El paso detenido. Alejandro Fernández Barrajón
Читать онлайн книгу.ingenuamente positivo. Y tal vez lleven razón. Pero doy mil vueltas y no encuentro motivos fundados para otra cosa. Soy un privilegiado singular y no puedo menos que decirlo en voz alta. En algún momento Dios me ha probado también con la cruz de una grave enfermedad, pero no ha conseguido apartarme de su mirada; más bien me ha hecho descubrir cuánto lo amo y lo necesito; tal vez esta era su pretensión.
No quiero envejecer sin llenar mi agenda de nombres, de muchos nombres; al menos tantos como arrugas. Tal vez esos nombres sean mis mejores valedores cuando la vida me niegue su mirada y mis miembros se resistan a acompañarme hasta el final. La etapa de los treinta me enseñó a ser utópico y comprometido; la etapa de los cuarenta me ha enseñado a valorar a mis hermanos y a mis amigos como valiosos pasaportes para superar la rutina y vencer el hastío del tiempo, que se repite una y otra vez cada mañana; la etapa de los cincuenta me ha hecho muy realista, porque me ha tocado sufrir en demasía, sobre todo por la enfermedad. Yo encuentro en mis amigos, y por ellos, un rayo de luz nuevo cada día, un destello que rasga la noche, una transparencia que hace mi vida más gozosa y saludable. Noto que mi agenda se va llenando cada día más. Estoy volviendo a mi familia más que nunca, aunque nunca me había ido. Y valoro cada día más la parábola del hijo pródigo, con esa invitación insistente y apasionada a volver al hogar, a crear hogar, a sentirse en el hogar. Nada hay tan gratificante como sentir el olor a ropa recién planchada. A todo ello me ayuda mi madre, que se va arrugando poco a poco, pero que no deja de ser para sus hijos como antaño, y ahora también para sus nietos. Su vida es una auténtica vocación de amor que no valoraremos suficientemente hasta que nos falte. Ella me ha enseñado a rezar más que nadie. Siempre agarrada a su rosario, de día y de noche...
Todo esto y alguna cosa más me llevó a la vida consagrada y me hizo religioso y sacerdote.
Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas (Is 42,1-4.6-7).
Cada vez que me encuentro con este texto del profeta Isaías hay algo que me sacude por dentro, porque me siento muy identificado con él.
Mi vocación se sostiene hoy porque me siento elegido y preferido. No por ser mejor que otros, de ninguna manera, sino por capricho de Dios. No hay quien lo entienda; yo tampoco, pero así me siento desde niño. He sido muchas veces como una caña cascada, como un pábilo vacilante, pero no me he roto ni me he apagado, porque Dios no lo ha querido. Soy mucho más frágil de lo que aparento, casi quebradizo, pero, a la vez, hay una fuerza en mí que no es mía, que me levanta y me empuja para no perder el paso. Siempre me ha conmovido aquello de san Pablo: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte», seguramente porque eso es lo que me ha sucedido a mí cuando ya no podía dar ni un solo paso más.
Y todo esto me ha traído hasta aquí y hasta vosotros. Ser consagrado se ha convertido en mí en una obsesión, como en Pablo: «Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor». Y en verdad no deseo ser otra cosa.
Por avatares diversos de la vida me ha tocado animar la vida consagrada en algunos momentos de mi vida, como provincial, primero, y como presidente de CONFER, después, y eso me ha dado nuevas alas. Si tuviera que poner un título a esta experiencia de mi vida, podría escoger: «El animador animado». Ahora que dicen que hay mucha crisis y precariedad en la vida religiosa, y algunos hasta se mofan de ella, y la Iglesia casi no cuenta con ella, yo percibo una riqueza y una santidad inmensa en sus filas, con pecado también, como en mí. Cuando me encuentro con esos religiosos y religiosas arrugados por el paso y el peso de los años que mantienen con una frescura envidiable su amor a Jesucristo y a su vocación, yo me siento trasladado a un mundo distinto y muy gratificante. La fidelidad existe y tiene muchos nombres concretos de hombres y mujeres consagrados, de padres y madres de familia. Y donde hay fidelidad se respira amor y alegría por todos los poros.
La historia de nuestra vida es una historia bendecida e iluminada. No hemos hecho grandes cosas, pero hemos intuido, como en una brisa suave, la cercanía y la presencia de Dios en nuestras vidas, y todo se ha llenado de sentido y de plenitud. Y esto nadie nos lo puede arrebatar. Nos pasa como al zorro de El Principito: «Si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra». Hemos sido domesticados por Dios, seducidos por él, y ya nada podrá ser igual, aunque lo quisiéramos. Podrán pasar delante de nosotros cientos de pancartas con el letrero: «Probablemente Dios no existe, disfruta de la vida», y a nosotros no nos dirán nada. Nos dejarán fríos. Nos parecerá un auténtico desperdicio. Pasaremos de largo como pasamos de largo ante el asfalto de la calle, sin inmutarnos. Es el sino de los profetas: cuando se sienten tocados por Dios, encuentran un fuego devorador en las entrañas que no les deja en paz, porque solo en ese fuego que quema está la auténtica paz. Una paz que nos empuja a vivir muy cerca de la gente. En El Principito se dice: «El principito, habiendo caminado largo tiempo a través de las arenas, de rocas y de nieves, descubrió al fin una ruta. Y todas las rutas van hacia la morada de los hombres». Esta es otra clave y otro reto de la vocación consagrada. No hay auténtica consagración si no pasa por el encuentro, por la calle, por la vida. Como el principito, tenemos la misión de ir recorriendo todos los planetas que nos rodean para encontrar el sentido de lo que realmente somos. Solo nos entendemos a nosotros mismos cuando nos miramos en el espejo de los demás. Aprender a entrelazar nuestras vidas con otras vidas, a crear red, a proponernos la vida como una aventura compartida, se convierte en una verdadera necesidad para disfrutar de nuestra consagración. La nuestra es una vocación multicolor y llena de nombres, necesariamente. Hubo un tiempo en que la consagración quiso ser puro individualismo, alejada de la vida y de los otros, y sobrevino una tremenda amargura, como un día de niebla espesa que nos dejó ateridos el alma y el cuerpo. Incluso el ermitaño más eremita necesita contrastarse y encontrarse con los otros para llenar de compañía humana y divina su soledad.
En este tiempo nuestro de dictadura de las tecnologías, de relaciones virtuales y de GPS de orientación, corremos el peligro de perder lo más genuino de nuestra vocación: el diálogo, el encuentro y el calor humano. Y en nuestras comunidades se levanta una queja que ya es un clamor: ¡estamos perdiendo capacidad de encuentro, de diálogo, de ternura, de misericordia con los que nos rodean! Se nos escapa la humanidad como el incienso por las celosías. Por aquí no vamos bien y una amenaza puede convertir en noche profunda nuestros mejores días, como aquella niebla que avanzaba sin piedad, la nada, en la La historia interminable, del alemán Michael Ende. Es una lucha entre el país de Fantasia y la Nada. Y hoy la vida consagrada bien podría sentirse reflejada en el joven Atreyu, dispuesto a luchar por la princesa del reino de Fantasia antes de que la Nada lo llene todo. Tenemos un peligro real de vaciamiento ante tantas ofertas y cosas como queremos adquirir. El consumismo y las ofertas pueden ahogar lo espiritual por incompatible. Y ahí la vida consagrada tiene que tener algo que decir y que vivir si quiere ser bandera izada de Dios.
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TIEMPO DE RECESIÓN Y CRISIS
En Google, la palabra «crisis» genera más de 190 millones de entradas. La red está henchida de crisis. La vida está también en crisis, y la vida consagrada no puede ser menos. La mayoría de páginas de Internet que hablan de la crisis se refieren a temas puramente económicos. ¡Qué equivocado está Internet! ¡No se entera! La crisis mayor y más preocupante tiene que ver con el déficit de lo humano, con lo espiritual. Ahí sí que nos jugamos la felicidad, que es, al final, lo que realmente buscamos. La verdadera recesión de esta crisis mundial que vivimos tiene que ver con lo humano.
Estoy vivo. Me ha tocado vivir en medio de una crisis generalizada. No estoy a disgusto con la crisis que me rodea. Todas las crisis son el túnel que hay que atravesar