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de apartarse de Dios —este pueblo me honra con los labios, pero su corazón se encuentra lejos de mí[36]—, se fabrica una imagen de la Iglesia, que no guarda relación alguna con la que fundó Cristo. Hasta el Santo Sacramento del Altar —la renovación del Sacrificio del Calvario— es profanado, o reducido a un mero símbolo de la que llaman comunión de los hombres entre sí. ¡Qué sería de las almas, si Nuestro Señor no hubiese entregado por nosotros hasta la última gota de su Sangre preciosa! ¿Cómo es posible que se desprecie ese milagro perpetuo de la presencia real de Cristo en el Sagrario? Se ha quedado para que lo tratemos, para que lo adoremos, para que, prenda de la gloria futura, nos decidamos a seguir sus huellas.
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Estos tiempos son tiempos de prueba y hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese[37], que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles. La Iglesia no tiene por qué empeñarse en agradar a los hombres, ya que los hombres —ni solos, ni en comunidad— darán nunca la salvación eterna: el que salva es Dios.
Amor filial a la Iglesia
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Hace falta hoy repetir, en voz muy alta, aquellas palabras de San Pedro ante los personajes importantes de Jerusalén: este Jesús es aquella piedra que vosotros desechasteis al edificar, que ha venido a ser la principal piedra del ángulo; fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro: pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos salvarnos[38].
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Así hablaba el primer Papa, la roca sobre la que Cristo edificó su Iglesia, llevado de su filial devoción al Señor y de su solicitud hacia el pequeño rebaño que le había sido confiado. De él y de los demás Apóstoles, aprendieron los primeros cristianos a amar entrañablemente a la Iglesia.
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¿Habéis visto, en cambio, con qué poca piedad se habla a diario de nuestra Santa Madre la Iglesia? ¡Cómo consuela leer, en los Padres antiguos, esos piropos de amor encendido a la Iglesia de Cristo! Amemos al Señor, Nuestro Dios; amemos a su Iglesia, escribe San Agustín. A Él como a un Padre; a Ella, como a una madre. Que nadie diga: “sí, voy todavía a los ídolos, consulto a los poseídos y a los hechiceros, pero no dejo la Iglesia de Dios, soy católico”. Permanecéis adheridos a la Madre, pero ofendéis al Padre. Otro dice, poco más o menos: “Dios no lo permita; yo no consulto a los hechiceros, no interrogo a los poseídos, no practico adivinaciones sacrílegas, no voy a adorar a los demonios, no sirvo a los dioses de piedra, pero soy del partido de Donato”. ¿De qué sirve no ofender al Padre si Él vengará a la Madre, a quien ofendéis?[39]. Y San Cipriano había declarado brevemente: no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre[40].
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En estos momentos muchos se niegan a oír la verdadera doctrina sobre la Santa Madre Iglesia. Algunos desean reinventar la institución, con la locura de implantar en el Cuerpo Místico de Cristo una democracia al estilo de la que se concibe en la sociedad civil o, mejor dicho, al estilo de la que se pretende que se promueva: todos iguales en todo. Y no se convencen de que, por institución divina, la Iglesia está constituida por el Papa, con los obispos, los presbíteros, los diáconos y los laicos, los seglares. Eso lo ha querido Jesús.
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La Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica. Sociedad jerárquicamente organizada la llama el Concilio Vaticano II[41], donde los ministros tienen un poder sagrado[42]. La jerarquía no solo es compatible con la libertad, sino que está al servicio de la libertad de los hijos de Dios[43].
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El término democracia carece de sentido en la Iglesia, que —insisto— es jerárquica por voluntad divina. Pero jerarquía significa gobierno santo y orden sagrado, y de ningún modo arbitrariedad humana o despotismo infrahumano. En la Iglesia el Señor dispuso un orden jerárquico, que no ha de transformarse en tiranía: porque la autoridad misma es un servicio, como lo es la obediencia.
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En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia. Pero esa igualdad radical no entraña la posibilidad de cambiar la constitución de la Iglesia, en aquello que ha sido establecido por Cristo. Por expresa voluntad divina tenemos una diversidad de funciones, que comporta también una capacitación diversa, un carácter indeleble conferido por el Sacramento del Orden para los ministros sagrados. En el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar.
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Permitidme esta insistencia machacona, las verdades de fe y de moral no se determinan por mayoría de votos: componen el depósito —depositum fidei— entregado por Cristo a todos los fieles y confiado, en su exposición y enseñanza autorizada, al Magisterio de la Iglesia.
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Sería un error pensar que, como los hombres han adquirido quizá más conciencia de los lazos de solidaridad que los unen mutuamente, se deba modificar la constitución de la Iglesia, para ponerla de acuerdo con los tiempos. Los tiempos no son de los hombres, sean o no eclesiásticos; los tiempos son de Dios, que es el Señor de la historia. Y la Iglesia puede dar la salvación a las almas, solo si permanece fiel a Cristo en su constitución, en sus dogmas, en su moral.
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Rechacemos, por tanto, el pensamiento de que la Iglesia —olvidando el sermón de la montaña— busca la felicidad humana en la tierra, porque sabemos que su única tarea consiste en llevar las almas a la gloria eterna del paraíso; rechacemos cualquier solución naturalista, que no aprecie el papel primordial de la gracia divina; rechacemos las opiniones materialistas, que tratan de hacer perder su importancia a los valores espirituales en la vida del hombre; rechacemos de igual modo las teorías secularizantes, que pretenden identificar los fines de la Iglesia de Dios con los de los estados terrenos: confundiendo la esencia, las instituciones, la actividad, con características similares a las de la sociedad temporal.
El abismo de la sabiduría de Dios
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Recordad las consideraciones de San Pablo que hemos leído en la Epístola: ¡oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios y cuán inapelables sus caminos! Porque, ¿quién ha conocido los designios del Señor? o ¿quién fue su consejero? ¿Quién es el que le dio primero a Él alguna cosa, para que pretenda ser por esto recompensado? Todas las cosas son de Él, y todas son por Él y todas existen en Él: a Él sea la gloria por siempre jamás. Así sea [44]. A la luz de las palabras de Dios, ¡qué pequeños resultan los designios humanos cuando intentan alterar lo que Nuestro Señor ha establecido!
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Pero no os debo ocultar que ahora se comprueba, por todas partes, una extraña capacidad del hombre: no logrando nada contra Dios, se ensaña contra los demás, siendo instrumento tremendo del mal, ocasión e inductor de pecado, sembrador de esa confusión que lleva a que se cometan acciones intrínsecamente malas, presentándolas como buenas.
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Siempre ha habido ignorancia: pero en estos momentos la ignorancia más brutal en materia de fe y de moral se disfraza, a veces, con altisonantes nombres aparentemente teológicos. Por eso el mandato de Cristo a sus Apóstoles —lo acabamos de escuchar en el Evangelio— cobra, si cabe, una apremiante actualidad: id y enseñad a todas las gentes[45]. No podemos desentendernos, no podemos cruzarnos de brazos, no podemos encerrarnos en nosotros mismos. Acudamos a combatir, por Dios, una gran batalla de paz, de serenidad, de doctrina.
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Hemos de ser comprensivos, cubrir todo con el manto entrañable de la caridad. Una caridad que nos afiance en la fe, aumente nuestra esperanza y nos haga fuertes, para decir bien alto que la Iglesia no es esa imagen que algunos proponen. La Iglesia es de Dios, y pretende un solo fin: la salvación de las almas. Acerquémonos al Señor, hablemos con Él en la oración cara a cara, pidámosle perdón por nuestras miserias personales y reparemos por nuestros pecados y por los de los demás hombres, que quizá —en este clima de confusión— no aciertan a advertir con cuánta gravedad están ofendiendo a Dios.
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En la Santa Misa, este domingo, en la renovación incruenta del sacrificio cruento del Calvario, Jesús se inmolará —Sacerdote y Víctima— por los pecados de los hombres. Скачать книгу