La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé

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La escuela que dejó de ser - Xavier Massó Aguadé


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representantes de la Ilustración y, en cierto modo, lo es. Aunque, como mínimo educativamente hablando, es un completo antiilustrado. Ello con el agravante de que su obra más popular, Emilio o De la Educación[1], plantea un modelo educativo que anticipa la posterior reacción romántica y que ha servido de fuente de inspiración a muchos movimientos pedagógicos modernos, influenciados más o menos directamente por su pensamiento, y notoriamente empeñados en la demolición del actual sistema educativo de herencia «ilustrada».

      Digamos pues que, siendo verdad que nuestros sistemas educativos actuales son herederos directos de la Ilustración y de la Revolución industrial, también lo son de la reacción romántica que surgirá contra ambas y que, debidamente actualizada, sigue perviviendo desde entonces en el debate educativo, tanto en lo que refiere al cuestionamiento de las funciones propias del sistema educativo, como a su finalidad. Y que Rousseau sería, al menos educativamente hablando, un conspicuo representante de esta reacción antiilustrada.

      Más allá del «problema» con Rousseau, sigue siendo difícil sintetizar un movimiento tan complejo y extenso como lo fue la Ilustración. No es un movimiento homogéneo y hay significativas diferencias entre sus más genuinos representantes. A su vez, estas diferencias lo son tanto en función de sus respectivos lugares de origen y sus respectivas tradiciones, como de sus propios sistemas de pensamiento en cada caso. Ello no obstante, también es evidente que hubo algo que se llamó Ilustración, y que hay un substrato compartido por la mayoría de los autores que se inscriben en este movimiento: el espíritu ilustrado; y que en la medida que autores como Fontenelle, Condorcet o Diderot, por ejemplo, convergen en muchos aspectos cuando tratan el tema educativo, es perfectamente legítimo hablar de un proyecto educativo ilustrado.

      Para Berlin, la Ilustración es un movimiento plenamente incardinado en la tradición occidental, cuya aportación más relevante y decisiva consiste en el sesgo que imprimirá a dicha tradición, que por lo demás comparte plenamente. Este sesgo, genéricamente entendido, sería lo que se ha conocido como «el espíritu ilustrado». Para determinar en qué medida y cómo este espíritu se manifiesta y expresa, Berlin recurre a tres proposiciones que, de alguna manera, se constituirían en sendos principios fundantes sobre los que se habría construido la tradición occidental, que serían los siguientes:

      1. Toda pregunta tiene respuesta y, si no la tiene, entonces es que se trata de una pregunta mal formulada.

      2. Todas las respuestas son cognoscibles, y su conocimiento es adquirible y transmisible.

      3. Todas las respuestas han de ser compatibles entre sí. Es decir, una respuesta verdadera a una pregunta no puede ser incompatible, o entrar en contradicción, con la respuesta verdadera a otra. Es una exigencia racional lógica.

      Se trata, ciertamente, de tres proposiciones que constituyen la clave de bóveda de la tradición occidental, como mínimo desde el Helenismo en adelante. Las diferencias entre las distintas manifestaciones de esta tradición provendrán, en todo caso, de cómo cada escuela, corriente, tendencia o creencia las entienda e interprete.

      Con respecto al primer principio cabe asumir que, como suele ocurrir tantas veces, uno no dé con las respuestas a muchas de las preguntas (genuinas, bien formuladas) que se hace; ni uno mismo ni toda la humanidad en conjunto. Será entonces porque, o bien no hemos alcanzado todavía el nivel de conocimientos necesario para dar con la respuesta y entenderla, o acaso porque solo esté al alcance de Dios o de alguna otra inteligencia superior. Pero haberla, hayla.

      Desde una perspectiva religiosa –entendiendo este término en el sentido helenístico–, será porque no hemos sido creados con la inteligencia necesaria para acceder al conocimiento último del universo. Pero Dios sí tiene las respuestas y la racionalidad del universo queda salvaguardada por la garantía de su existencia. Desde un planteamiento más racionalista, en cambio, las preguntas seguirán sin tener respuesta, pero entonces será porque todavía no disponemos de conocimientos suficientes para entender ciertos fenómenos. No se trata tanto de que «todavía» no hayamos alcanzado la comprensión de algo, como de que la explicación existe en algún lugar y ha de ser alcanzable, más tarde o más temprano, al menos como marco de referencia.

      El creyente en Dios, por ejemplo, puede recurrir a la leyenda del santo que mientras deambulaba por la playa pensando en el misterio de la Santísima Trinidad vio a un niño que estaba recogiendo agua de la orilla y la vertía en un pozo que había cavado en la arena. El santo le preguntó qué estaba haciendo y el niño le respondió que quería poner en el pozo toda el agua del mar. Al objetarle benévolamente que esto era imposible, el niño se transfiguró en ángel y le replicó que más imposible era todavía que él pudiera resolver el enigma en que estaba pensando. Fue una revelación. El santo entendió entonces que hay cosas que no estamos capacitados para comprender. No es que no tengan explicación, sino que nosotros no tenemos capacidad para alcanzarla dada nuestra finitud constituyente.

      En definitiva, o Dios o las Matemáticas, pero la explicación está siempre en algún lugar. En ambos casos, dentro de la clásica contraposición entre mito y logos, estamos en el logos, que no es sino la exigencia de un orden racional. Puede que sigamos en el caos, pero no porque el mundo sea caótico sino por nuestras limitaciones, en un caso, o por nuestra ignorancia «provisional», en el otro. Lo contrario sería admitir la irracionalidad del universo, el pensamiento mágico. Y en tradición occidental, ya sea desde la razón o desde el monoteísmo, esto no se admite, porque el orden se presupone.

      El segundo principio incide de lleno en el ámbito educativo. A la cognoscibilidad de toda respuesta le es inherente la transmisibilidad de su conocimiento. Es decir, el conocimiento, en tanto que lógico y racional, es transmisible porque todo ser humano está dotado de una mente lógica y racional. No se trata ya de facultades mágicas o de propiedades intransferibles. Habrá sin duda diferencias individuales de tipo intelectual, con mayores o menores aptitudes para ciertas cuestiones, y con bagajes y adiestramientos distintos, pero, en rigor, todo conocimiento es transmisible.

      Ahora bien, la transmisión de esta cognoscibilidad no es inmediata, sino que requiere de mediación; solo se alcanza a través de la adquisición del dominio de ciertas técnicas, cuyo previo aprendizaje es condición necesaria para acceder a ella, y también para su transmisión, para su enseñanza. Sería el caso de la conocida anécdota de George Steiner y el teorema de Fermat. Hombre básicamente de letras, pero interesado por la ciencia, cuando en 1995 se anunció la


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