Amaury. Alexandre Dumas

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Amaury - Alexandre Dumas


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      —No se excuse, conde—dijo;—antes bien, convendría que con frecuencia se hiciese lo que usted hizo, para curar a esa criatura de su impresionabilidad nerviosa. Debe eso consistir en su cavilosa imaginación. Creo yo que se ha construido para sí un mundo aparte en el cual busca refugio tan pronto como dejan de sujetarla al mundo material. No sé qué es lo que pasa en ese mundo; pero si esto continúa acabará de seguro por abandonar los dos, y entonces su existencia será el sueño y en sueño se convertirá su vida.

      Magdalena clavó en el rostro del joven una amorosa mirada que parecía decirle:

      —De sobras sabes tú en quién pienso cuando estoy tan abstraída: ¿verdad, Amaury?

      Antonia, que sorprendió esta mirada se levantó, pareció quedar perpleja un instante y después, abandonando definitivamente su interrumpida labor, sentose al piano y se puso a ejecutar de memoria una fantasía de Thalberg.

      Magdalena continuó bordando y Amaury ocupó un asiento a su lado.

       Índice

      El joven dijo a su amada en voz baja:

      —¡Es un horrible tormento, Magdalena, el no poder vernos con libertad y a solas muy de tarde en tarde! ¿Crees que es casualidad o que tu padre lo ha dispuesto de este modo?

      —No sé qué pensar, Amaury—respondió Magdalena.—Sólo puedo decirte que lo siento como tú. Cuando podíamos vernos a todas horas no sabíamos apreciar en su justo valor nuestra dicha. No en vano dicen que la sombra es lo que hace que el sol sea deseable.

      —¿Hay inconveniente en que hagas comprender a Antoñita que nos prestaría un señalado servicio alejando de aquí por un rato a la señora Braun? Me parece que se queda aquí más por costumbre que por prudencia, y no creo que tu padre le haya dado el encargo de vigilarnos.

      —Ya se me ha ocurrido muchas veces, y es el caso que no sé a qué atribuir el sentimiento que me veda el hacer eso. Siempre que abro la boca para hablar de ti a mi prima siento que se ahoga la voz en mi garganta. Y sin embargo, no ignora ella que te quiero.

      —También yo lo sé, Magdalena; pero necesito que me lo digas tú misma en alta voz. Para mí no hay dicha comparable a la que disfruto al verte, y así y todo preferiría privarme de ella a tener que contemplarte ante personas extrañas, frías e indiferentes que obligan al disimulo. No acierto a expresarte lo que en este momento me mortifica semejante tiranía.

      Magdalena se levantó y dijo sonriente:

      —Amaury, ¿quieres ayudarme a buscar en el jardín algunas flores? Estoy pintando un ramo y el que hice ayer se ha marchitado ya.

      Antonia dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia repuso:

      —Magdalena, no debes salir al aire libre y exponer tu salud con el tiempo frío y nebuloso que está haciendo. Ya iré yo. ¡Verás qué ramo tan precioso voy a traerte! Señora Braun, hágame el favor de traerme al jardín el ramo que verá usted en un jarro del Japón sobre una mesita del cuarto de Magdalena, porque hay que hacerlo enteramente igual a ése.

      Diciendo esto bajó al jardín por la escalinata, mientras que el aya, que no tenía que cumplir orden alguna respecto a Amaury y a Magdalena y que conocía los vínculos de afecto que les unían desde la niñez, iba en busca del ramo.

      Siguióla Amaury con los ojos, y así que la perdió de vista tomó con dulzura la mano de Magdalena, exclamando con acento apasionado:

      —¡Ya nos han dejado solos, siquiera sea por un instante! Aprovechémoslo, Magdalena: mírame, dime que me amas, pues a ser sincero, desde que he visto a tu padre tan transformado, voy dudando ya de todo. De mí, bien sabes que te amo, que te amo con todo mi ser.

      —¡Sí, Amaury, lo sé!—dijo la joven, exhalando un gozoso suspiro de esos que parecen aliviar un corazón oprimido.—Al verme así tan endeble, me parece que únicamente tu amor me da la vida. ¡Qué singular es lo que me pasa, Amaury! Viéndote a mi lado, respiro mejor y me siento más fuerte. Antes de tu llegada y después de tu partida noto que me falta el aire, y tus ausencias son demasiado prolongadas desde que no vives en nuestra compañía. ¿Cuándo voy a tener el derecho de no separarme de ti, que eres mi alma y mi existencia?

      —Oyeme, Magdalena: ocurra lo que quiera, esta misma noche pienso escribir a tu padre.

      —¿Y qué ha de ocurrir, sino que al fin se realizarán los sueños de toda nuestra vida? Desde que cumplimos tú veinte años y yo diez y ocho, ¿no venimos considerándonos destinados el uno al otro? Escribe a mi padre sin temor, que no habrá de resistir a nuestros ruegos.

      —Bien quisiera yo participar de tu confianza, Magdalena... Pero por desdicha veo de algún tiempo a esta parte a tu padre muy cambiado para mí. Al cabo de haberme tratado durante quince años como si fuera su propio hijo, viene a mirarme ahora como si fuera un extraño. Después de haber vivido a tu lado como un hermano, hoy mi entrada te asusta y lanzas un grito al verme...

      —Me arrancó el gozo ese grito, Amaury; jamás me sorprende tu presencia, puesto que siempre la aguardo; pero estoy tan débil y soy tan nerviosa, que todas las impresiones me causan un efecto extraordinario. Pero no te preocupes por eso; acostúmbrate a tratarme como a aquella pobre sensitiva que días pasados atormentábamos por puro entretenimiento, olvidándonos de que tiene vida como nosotros y de que tal vez le hacíamos mucho daño. Ten en cuenta que yo soy lo mismo que ella. Tu presencia me da el bienestar que sentía en mi niñez al sentarme en el regazo de mi madre. Cuando Dios me la quitó te puso junto a mí para que la reemplazaras. A ella debo mi primera existencia; a ti te soy deudora de la segunda. Ella hizo que brillase para mí la luz del mundo; tú, en cambio, me hiciste ver la del alma. Amaury, para que renazca eternamente tuya, mírame siempre: no apartes de mí tus ojos.

      —¡Oh! ¡siempre, siempre!—exclamó Amaury cubriendo sus manos de besos ardientes y apasionados.—Magdalena: ¡te amo! ¡te amo con frenesí!

      Mas al sentir estos besos la pobre niña levantose temblorosa y febril, y con la mano puesta sobre el corazón, exclamó:

      —¡Oh! así, no. Tu voz apasionada me trastorna; tus labios me abrasan. Trátame con miramiento. Acuérdate de la pobre sensitiva; ayer quise contemplarla y la encontré marchita, muerta.

      —Haré lo que tú quieras, Magdalena. Siéntate y deja que me siente en este almohadón, a tus pies. Si mi amor te conmueve demasiado te hablaré como un hermano. ¡Gracias, Dios mío! Tus mejillas vuelven a tener su color natural; ya ha desaparecido de ellas el brillo extraño que me sorprendió cuando entré y la triste palidez que las cubría entonces. Ya te encuentras mejor, Magdalena; ya estás bien, hermana mía.

      Magdalena se dejó caer en la butaca, inclinando el rostro, medio oculto por sus blondos cabellos, cuyos bucles acariciaban con leve roce la frente del mancebo.

      Confundíanse sus alientos.

      —Sí, Amaury, sí—dijo la joven.—Tú me haces ruborizar y palidecer a tu antojo. Eres para mí lo que el sol para las flores.

      —¡Oh! ¡Qué placer! ¡Qué feliz soy al poder vivificarte así, con la mirada, al poder reanimarte con una palabra! ¡Te amo, Magdalena, te amo!

      Reinó el silencio un momento, durante el cual parecía haberse concentrado toda el alma de Amaury en su mirada.

      Oyose de pronto un leve ruido. Magdalena alzó la cabeza. Amaury se volvió y vieron al señor de Avrigny que les miraba de hito en hito con manifiesta severidad.

      —¡Mi padre!—exclamó Magdalena echándose hacia atrás.

      —¡Mi querido tutor!—dijo Amaury levantándose para saludarle y sin poder disimular su turbación.

      El padre de Magdalena, antes de responder, se quitó con


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