Amor clandestino. Кэтти Уильямс

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Amor clandestino - Кэтти Уильямс


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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1999 Cathy Williams

      © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Amor clandestino, n.º 1132- enero 2021

      Título original: Wife for Hire

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

      Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1375-097-2

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      DESDE el mismo momento en el que Rebecca Ryan abrió los ojos aquella mañana, supo que aquel día iba a ser uno de los peores días de su carrera docente.

      Por naturaleza, ella no era una mujer proclive a dejarse llevar por su imaginación pero, durante unos segundos, deseó poder cerrar los ojos y esperar a que aquel día pasara. Por el contrario, se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño. Un largo baño la preparaba, normalmente, para los desafíos de dar clase en un internado para chicas.

      Rebecca adoraba su trabajo, a pesar de la visión negativa de la señora Williams, la directora, excepto en un día como aquel. Mientras se remojaba en el baño, deseaba haber elegido otra carrera menos estresante.

      Con un suspiro, no pudo evitar lo que había pasado en las treinta y seis últimas horas. Como no había una panacea que le ayudara a olvidar lo ocurrido, decidió ponerse a buscar una solución para el problema que tenía encima. La primera parte ya había sido resuelta, a pesar de la conmoción inicial.

      La segunda iba a ser la más difícil. Rebecca sabía por experiencia que los padres no eran del todo razonables cuando se tenían que enfrentar a las travesuras. Al principio, solían reaccionar con incredulidad y luego se recriminaban a sí mismos. Finalmente, terminaban por echarle la culpa de todo al que estaba más cerca, persona que solía ser el profesor.

      Rebecca, cuya altura excedía con mucho la longitud de la bañera, decidió que durante la entrevista sería firme, práctica y tan implacable como una roca. Tendría mucho cuidado en guardarse para ella sus opiniones personales para no provocar situaciones incómodas.

      Una vez que hubo decidido su modo de actuar, se puso a pensar lo que se pondría para la reunión. Normalmente, en su faceta de profesora, se solía poner la ropa más cómoda que encontraba. Faldas y camisas amplias, zapatos lisos y colores suaves. Siempre trataba de ponerse prendas que la hicieran parecer más pequeña. Una altura de casi metro ochenta y unas curvas más que generosas no le parecía lo más apropiado para la docencia.

      Sin embargo, aquel día decidió aprovecharse de su estatura para poder rechazar los ataques a los que pudiera someterla el padre de Emily Parr. Sabía que muchas veces era capaz de intimidar a los hombres e, incluso, con los hombres con los que había salido en el pasado, había acabado por desarrollar un instinto de protección. Hacía mucho tiempo que había asumido que a los únicos hombres a los que atraía era a los que les gustaban las mujeres dominantes. Era inútil decirles que lo último que ella quería era dominarlos o ejercer de madre.

      Rebecca se puso un traje gris oscuro que la hacía tener una presencia algo intimidatoria y un par de zapatos de vestir, con un tacón de unos cinco centímetros. Entonces, se miró en el espejo con ojos críticos. Definitivamente, aquel atuendo era el más adecuado para una situación difícil. Y, por lo que la señora Williams le había contado del padre de Emily, iba a necesitar toda la ayuda que pudiera conseguir.

      El padre de Emily solo había aparecido una vez por la escuela en los dos años que Emily llevaba en el internado y había sido para quejarse de sus notas. Incluso la señora Williams había perdido entonces su ya legendaria calma. Entonces, ¿cómo iba a reaccionar aquel hombre en aquella ocasión?

      Rebecca se miró de nuevo al espejo y, por una vez, se sintió agradecida de lo que vio. Era una mujer de imponente estatura, de rostro atractivo y gran determinación en los ojos azules y, con el pelo castaño rojizo recogido en un moño, tenía el aspecto de una persona a la que un rival consideraría con respeto.

      Quince minutos más tarde, Rebecca se dirigió a la oficina de la directora mientras miraba las clases y pedía que la suya se estuviera comportando bien con el señor Emscote, el profesor de inglés, que tenía tendencia a perder la calma cuando se veía delante de un montón de chicas entusiastas.

      La señora Williams la estaba esperando en su despacho. Estaba de pie, al lado de la ventana, y parecía algo nerviosa.

      —Está a punto de llegar. Por favor, siéntate, Rebecca —le dijo la directora, mientras ella misma tomaba asiento—. Ya le he dicho a Sylvia que se asegure


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