La primera sociedad. Scott Hahn
Читать онлайн книгу.de su contexto. Todas las características que atribuyamos a esa época dependen de corrientes que estuvieron actuando mucho tiempo antes en la política, la economía y la cultura, tales como la prosperidad y el atrincheramiento social que siguieron a la segunda guerra mundial. Frente a ese mundo respetable de Mayfield que retrataba Leave It to Beaver, al mismo tiempo se relajaban las costumbres sexuales. Hugh Hefner, por ejemplo, fundó Playboy en 1953.
Y esta búsqueda de la perfección histórica no se circunscribe a los años 50. Algunos católicos llegan a apuntar a la Edad Media como el periodo cuyo orden social se debería intentar recuperar. (Más adelante hablaré sobre esta época: ahora me limitaré a decir que fueron tiempos más complicados de lo que la arrogancia de los modernos y la ingenuidad de los tradicionalistas están dispuestas a creer). Otros piensan que, si pudiéramos detener el sonido de las campanas del movimiento progresista que acompañó el cambio de siglo, hoy disfrutaríamos de una espléndida civilización cristiana y liberal.
Estas idealizaciones del pasado no se pueden calificar estrictamente de nostalgia, porque no queda nadie que haya vivido esos momentos históricos. Pero la pulsión es la misma: identificar un orden social histórico al que se debería regresar para crear una sociedad sostenible y virtuosa.
Eso no sería un análisis riguroso, sino una forma de eludir la realidad. Buscar un momento perfecto de la historia es como buscar al monstruo del Lago Ness: no existe; y, si intentas fingir que existe, todo el mundo adivinará lo que te propones. Lo mismo ocurre con la nostalgia: no hay relatos ni recuerdos de dos personas que coincidan, y no hay dos experiencias nostálgicas que sean las mismas. La nostalgia es un sentimiento profundamente personal, de modo que no puede servir de base para un discurso político, y mucho menos para un orden político.
Entre todas las personas a las que les transmitieras tus sentimientos sobre —pongamos por caso— principios de la década de 1960, siempre habría unas cuantas que considerarían tu relato falto de credibilidad. El motivo podría estar en las diferencias de raza, clase o sexo; o en el mero hecho de que mentes distintas recuerdan las cosas de distinta manera.
Pero, incluso en caso de encontrar en la historia algún momento perfecto, la triste realidad —el aguijón típico de la nostalgia— es que no se podría regresar a él.
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La palabra «nostalgia» procede de dos términos griegos que se combinan para designar el dolor asociado al deseo de regresar a casa. Tanto si nuestra nostalgia cultural atañe a un tiempo que hemos vivido personalmente como a un tiempo anterior a nuestro nacimiento, se trata, al fin y al cabo, de un deseo de «volver» a un tiempo y un lugar en los que nuestros valores y nuestro estilo de vida recibirían aplausos y aliento: igual que el deseo de regresar a casa.
No hay prácticamente nada más humano que el deseo de estar en casa; y este, a su vez, va unido a muchos otros deseos naturales del hombre. Queremos tener vínculos con un lugar que existía antes que nosotros y que seguirá existiendo después de nosotros. Queremos que nuestros relatos se entretejan con otros relatos más amplios —de familias, lugares, acontecimientos, etc.— que recorren el tiempo. Queremos amar y ser amados por quienes nos son más cercanos.
Pero hemos de ser conscientes de que todos esos deseos son solo el reflejo del principal deseo de toda persona humana: la comunión eterna con Dios en el cielo, nuestra verdadera casa. Solo allí veremos satisfechos todos nuestros deseos. Solo en el cielo nos sentiremos definitiva, verdadera y plenamente en casa.
La tragedia de toda nostalgia —sobre todo de la nostalgia de un tiempo y no de un lugar— es que en esta vida nunca se verá satisfecha. Podremos ver satisfechos pedacitos de nostalgia —con un antiguo programa de televisión o un aroma evocador—, pero en este mundo nunca podremos experimentar una satisfacción plena y duradera.
Eso no hace peor la nostalgia, pero sí significa que debemos situarla en el lugar que le corresponde. La nostalgia, igual que el resto de las pasiones, debe estar al servicio de la razón. Y, desde luego, no puede constituir la base de una renovación cultural, social y política: ese es un peso que la nostalgia, simplemente, no es capaz de asumir.
Por otra parte, las peculiaridades del momento de la historia que estamos viviendo hacen que recrear el pasado —incluido el reciente— se convierta en una aventura quijotesca.
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La sociedad en la que vivimos hoy es la más secularizada de toda la historia de Occidente. Hasta la sociedad romana más tardía, por decadente y monstruosa que nos pueda parecer en muchos aspectos, valoraba la piedad pública (aunque fuera una piedad pagana y reducida a una manifestación de adhesión al imperio). La civilización actual, por su parte, no solo evita cualquier manifestación religiosa en el espacio público, sino que está dispuesta a desmantelar intencionadamente su propia herencia cristiana.
El patrimonio cristiano es, por un lado, inagotable. La Verdad no se puede acabar nunca. Es imposible gastar bienes sobrenaturales infinitos y eternos como el amor de Cristo o la gracia de Dios. Y eso es algo que no debemos olvidar nunca a la hora de reflexionar sobre la tarea de los cristianos en nuestra civilización.
Lo que sí se puede agotar es nuestro patrimonio cristiano cultural. De hecho, el pozo está a punto de secarse. Es poquísima la gente que tiene una idea de cómo debería ser una sociedad verdadera e integralmente cristiana. Y no me refiero solo a lo que solemos llamar «cultura»: el arte, la música, la arquitectura, etc. Me refiero a nociones cristianas relativas a la política y la sociedad como la primacía del bien común, el papel esencial de la Iglesia en la vida pública y la dignidad inalienable de la persona. Aunque estas verdades —como cualquiera de las que forman parte del tesoro de la enseñanza de la Iglesia— no cambian nunca, sí se pueden perder o, al menos, olvidar temporalmente.
Cualquier debate en torno a las aspiraciones de una re-forma cristiana de la sociedad debe tener en cuenta dónde nos encontramos. La Edad Media, el siglo XIX y la década de 1950 recurrieron a abundantes reservas de la cultura cristiana de las que hoy, sencillamente, no disponemos. Incluso en el caso de que alguna época anterior nos pareciera en términos generales lo suficientemente buena para servirnos de modelo, no contamos con los recursos de nuestro patrimonio cristiano que nos permitan hacerlo. Sentar unas bases destinadas no solo a recuperar ese patrimonio, sino a reunir un patrimonio nuevo para el siglo XXI en adelante, debe formar parte del núcleo del debate.
El secularismo ha situado el pasado más lejos de nuestro alcance que nunca. Por eso el momento que vivimos presenta nuevos desafíos que requerirán respuestas nuevas e innovadoras. En cualquier caso, el hecho de no poder recrear el pasado no significa que no podamos aprender de él.
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Una relación saludable con el pasado nunca nos llevará a rendirle culto, pero tampoco a ignorarlo. De hecho, cuando retrocedemos a momentos o lugares que nos inspiran a la vez admiración y desprecio, la regla es muy sencilla: quedarnos con lo bueno y descartar lo malo.
Tanto la década de 1950 como la Edad Media, así como cualquier otra época que despierte nuestra admiración, tuvieron sus cosas buenas. Nuestra tarea, guiada por la prudencia, no consiste únicamente en separar lo bueno de lo malo, sino en discernir qué y de qué modo puede aplicarse de forma eficaz a nuestro momento histórico.
En cualquier época de la historia podemos encontrar reflejos de las verdades intemporales. Cada época aplica sus propios filtros para crear esos reflejos, y es tarea nuestra discernir la imagen real para, a continuación, trasladarla al mundo posmoderno.
Si nos centramos, por ejemplo, en la unidad familiar y en las leyes de género estadounidenses durante la década de 1950, descubriremos un importante reflejo de la antropología cristiana. Pero conviene recordar que se trata únicamente de un reflejo: esas ideas pueden convertirse rápidamente en ídolos que, en lugar de revelar la verdad, la encubran.
Fijémonos en la familia nuclear. Su primacía constituye un fenómeno relativamente moderno y distanciado del bíblico que contiene algo muy bueno: la importancia para la sostenibilidad de la sociedad de unas relaciones estables entre padres e hijos. Pero también puede oscurecer la importancia de la amplia familia intergeneracional que ha constituido la norma histórica,