Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

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Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa


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era no obstante la palabra que una y otra vez giraba en su cerebro constituyéndose en una especie de lejana luz de aliento y esperanza, porque ella había dicho –le había prometido– que se reuniría con él en Sevilla.

      ¿Pero qué era Sevilla y dónde se encontraba?

      Una ciudad.

      Cienfuegos no había visto nunca una auténtica ciudad ya que la minúscula capital de la isla no era más que un villorrio de apenas tres docenas de casuchas de madera y barro, y se le antojaba inadmisible la idea de que pudiera existir un lugar en que cientos de palacios como La Casona se apiñasen en torno a amplias plazas de enormes iglesias y altivos campanarios.

      Pero era allí donde ella lo buscaría si es que conseguía salir con vida de la isla, y sentado una vez más al borde del acantilado con las piernas colgando sobre el abismo decidió que merecía la pena esforzarse por sobrevivir aunque tan solo fuera por el hecho de mantener la ilusión de que tal vez algún día volvería a acariciar aquella hermosa mata de cabello hecho de oro, se miraría de nuevo en sus azules ojos o aspiraría el olor a hierba fresca de la criatura más hermosa que hubiera puesto el Creador sobre la Tierra.

      A medianoche voló por tanto de roca en roca para acabar aterrizando mansamente sobre la negra arena de la playa, bordeó el alto acantilado, aguardó largo rato con el oído atento hasta cerciorarse de que todos dormían, y poco antes del alba se introdujo en un agua, que le supo distinta, y nadó mansamente y en silencio hacia la mayor de las naves, que se balanceaba con un crujir de huesos en mitad de las tinieblas.

      Se alzó a pulso por el cabo del ancla, arrugó la nariz ante la espesa hediondez de la brea, la humedad de la vieja madera y los orines, se coló por el primer agujero que encontró sobre cubierta y se acurrucó en el fondo de una oscura y atiborrada bodega, ocultándose como una rata más entre las barricas y los fardos.

      Cinco minutos después dormía.

      Lo despertaron ásperas voces, rumor de pies descalzos que corrían sobre su cabeza, chirriar de maderos y restallar de grandes velas, y al poco la quejumbrosa nave comenzó a estremecerse macheteando el agua en su lucha contra las furiosas olas que asaltaban su proa.

      Un sudor frío le corrió por la frente al tomar plena conciencia de lo alejado que se encontraba de su mundo y de que aquel balanceo que hacía que todo a su alrededor comenzara a dar vueltas lo apartaba aún más del único paisaje en que había deseado vivir desde que tenía memoria.

      Estuvo a punto de gritar o salir corriendo para lanzarse de nuevo al mar y regresar a nado a las amadas costas de su isla, a conseguir que su vida acabara donde realmente debía, pero hizo un supremo esfuerzo mordiéndose los labios para limitarse a permitir que amargas y ardientes lágrimas corrieran mansamente por su rostro de niño.

      Él no podía saberlo, pero aquella mañana de septiembre acababa de cumplir catorce años.

      Luego llegó el mareo.

      Al olor a brea, sudor y trapos sucios, a alimentos podridos, excrementos humanos y pescado salado, se sumó ahora un violento mar de fondo, por lo que pronto se sorprendió a sí mismo devolviendo, cosa que jamás le había ocurrido anteriormente.

      Creyó que se moría.

      Al experimentar aquel mareo y aquella sensación de profundo vacío en el estómago, del que apenas conseguía extraer a base de angustiosas arcadas una bilis amarga que le abrasaba la boca y la garganta, ignorando –como ignoraba casi todo en este mundo– que la suya no era más que la lógica reacción de quien por primera vez se embarca, consideró seriamente que había llegado el postrer momento de su vida, y que para acabar de tan sucia y denigrante forma más valía haberlo hecho altivamente enfrentándose al capitán León de Luna en el grandioso marco de sus bellas montañas.

      Morir allí encerrado no era digno de quien siempre se había sentido uno de los seres más libres de la tierra, ni morir sucio, enfangado en vómitos y bilis, apestando a mil hedores diferentes, tan solo y abandonado como únicamente podía encontrarse un ser humano en el momento de morir lejos de Ingrid.

      Su agonía fue larga y no dio fruto.

      Era quedarse a medias, con un pie a cada lado de la raya en estúpido equilibrio entre marcharse o aferrarse a una vida que carecía ahora de sentido, ya que en lugar de los bosques y los prados, el sol, la luz y el viento, a los que siempre había estado acostumbrado, no existía más que aquel sucio y hediondo agujero en el que el único rayo de luz que penetraba alumbraba a dos escuálidas ratas que acudían a devorar sus vómitos ya fríos.

      Cerró los ojos y le rezó al único dios que conocía: el cuerpo de su amada, rogándole que acudiera a transportarlo una vez más al Paraíso para dejarle definitivamente en paz junto a la pequeña y limpia laguna en la que siempre se bañaban. Soñó con ella como postrer refugio a sus desdichas y perdió por completo la noción del tiempo y el lugar en que se encontraba hasta que un pesado pie descalzo le golpeó duramente las costillas.

      –¡Eh, tú, cernícalo! –masculló un vozarrón malhumorado y bronco–. ¡Ya está bien de vagancia, pues...!

      »Arriba o te muelo a patadas.

      Entreabrió apenas los ojos y observó idiotizado al malencarado hombretón que le coceaba por segunda vez el lomo.

      –¿Qué pasa? –musitó con un hilo de voz apenas audible.

      –¿Que qué pasa? –gruñó el otro roncamente–. ¡Pasa que en este barco hay mucho vago, y son siempre los mismos los que tienen que hacer todo el trabajo! ¡Si te mareas busca otro oficio porque aquí has venido a pringar, y es lo que vas a hacer en este instante...! ¡Arriba!

      Lo aferró sin miramientos de una oreja y haciendo gala de unos dedos de hierro se la retorció obligándolo a alzarse para conducirlo así, entre protestas y aspavientos de dolor, hacia las escaleras.

      De un empujón lo lanzó sobre cubierta.

      –¡Ahí va otro!

      Ni siquiera tuvo tiempo de erguirse ya que de inmediato alguien colocó ante sus ojos un cubo y un cepillo de púas, al tiempo que ordenaba secamente:

      –¡Empieza a sacarle brillo al entablado o te quiebro el costillar!

      En un principio no pareció entender lo que le decían, puesto que jamás había fregado nada y empleaban palabras que no estaban comprendidas en su limitadísimo vocabulario, pero en cuanto se acostumbró a la violenta luz del mediodía advirtió cómo otros tres muchachuelos se afanaban en silencio restregando de rodillas las desgastadas tablas de la vieja cubierta, lo cual le permitió comprender de inmediato que aquello era lo que tenía que hacer si pretendía que no volvieran a patearle el lomo o arrancarle una oreja.

      Se aplicó por tanto a la tarea procurando mantener la cabeza lo más gacha posible para que nadie descubriese antes de tiempo que era un intruso por cuya captura se ofrecían diez monedas de oro, hasta que al atardecer acudió un tipejo mugriento y desgreñado que dejó ante sus narices un cuenco que llenó con el maloliente guiso que extraía con un sucio cucharón de una enorme cazuela renegrida.

      Observó solo un instante las oscuras judías y los trozos de nabo que bailoteaban al compás de la nave sobre un líquido espeso y rancio de color indefinido, a punto estuvo de acabar de rellenarlo con su bilis, y si no lo hizo fue porque el más cercano de sus compañeros de fatigas alargó prestamente la mano apoderándose del recipiente.

      –¿Qué haces? –exclamó horrorizado–. Dame eso. ¡Con el hambre que tengo...!

      El cabrero tuvo que esforzarse por mirar a otra parte porque el odioso espectáculo de contemplar a alguien devorando semejante bazofia bastaba para revolverle nuevamente las tripas y clavó por tanto la vista en el azul del mar, que parecía haberse amansado en las últimas horas, y en otra nave, bastante más pequeña, que navegaba con todo su velamen al viento a no mucha distancia.

      –¿Cómo te llamas?


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