo que es esto?
Jo terminó de cargar las botellas de vodka, aplastó la caja y la dobló antes de meterla en el cubo de reciclaje. Era una cálida y soleada tarde de verano, esa clase de día en el que a casi todos les apetecería estar en la calle y no metidos en un bar. A casi todos menos a ella. Dejó atrás el brillante cielo azul y se metió en la tranquilidad de su negocio.
Todo iba bien, pensó contenta. Tenía una buena y constante clientela que hacía que su cuenta bancaria gozara de buena salud y que le permitía ahorrar un poco cada mes para emergencias, para la jubilación y cosas así. Tenía un gato al que adoraba y muchas amigas. Una buena vida, pensó con un leve sentimiento de culpabilidad.
Había oído que la gente que tenía mucho éxito a veces se sentían como impostores. Les preocupaba que les dijeran que su buena fortuna no era más que un error, que no tenían talento, y a veces ella se sentía así. No en lo que concernía a su trabajo, sino en lo que respectaba a su vida.
Nunca se había imaginado que pudiera estar tan tranquila, tan feliz. No se había esperado encontrarse una cálida y hospitalaria comunidad, ni tener amigas y una bonita casa. La verdad era que no se lo merecía, pero no había forma de evitarlo.
Fue hacia la cocina donde Marisol, su cocinera a tiempo parcial, estaba metiendo aguacate en un cuenco para preparar guacamole.
–¿Lo tienes todo?
La diminuta mujer, que tendría unos cincuenta y tantos años, le sonrió.
–Siempre me lo preguntas y siempre te digo que todo va bien. Los proveedores son gente buena. Hacen los repartos cuando lo dicen.
–Me gusta asegurarme.
–Te gusta mantenerlo todo bajo control –Marisol arrugó la nariz–. Necesitas un hombre.
–Eso llevas diciéndomelo años.
–Y sigo teniendo razón –comenzó a hablar en español y probablemente lo que estaba diciéndole era que todos sus problemas podrían resolverse con el amor de un hombre.
–Pero tú no eres nada objetiva. ¿Con cuántos años te casaste? ¿Con doce?
–Dieciséis. Hace casi cuarenta años y ya tenemos ocho nietos. Tú deberías tener la misma suerte.
–Debería, pero no la tengo. Y, además, así estoy bien.
–«Bien» no significa «feliz».
A ella «bien» le parecía suficiente, pensó mientras se dirigía a la barra. Estar «bien» la hacía sentirse segura y le permitía dormir. Si tuviera mucha felicidad en su vida, le preocuparía que alguna fuerza equilibrante quisiera castigarla arrebatándole algo de esa felicidad. Por eso prefería estar «bien», sin más. Así estaba segura.
Escribió el especial de la hora feliz del día en la pizarra y encendió la televisión. En la pausa entre el almuerzo y la hora feliz disfrutaba de ese momento de tranquilidad, pero pronto los clientes empezarían a llegar.
La puerta se abrió y un hombre entró. Jo reconoció a Will Falk y no supo si eso la agradó o la molestó.
–¿Qué tal? –preguntó él yendo hacia ella.
–Bien –Jo puso una servilleta sobre la barra–. ¿Qué te sirvo?
–He venido para ver si podía ayudarte a montar los juguetes.
–Ya lo he hecho. Hoy han venido dos niños a la hora del almuerzo y lo han pasado genial.
–Me alegra oírlo –se sentó en un taburete–. Me tomaré una cerveza, de la que tengas en el barril. ¿Quieres acompañarme?
–No bebo mientras trabajo.
–Yo no soy mucho trabajo.
–Lo siento, pero no –le respondió con una leve sonrisa.
Era un buen tipo, probablemente uno de esos hombres a los que le gustaban los deportes, una buena comida casera y que se conformaba con tener sexo dos veces por semana. Había aprendido a hacer juicios rápidos y acertados sobre la gente, y suponía que él no engañaba ni jugando a las cartas, ni a las mujeres, que tenía muchos amigos y que se regía por un fuerte código moral.
No era alguien con quien pudiera tener una relación, definitivamente no.
Dejó el vaso de cerveza frente a él y fue hacia el otro lado de la barra.
–¿Es