El arte del error. María Negroni

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El arte del error - María Negroni


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es decir, al campo de la oferta y la demanda. El arte empieza allí donde la trama, como diría el crítico argentino Miguel Dalmaroni, cede el puesto al trauma, «concentrándose, a un tiempo, en lo que es sin nombre y lo que se le escapa». O bien, lo que es igual: allí donde el lenguaje se vuelve falta de lenguaje y hace de esa falta una riqueza porque ¿dónde se podría buscar mejor un infinito que en la localización del vacío?

      ¿Tengo que agregar que las ideas son emociones de la inteligencia? ¿Que el pensamiento se parece siempre a una victoria fugitiva? ¿Que la poesía es una declinación del asombro? ¿Que, en la prosa que vale, la poesía sigue estando cerquísima de sí misma?

      Los autores que me interesan –y que el lector hallará en estas páginas– conocen el peso y la urgencia de estas premisas. Por eso, tal vez, sus libros no figuran en las mesas más visibles de las librerías ni acceden siempre a los circuitos internacionales. Su música, sin embargo, no está sola: sale de un coro inquieto y ávidamente díscolo, que postula un viaje indefenso a zonas que aún no existen. Me refiero a esas zonas donde quien lee, llevado por un personaje principal –que es siempre la materia verbal–, buscará dejar de existir y aprender a ser. Y también, intentará perderse –igual que quien escribe– y disolver las capas y capas de petrificaciones que lo abruman como «realidad». A esto se refería, sin duda, Macedonio Fernández al afirmar que la del lector es la carrera literaria más difícil. Yo agregaría que allí donde el riesgo es más alto, también el sueño es más exquisito, más rica la desorientación que crea.

      Como fuere, para esta estética hecha de astillas la experiencia literaria representa un modo radical de la libertad, una ontología que hace de la verdad conjetura y de la ambigüedad de la palabra una garantía contra lo unívoco.

      Termino con una frase del poeta francés Bernard Noël: «Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve». Por eso, quizá, la palabra poética es transversal, anónima y desorientada. Por eso es también, inesperadamente, política y necesaria.

      M. N.

      Arthur Rimbaud. La invención del desierto

      En agosto de 1880 Jean-Arthur Rimbaud tiene 26 años. Acaba de llegar a Adén, un pequeño puerto a orillas del Mar Rojo. Desde donde se hospeda –el Gran Hotel del Universo– puede ver Abyssinia. Lentas lunas siguen a lunas en las noches de piedra del desierto. Atrás quedó la poesía, ese otro país resquebrajado donde las palabras brillan a veces como antorchas heladas.

      Rimbaud había escrito: «Siento horror de mi país», «Que vengan la marcha, la carga, el desierto, el tedio y la rabia», «No más palabras», «No más fe en la historia», «Voy a desenmascarar todos los misterios, a sepultar mi imaginación», «Regresaré con extremidades de hierro». La escritura, como siempre, premonitoria: también a él se le adelanta, le anuncia un destino que ya ha vivido, acaso, sin saberlo. Adén es sólo un nuevo punto de irradiación. Un recomienzo de ese movimiento intempestivo y centrífugo que impecablemente es su vida.

      Tiene 26 años. Atrás (es un decir) quedaron la madre, Verlaine, los «pantanos de Occidente», Una temporada en el Infierno, ese libro que él llamó su Libro Negro y que es, en sí, una revuelta contra su época, mercenaria y espiritualmente derrotada. La confianza, delgadísima, está puesta ahora en la promesa del anonimato. «Exiliado –había escrito en Iluminaciones–, tengo un escenario donde representar obras geniales».

      Administrador de circo, soldado, comerciante de café, fotógrafo, explorador, periodista: distintos modos de traficar con lo desconocido. Como Kavafis, con quien comparte por un breve período Alejandría, añora el Bar Adjam y, en esa urgencia, no vacila en cambiar de nombre, en usar incluso un sello que lo identifica como «siervo de Allah».

      Entre Adén y Harar se extiende el abismo terrible y luminoso de Abyssinia. Once años allí. Una leyenda de silencio líquido atravesando el desierto que huye de las caravanas. A veces un syq, una fisura en la maison éternelle, una ranura de luz que desemboca en algún templo perdido. Entre esto y el poema no hay gran diferencia. ¿No vivimos, acaso, en el lenguaje, esa tierra lejana, extranjera?

      Rimbaud pareciera invertir el dictum de que la poesía no comienza sino sobre las ruinas del mundo real. En las orillas incandescentes del Mar Rojo intenta vivir la excepción. Desmarcar la vida de «la regla», cuyo objetivo es siempre organizar la muerte de la excepción. Ser el niño que ve todo en su cabeza como un ciego. Allí resiste, se diría, la tentación de existir. Busca el absoluto de un fracaso. Ha ido tan lejos para estar en el mismo lugar. La huida, como siempre, tiene la forma de un círculo.

      Cuando escribe Una temporada en el Infierno, dicen sus biógrafos, el poeta en él está muriendo. Pero esto no es verdad. No si lo que sigue se lee como una variación tonal y existencial de la misma travesía. El mismo barco ebrio para la misma ida constante hacia lo vertiginoso. La amputación es real pero se parece más a un peaje que a una muerte. Hay que volverse beduino para encontrar los teatros donde inventarse. Hay que inventar el desierto, como quien, más y más, a medida que avanza el tiempo, se posiciona en contra de todo lo existente. Desde el Gran Hotel del Universo, Rimbaud vuelve a soñar su viejo sueño obstinado: reestablecer el contacto con el origen, pegar el salto más allá del bien y del mal.

      Tiene 26 años. Había escrito: «Yo es otro», «Tenía que viajar para distraerme de los maleficios que se juntaban en mi cabeza», «El infortunio era mi dios», «Escribí silencios, noches, anoté lo inexpresable», «Ah mi castillo, mi Sajonia, mi madera de abetos, estoy tan cansado».

      Aquí, al menos, está lejos de los venenos estéticos de Europa, ese continente de comienzos abortados, donde se marea y vuelve siempre al abrazo frío de su madre. Aquí los hombres se le parecen: oscuros y tenaces, invaden la noche empujados por un amor implacable hacia la soledad y la ensoñación. Huida y luz se confunden. Las imágenes del desierto se mezclan con las del insomnio y la disentería, el rugido ensordecedor de los puertos con el tumulto de los shouks, la tormenta irreal con el marfil. Lentas lunas siguen a lunas en la blancura de una soledad así. «Luego –escribió–, cuando llegue el amanecer, armados de una paciencia en llamas, entraremos en ciudades espléndidas».

      Rimbaud, el políglota, el hombre que quiere ir a todas partes, como Fausto, el que soñaba con cruzadas y viajes de descubrimiento, el joven de los pies alados, como lo llamó Verlaine, el experto en mutilaciones, el argonauta libre de caminar por su paraíso de la tristeza, ha llegado, al mismo tiempo que Conrad, al corazón de las tinieblas.

      Una desolación monótona, interrumpida sólo por las zebras y la sed. Un desorden circular donde los minaretes de las mezquitas funcionan como faros. Un país mineral, erguido sobre el cráter de un volcán extinto. Eso es lo que ve desde el Gran Hotel del Universo: su propia imagen reflejada en el espejo embrujado del tiempo.

      Un territorio como este, claro está, no es geográfico, carece de norte y sur (o tiene norte y sur simultáneamente). Está adentro, podríamos decir, desde tiempos inmemoriales, tergiversando las coordenadas, como un bosque petrificado, a la espera de ese discurso que venga a conmemorar su propio origen inaccesible. No debe asombrar, por eso, que en el libro Parque Lezama del argentino Néstor Perlongher haya un poema titulado «Abisinia Exibar». El título tiene un asterisco que remite a esta frase: «Abisinia Exibar: Marca de polvos usada por Lezama Lima». Otra vez, el paradiso del poema, esa insufrible eternidad que permanece sin decir.

      A orillas del Mar Rojo, asomado a un fin de mundo invisible, Rimbaud vuelve a preguntarse por qué existe. Tiene 26 años. Ha llegado –como el príncipe Rasselas del Dr. Johnson– a su edén-prisión y conoce ya, ávidamente, el verso que un siglo después escribirá Auden: Poetry makes nothing happen. Observa a su alrededor. En su paranoia ambulatoria, se ha vuelto él mismo desierto como una manera de permanecer fiel a su amoralidad, a su vulnerabilidad orgullosa, su desacato a Dios y a los hombres.

      Desde el cielo, lo observa una procesión de estrellas desconocidas. Mañana volverá a partir. Como si fuera en busca de lo que escribió, persiguiéndose, tratando de entender, de competir con sus propias imágenes, es decir con eso que quedó inexpresado,


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