La Novela de un Joven Pobre. Feuillet Octave

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La Novela de un Joven Pobre - Feuillet Octave


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mi madre que á mi edad, con mi nacimiento y en mi situación vaya á arrastrarme en los bancos de una escuela? Eso sería ridículo.

      —Esa es mi opinión—dijo secamente mi padre,—pero tu madre está enferma, y todo está dicho.

      Yo era en aquel tiempo un fatuo, muy envanecido de mi nombre, de mi juvenil importancia y de mis pobres triunfos de salón; pero tenía el corazón sano, adoraba á mi madre, con la que había vivido durante veinte años en la más estrecha intimidad que pueda unir dos almas en este mundo; me apresuré á asegurarle mi obediencia: ella me dió las gracias inclinando la cabeza con una triste sonrisa y me hizo besar á mi hermana dormida sobre sus rodillas.

      Vivíamos á media legua de Grenoble; pude, pues, seguir mi curso de derecho, sin dejar la casa paterna. Mi madre se hacía dar cuenta, día por día, del progreso de mis estudios, con un interés tan perseverante, tan apasionado, que llegué á preguntarme, si no habría en el fondo de esta preocupación extraordinaria algo más que un capricho de enferma: si por acaso la repugnancia y el desdén de mi padre hacia la parte positiva y fastidiosa de la vida, no habrían introducido en nuestra fortuna algún secreto desorden, que el conocimiento del derecho y el hábito de los negocios deberían, según las esperanzas de mi madre, permitir á su hijo reparar. No pude, sin embargo, detenerme en esta idea; verdad es que recordaba haber oído á mi padre quejarse amargamente de los desastres que nuestra fortuna había sufrido durante la época revolucionaria; pero desde tiempo atrás estas quejas habían cesado, y por otra parte, yo siempre las había hallado demasiado injustas, pareciéndome nuestra situación de fortuna de las más satisfactorias. Habitábamos, cerca de Grenoble, el castillo hereditario de nuestra familia, que era citado en el país por su aspecto señorial. Solíamos mi padre y yo cazar durante un día entero sin salir de nuestras tierras ó de nuestros bosques. Nuestras caballerizas eran grandiosas, y estaban siempre llenas de caballos de precio, que eran la pasión y el orgullo de mi padre. Poseíamos, además, en París, en el bulevar de los Capuchinos, una magnífica casa, donde encontrábamos un confortable apeadero. En fin, en el lujo habitual de nuestra casa nada dejaba traslucir la sombra de la escasez ó de la proximidad á ella. Nuestra mesa era siempre servida con una delicadeza particular y refinada, á la que mi padre daba mucha importancia.

      Entretanto, la salud de mi madre declinaba por una pendiente apenas sensible, pero continua. Llegó un tiempo en que su carácter angelical se alteró. Su boca, que jamás había pronunciado, en mi presencia al menos, sino dulces palabras, se hizo amarga y punzante; cada uno de mis pasos, fuera del castillo, fué objeto de un comentario irónico. Mi padre que no era mejor tratado que yo, soportaba estos ataques con una paciencia que me parecía meritoria de su parte; pero tomó la costumbre de vivir más que nunca fuera de casa, sintiendo según me decía, la necesidad de distraerse, de aturdirse sin cesar. Me comprometía siempre á acompañarle, y hallaba placer en mi cariño, en el ardor impaciente de mi edad, y para decirlo todo, en una fácil obediencia y en la cobardía de mi corazón.

      Un día del mes de Septiembre de 185... debían tener lugar á alguna distancia del castillo unas carreras, en las que mi padre había comprometido muchos caballos. Él y yo habíamos partido de madrugada y almorzado en el sitio de las carreras. Hacia mediodía galopaba yo sobre la orilla del Hipódromo, para seguir más de cerca las peripecias de la lucha, cuando de pronto fuí alcanzado por uno de nuestros criados, que me buscaba, según dijo, hacía más de media hora; agregando que mi padre había vuelto ya al castillo, á donde mi madre le había hecho llamar, y que me suplicaba le siguiera sin demora.

      —Pero en nombre del cielo, ¿qué es lo que hay?

      —Creo que la señora se ha empeorado—me respondió,—y partí como un loco. Al llegar vi á mi hermana jugando sobre el césped del gran patio, silencioso y desierto. Corrió hacia mí al apearme del caballo, y me dijo, abrazándome con un aire misterioso y casi alegre:—El cura ha venido.—Sin embargo, yo no apercibía en la casa ninguna animación extraordinaria, ningún signo de desorden ó de alarma. Subí la escalera precipitadamente y atravesaba el retrete que comunicaba con el cuarto de mi madre, cuando la puerta se abrió lentamente: mi padre apareció en ella.

      Me detuve delante de él; estaba muy pálido y sus labios temblaban.—Máximo—me dijo sin mirarme,—tu madre te llama.—Quise interrogarlo, pero me hizo una señal con la mano y se aproximó rápidamente á una ventana como para mirar hacia afuera. Entré, mi madre estaba medio acostada en su butaca, fuera de la cual pendía uno de sus brazos como inerte. Sobre su fisonomía, blanca como la cera, volví á hallar repentinamente la exquisita dulzura y la gracia delicada, que el sufrimiento había desterrado poco antes; el ángel del eterno reposo extendía visiblemente sus alas sobre aquella frente apaciguada. Caí de rodillas: ella entreabrió los ojos, levantó penosamente su cabeza desfalleciente y me dirigió una larga mirada. Luego con una voz que no era más que un soplo interrumpido, me dijo lentamente estas palabras:—¡Pobre niño! Estoy consumida, ya lo ves; no llores; me has abandonado un poco en este último tiempo; ¡pero estaba yo tan áspera!... Nos volveremos á ver, Máximo, y nos explicaremos, hijo mío... ¡No puedo más!... Recuerda á tu padre lo que me ha prometido. ¡Tú, en el combate de la vida, sé fuerte y perdona á los débiles!...—Pareció extenuada, se interrumpió un momento; en seguida, levantando un dedo con esfuerzo, y mirándome fijamente:—¡Tu hermana!—dijo. Sus pupilas azuladas se cerraron; luego volvió á abrirlas de golpe, extendiendo los brazos con un gesto rígido y siniestro. Yo lanzé un grito; mi padre se presentó y estrechó largo tiempo contra su pecho, en medio de sollozos desgarradores, el pobre cuerpo de una mártir.

      Algunas semanas después, satisfaciendo la formal exigencia de mi padre, que me dijo no hacía sino obedecer los últimos deseos de la que llorábamos, dejé la Francia y comencé a través del mundo esa vida nómada, que he llevado casi hasta este día. Durante una ausencia de un año, mi corazón cada vez más amante, á medida que la inquieta fogosidad de la juventud se amortiguaba, me acosó más de una vez para que volviera á los lugares de la fuente de mi vida, entre la tumba de mi madre y la cuna de mi tierna hermana; pero mi padre había fijado la duración precisa de mi viaje, y no me había educado de modo que pudiese desobedecer ligeramente sus órdenes. Su correspondencia, afectuosa, pero breve, no anunciaba impaciencia alguna con respecto á mi vuelta: fué por esto que me sorprendí más, cuando al desembarcar en Marsella hace dos meses, hallé muchas cartas de mi padre en las cuales me llamaba con una prisa febril.

      En una noche sombría del mes de Febrero, volví á ver las murallas macizas de nuestra antigua morada, destacándose sobre una capa de escarcha que cubría la campiña.

      Un cierzo destemplado y frío soplaba por intervalos; los copos de nieve caían como las hojas secas de los árboles de la avenida y se posaban sobre el suelo húmedo, con un ruido débil y triste. Al entrar en el patio, vi una sombra, que me pareció ser la de mi padre, dibujarse en una de las ventanas del gran salón que estaba en el piso bajo, y que no se abría jamás en los últimos tiempos de la vida de mi madre. Me precipité en él; al apercibirme, mi padre lanzó una sorda exclamación: luego me abrió los brazos, y sentí su corazón palpitar violentamente contra el mío.

      —Estás helado, pobre hijo mío—me dijo,—caliéntate, caliéntate. Esta pieza es fría; yo la prefiero sin embargo, porque al menos aquí se respira.

      —¿Y la salud de usted, padre mío?

      —Así, así, ya lo ves.—Y dejándome cerca de la chimenea, continuó á través de este inmenso salón, que estaba apenas iluminado por dos ó tres bujías, el paseo que al parecer había yo interrumpido. Esta extraña acogida me había consternado. Miraba á mi padre con estupor.—¿Has visto mis caballos?—me dijo de pronto y sin detenerse.

      —¡Padre mío!

      —¡Ah, es verdad!... tú acabas de llegar...—Después de un corto silencio:

      —Máximo—agregó,—tengo que hablarte.

      —Le escucho á usted, padre mío.

      Pareció no oirme, se paseó algún tiempo y repitió muchas veces por intervalos:—Tengo que hablarte, hijo.—Por último lanzó un profundo suspiro, se


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