La Corona De Bronce. Stefano Vignaroli

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La Corona De Bronce - Stefano Vignaroli


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pero cierto! ¡Una oportunidad que no podía dejar escapar! Sellado el pacto con Jacobacci, Alessandro Cesarini, deseoso, de todas maneras, de reposar unos días, envió un mensajero a Jesi para anunciar su llegada y su toma de posesión a las autoridades ciudadanas. El mensajero llegó a Jesi el 12 de marzo y el Consiglio Generale de la ciudad, reunido para la ocasión en la Sala Maggiore del Palazzo del Governo y presidida por el noble Fiorano Santoni, tuvo en cuenta el nombramiento, aunque el Cardenal Jacobacci les hubiera gustado más, y deliberó también en cuanto a reconocer a Cesarini un vitalicio de 25 florines al mes. Todo esto cuando ya el Cardenal estaba a las puertas de la ciudad por lo que ni siquiera tuvieron tiempo de preparar un digno recibimiento al nuevo Obispo, que se encontró entrando en una ciudad indiferente a su llegada. Cesarini no se quedó desilusionado sólo por la acogida sino, sobre todo, por el hecho de encontrar ciudad y condado en condiciones bien distintas de lo que se esperaba. Después del saco sufrido por la ciudad en el año 1517, habían seguido algunos años de mal gobierno por parte del Cardenal Baldeschi que había reducido la zona a condiciones de miseria jamás vistas desde tiempos inmemoriales. Además de los males y las vejaciones que habían producido los ejércitos invasores, la peste había vuelto como una pesadilla para aterrorizar a la población. Y de esta manera Cesarini, que todavía tenía muchos intereses en la zona de Anagni y Orvieto, enseguida comenzó a pasar gran parte de su tiempo lejos de Jesi, aduciendo como excusa sus agobiantes compromisos eclesiásticos en la sede Papal, y dejando en su puesto a rudos gobernadores que sólo sabían ser crueles y tiranos con la población.

      Lucia se había ocupado, y no poco, para llevar consuelo a los enfermos de peste. La enfermedad había llegado a Jesi en una caja de cáñamo, proveniente de los mercados de oriente, comprada a un precio de ganga por una familia de cordeleros de Jesi. Algunas familias residentes en el burgo de Sant’Alò eran famosas desde tiempo inmemorial por la habilidad y el cuidado con el que fabricaban cuerdas. Tenían un sistema propio para obtener del tosco cáñamo cordeles y cabos de todas las longitudes y calibres, que eran vendidos en el mercado a precios competitivos con respecto a los fabricados en otras zonas de Italia. En cuanto Berardo Prosperi, el cabeza de familia, abrió la caja para comprobar la calidad del cáñamo comprado por su hijo y su sobrino, fue asaltado por las pulgas que, finalmente libres, buscaron su comida de sangre, a expensas de muchos miembros de la comunidad del burgo. Las casas de los cordeleros eran construcciones bajas que formaban una única fila, una pegada a la otra, en el borde de un amplio espacio, llamado prado, donde aquellos artesanos trabajaban, fundamentalmente al aire libre. De hecho, necesitaban espacios amplios, donde extender las fibras del cáñamo y trenzarlas hasta convertirlas en cuerdas, con la ayuda de extraños artilugios con aspecto de ruedas.

      En ese momento, nadie hizo caso a las picaduras de los insectos, pero después de unos días Berardo y otros hombres y mujeres del barrio cayeron enfermos, presos de una fiebre alta y con bubones en varias partes del cuerpo, algunos sobre la espalda, otros detrás del cuello, otros sobre la barriga. La enfermedad se había difundido rápidamente de una casa a otra, conectadas como estaban, y luego se había propagado a los campos. Pero enseguida llegó a afectar a las familias residentes en la ciudad, en el interior de las murallas.

      Lucia, en su momento, había aprendido de su abuela cómo intentar curar a los enfermos de peste. Había escuchado decir que en Ancona, donde la enfermedad se había difundido de manera exponencial, quien se lo podía permitir se hacía hospitalizar y curar en el Lazzaretto. Pero, según ella, no era una buena idea concentrar a las personas enfermas en un sitio. Era mejor tener aislado al enfermo en su casa para evitar que contagiase, a su vez, a personas sanas; sólo tomando las oportunas precauciones podía uno acercarse a él. Cuando debía entrar en la habitación de un enfermo, Lucia se cubría perfectamente con vestidos gruesos, pero sólo después de haber esparcido por todo su cuerpo un ungüento a base de citronela, albahaca, menta, mastranzo y tomillo. El olor que emanaba era casi nauseabundo pero era un excelente remedio para no dejarse picar por las pulgas y piojos que, quién sabe por qué, infestaban siempre las casas de los apestados. Con un pañuelo de seda cubría la boca y la nariz antes de acercarse al enfermo, con el fin de evitar respirar los malos humores emitidos por estos. Lo primero que hacía era desnudar al paciente para observar cuántas pústulas tenía encima y cuál era su aspecto. Si eran duras y oscuras, les untaba un ungüento a base de alcohol alcanforado e ictiol, con el fin de hacerlas ablandar y madurar. Las pústulas, de hecho, debían explotar y hacer salir su malsano contenido, conocido por los médicos con el término de pus. La fiebre, en cambio, se combatía con infusiones a base de corteza de sauce y con la aplicación de telas empapadas en la frente del enfermo. Toda la casa debía ser purificada con fumigaciones obtenidas por la combustión de aceite de alcanfor, en el que habían sido maceradas durante algunos días ramitas de ciprés, mondas de granadas y canela. Lucia sabía perfectamente que si el enfermo tenía dificultades para respirar estaba condenado a una muerte segura. Tanto daba llamar a un sacerdote para que le impartiese la extremaunción. Pero ningún religioso, el primero de todos Padre Ignazio Amici, se prestaba a llevar el consuelo del rito a los apestados. Todos tenían demasiado miedo a ser contagiados también. Si, en cambio, las pústulas, en el transcurso de algunos días, por lo general una semana, se ablandaban y dejaban salir los malsanos humores, dando más tarde origen a cicatrices, el paciente podía considerarse fuera de peligro y llegaría a curarse. Cuando un enfermo de peste moría, todos sus enseres, muebles, cama, mantas y todo aquello con lo que había estado en contacto, directa o indirectamente, con la persona infectada, debía ser reunido delante de su casa y ser quemado. Los cadáveres no podían ser sepultados en el interior de las iglesias sino que eran llevados a campo abierto y enterrados profundamente, bajo un buen montón de tierra, mejor si era arcillosa.

      De esta manera Lucia había ayudado a cientos de enfermos, tanto en la ciudad como en los burgos y en el campo y, gracias a las precauciones que ella había tomado, nunca se había contagiado. Se sentía satisfecha pero cansada. Recorriendo en sentido contrario la vía de Terravecchia, después de haber visitado a un enfermo por la zona de la iglesia de San Nicolò, había debido pasar por delante de distintos edificios, enfrente de los cuales ardían las hogueras purificadoras. El aire de la jornada estival, ya de por sí cargado de humedad, se había convertido en más pesado por el humo que flotaba sobre la ciudad y que en parte oscurecía los rayos del sol. En cuanto llegó a la Piazza della Morte no pudo evitar pensar que, dentro de unos días, un patíbulo estaría reservado para su sirvienta Mira, acusada de haber asesinado al Cardenal Artemio Baldeschi. Apartó aquellos sombríos pensamientos y se metió por la Porta della Rocca llegando hasta Via delle Botteghe, zona mucho más agradable y sana con respecto a las calles que había recorrido poco antes. Parecía casi como si las antiguas ruinas romanas, reforzadas y reconstruidas algunos decenios antes gracias al ingenio del arquitecto Baccio Pontelli, hubiesen hecho de baluarte natural contra la epidemia de peste, que había golpeado sólo a unos pocos habitantes del núcleo histórico de la ciudad. En cuanto llegó a este espacio confortable, Lucia bajó el pañuelo a través del cual había filtrado el aire para respirar. Se soltó los cabellos, dejándolos libres para que descendiesen por sus hombros y su espalda, luego con las manos arregló un poco las ropas estropeadas. Es verdad, no tenía el aspecto elegante que le imponía su rango pero se sentía más presentable. En pocos pasos llegó a la Domus Verroni, pasó debajo del arco y buscó con la mirada a Bernardino. Lo vio atareado en restaurar su taller pero, casi percibiendo su llegada, fue el primero en hablar.

      ―¡Mi señora! Que alegría veros aquí. Como podéis daros cuenta, hay mucho trabajo que hacer pero me estoy esforzando al máximo. Creo que en cosa de un mes la imprenta podrá volver a trabajar a pleno rendimiento. Y todo gracias a vos. Realmente os debo estar agradecido por todo lo que habéis hecho por mí y la primera obra que publicaré será, sin duda, vuestro tratado sobre Principi di medicina generale e guarigione con le erbe.

      Lucia sonrió complacida pero Bernardino advirtió lo forzado de la sonrisa que intentaba sobreponerse al cansancio que la atenazaba.

      ―Pero vos, Mi Señora, estáis realmente exhausta. No querría reprocharos nada pero pienso que es el momento de que dejéis de visitar a todos estos apestados. Antes o después enfermaréis incluso vos. ¿No pensáis en vuestra hija Laura? ¿Y en Anna que para vos es como otra hija? ¿Qué podrían hacer sin vos? Sois la última Baldeschi que queda con vida, ¡asumid vuestras responsabilidades


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