No me toques el saxo. Rowyn Oliver

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No me toques el saxo - Rowyn Oliver


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       A mis amigos de verbena, que muchas noches mágicas llenen nuestro verano.

      1

       Esta noche es la noche

       Cristina

      —¡Quiero tocar tu saxoooooo!

      Ahí está Marina, borracha como una cuba. Cualquiera le dice que está dando un espectáculo tan grande como el de la orquesta de pueblo a la que la he arrastrado a ver.

      —Tienes razón —me dice respecto al comentario que hice para convencerla de venir precisamente a esta verbena—. ¡Me encantan!

      Le dije que tocaban uno de los mejores grupos verbeneros de la isla. Y bueno... puede que sea cierto, desde luego la voz del cantante enamora y las imitaciones que hace de los grandes éxitos son soberbias.

      Sonrío y meneo la cabeza siguiendo el ritmo. Lo hago para disimular y que Marina no note que mis nervios están a flor de piel, que mi corazón se acelera con cada acorde y que mi respiración se entrecorta.

      Mis sentidos ahora mismo no están al cien por cien puestos en mi amiga, sino precisamente en el grupo que tan emocionada escucha. Aunque no por la razón que ella cree.

      Marina me sigue hablando como si yo fuera sorda. Algo que está claro que voy a ser, si sigue gritándome en la oreja mientras me abraza.

      —Cristinaaaaaa, ¡te quiero!

      ¡Oh qué guay! Pasamos de la exaltación de la amistad al más puro amor. Quizás otro cubata no sea buena idea.

      Marina, siempre tan cariñosa, me besa en la mejilla y salta al ritmo de la música.

      —¡¡¡Uuuuhooooo!!! Dolça besada de gust de que s’acaba. Punt i principi de viure sense tu!

      Esto ha llegado a su apogeo, lo noto cuando se desgañita con la versión que la banda verbenera hace del clásico del grupo mallorquín Antònia Font.

      —I arriba un dia que sa vida és un teatre que se diu felicitat. Primavera i Trinaranjus amb qui més has estimat… —¡Bah! Yo también me desgañito. ¿Para qué voy a amargarme?

      Empiezo a saltar y nos volvemos locas mientras ella se deja seducir por la banda que, muy a mi pesar, toca tan bien que no puedo concebir nada mejor para estas calurosas noches de verano.

      Pero no estoy aquí por la banda en sí, sino por algo que llevo persiguiendo mucho tiempo. Yo planeo un golpe maestro que no le he dicho a nadie, ni siquiera a Marinita.

      La gente alrededor salta, baila, grita y yo flexiono mis rodillas una y otra vez. Muevo los brazos y cierro los ojos, para después abrirlos y fijarme en un hombre en concreto que me ha llevado hasta allí.

      Me fijo en el saxofonista del grupo y de repente no todo parece tan divertido. Finjo que sigo eufórica mientras mi sonrisa se congela en mi cara. Y es que el nudo en el estómago está muy lejos de hacerme sentir euforia o felicidad.

      Mis ojos se desplazan sobre los componentes del grupo verbenero. Reconozcamos que el cantante es de lo mejor, lo da todo, pero también estoy segura de que la gente canta desaforada, enfebrecida por el exceso a alcohol y no porque sean el mejor grupo que han visto jamás.

      —El cantante es tremendo —me sigue gritando Marina—. ¡Y está tremendo! —añade.

      No puede pasar de hacer el comentario mientras sus ojos lascivos le recorren de arriba abajo. Pelazo moreno, bronceado, ojazos azules y unos bíceps que podrían levantarnos a las dos sin que cierre los ojos aleteando esos pedazos de pestañas negras.

      —¡Dios! Quiero uno de esos.

      Marina se vuelve loca cuando el cantante le guiña un ojo.

      A mí, muy por el contrario, me entra el pánico.

      Me da igual lo bueno que esté, no pienso consentir que se tire a ninguno de los que está sobre el escenario. Definitivamente no puedo permitirlo después de lo que pienso hacerles.

      Miro sobre mi hombro, preocupándome por nuestra amiga Irene, que hace un buen rato ha desaparecido entre la multitud de la verbena para buscar un par de cubatas. No aparece. Me resigno a volver la vista al frente y observar de nuevo al grupito de machotes que toca como si no hubiera un mañana.

      El batería es un genio, para qué vamos a negarlo si tiene un solo cojonudo, el bajo no se queda atrás, y el guitarrista es Dios renacido, pero ninguno de ellos me quita el sueño. Finalmente… finalmente él. ¡Él! Ahí está acariciando el saxofón como si fuera una mujer en medio de un erótico tango.

      —¡Bah! —Por favor, cómo le odio.

      Entrecierro los ojos y aunque mis rodillas se flexionan ya no salto con el entusiasmo de antes. No, ahora estoy concentrada saboreando lo que va a acontecer en la próxima hora.

      —¿Te pasa algo? —me pregunta Marina de repente.

      —Noooo… —Empiezo a reírme como una loca, y levanto los brazos, agitándolos a un lado y a otro.

      Me río. Risa malévola.

      —Estoy a toopeeeeeee.

      Marina me sigue el rollo y grita más alto.

      ¡Sí! Mis pies vuelven a despegarse del suelo, noto la adrenalina recorrer mis venas y salto.

      Marina a mi lado se vuelve loca ante mi subidón.

      —¡Así me gusta, Cristina! ¡Desmelénate!

      Grita y menea la cabeza para que su melena morena le tape la visión.

      —¡Hoy es la noche! —le grito sobre el estruendo que genera la multitud a nuestro alrededor.

      Sí, lo es. Me dejo llevar por la sensación de euforia que yo misma he provocado. ¡Es la noche! Lo sé, cuando mis ojos no pueden apartarse del saxofón. EL SAXO. Así, en mayúsculas.

      Asiento, mientras estrecho la abertura de mis ojos.

      —¡El saxo es mío! —Con el ruido nadie escucha mis palabras a media voz. Puede que Marina me haya visto mover los labios con mi cara de determinación. Esa expresión que la acojona porque soy capaz de cualquier locura. Me vuelve a mirar, y al principio no dice nada, sigue saltando con los ojos de asombro fijos en mí.

      —Vaya chica —me grita—, qué pasión le has puesto a esa frase.

      —¿Qué frase?

      —La de... ¡El saxo es mío!

      Es que es mío, aunque ella todavía no lo sabe, ni él tampoco, para su desgracia.

      Estoy segura de que cree que hablo del saxofonista, pero ni por lo más remoto. Antes me tiraría a un tronco de palmera que a ese ladrón. Pero su saxo… su saxo sí, ese trozo de metal digno de ser tocado y acariciado por mis delicadas manos... Sí, ese sí que es mío, completamente mío.

      —Seeeeeeeee… ¡Ese saxo es mío! —grito con más fuerza y me siento sabedora de una verdad absoluta.

      No sé por qué grito, pero lo hago y me desmeleno como Marina. Puede que porque llevo demasiado tiempo con ese dolor de cabeza y por fin hoy me lo voy a quitar de encima. O bien, porque litros de alcohol corren por mis venas, como dice la canción de… no me acuerdo que grupo. De hecho, mi cultura musical está bastante limitada, solo entiendo de ópera, música clásica y jazz, concretamente de saxofones. Bueno y cuando voy muy borracha puedo enloquecer por cualquier canción de los Scorpions o Him. Sí, una es muy rara y tiene sus excepciones.

      Me encantan los saxos, y el jodido tío que está acariciando mi saxofón, toca como un dios pagano.

      Aceptémoslo, le odio, pero al César lo que es del César.

      Mi momentánea euforia hace que me olvide de mi cabreo


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