Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre Díaz

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Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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y como intenta el propio Basilio realizar con los problemas eclesiales que tenía que afrontar, «no cauteriza a un enfermo ni le hace padecer el dolor de otro modo porque eso le gusta, sino que a menudo opta por ese tratamiento en obediencia a la necesidad de la causa» (Epistolae 151). Por eso, en el año 377, dentro de un contexto pastoral, nuestro pastor afirmó incluso que, para quien sufre alguna pena, «la muerte es una ganancia, porque trae alivio del dolor» (Epistolae 261,3).

      Dicho esto, también nos parece relativamente seguro afirmar que nuestro teólogo no se cohibía en servirse de su propio malestar para al menos dos realidades. En primer lugar, para lograr algunos de sus objetivos, sobre todo obtener benevolencia para sí, suscitar arrepentimiento de los demás para consigo. Así lo confirma Gregorio de Nacianzo en una carta enviada a nuestro autor: «Y cuán tan apropiado y aceptable es tu pretexto [para yo ir contigo]. Simulaste estar muy enfermo, incluso cerca de fallecer, queriendo verme y darme un último adiós» 41. Tengamos en cuenta que, para la recta lectura de estas palabras, no se puede olvidar que la relación entre estos dos Padres de la Iglesia «ha incluido siempre una mezcla de cooperación y rivalidad fraternas» 42. En segundo lugar, para justificar algunas acciones más susceptibles de ser consideradas censurables por sus adversarios. Nos referimos, por ejemplo, a excusas para no hacerse presente en determinados eventos sociales.

      Por un lado, Basilio cree que su salida de Cesarea de Capadocia pudiera abrir flanco a acciones dirigidas contra sí, su comunidad y otras vecinas a la suya y sobre las cuales él tenía jurisdicción eclesiástica (cf. Epistolae 74; 101; 195). Le preocupa salir, «pues mi patria en sus problemas me llama irresistiblemente a su lado» (Epistolae 74,1). Los seguidores de Arrio de Alejandría, según el parecer de Basilio, llevaban a que sintiera «no tener medios de protegerme contra los ataques de las maquinaciones eclesiales de mis adversarios» (Epistolae 136,2), que le desgarraban el alma (cf. Epistolae 223). Y esto era así, aunque, una vez más según los lamentos de Basilio, «el martirio no se entreviera, pues aquellos que se dirigen malévolamente a nosotros son llamados por el mismo nombre que nosotros» (Epistolae 164,2).

      Por otro lado, aquella salida implicaba estar con dignatarios políticos con posiciones ambiguas frente a la ortodoxia de Nicea, con todo lo que esto podría implicar acerca de poder ser un signo de aprobación implícita por parte de Basilio (cf. Epistolae 76; 112; 163). Esto es lo que se puede leer, por ejemplo, en una carta enviada, «sin vida» (Epistolae 94), a Elías, gobernador de la provincia romana de Capadocia Prima, para justificar la apertura de su basilias 43 para beneficencia pública y basada en la caridad cristiana (cf. Homiliae 6; 7):

      Yo también estoy muy ansioso por conocer su excelencia, para que el no hacerlo no me haga peor que mis acusadores; pero la enfermedad corporal me impidió, atacándome más gravemente de lo habitual, y por eso me veo obligado a dirigirme a ti por carta (Epistolae 94).

      En lo que concierne a otras estrategias terapéuticas seguidas por nuestro teólogo para enfrentarse, muchas veces solo (cf. Epistolae 137), a sus enfermedades, además de las ya anotadas (verbalizar sus lamentaciones y encuentros espirituales con las personas que le eran más próximas), apenas encontramos información. Solo la alusión a una estancia en un lugar con «termas naturales» (Epistolae 138,1; cf. Epistolae 137), que poco o ningún efecto positivo le causaron.

      Es cierto que nuestro obispo se refiere a que, «estando hace tanto tiempo inválido, no me faltan ejemplos de [una] tal ocurrencia» (Epistolae 34) en que, en ocasiones y cuando los padecimientos son muy intensos, los médicos pueden conducir a la insensibilidad (cf. Epistolae 34). Asociado a esto, Basilio menciona haber iniciado intentos de superar algunos malestares, si bien en un nivel retórico difícil de averiguar. Afirma «haber dispuesto mi mente a olvidar las dificultades [...] de un tiempo tan difícil para mí» (Epistolae 100).

      También sabemos que conocía bien los tratamientos de la época (cf. Epistolae 34; 155), como cuando dice que los «médicos más sabios comienzan los tratamientos por las partes más vitales» (Epistolae 66). Además, Basilio no se cohibía de buscar la ayuda de los médicos (cf. Epistolae 138) y de sus «capacidades» (Epistolae 189,1). Médicos que, sin embargo, él sabe bien que, aunque estén llamados a ejercer «bondad hacia la humanidad» (Epistolae 189,1), se habían revelado usualmente impotentes para aliviar su gran y casi incesante padecimiento. En una carta ya citada, en la que se dirige justamente a un médico, llega a afirmar que la vida es la posesión más valiosa para un ser humano, siendo «dolorosa y no merecedora de ser vivida, a menos que sea vivida con salud» (Epistolae 189,1).

      Lo que acabamos de ver es una de las dimensiones de la existencia de nuestro pensador, pues, aunque la salud haga más fácil de vivir la vida, no debe ser considerada como algo «bueno por naturaleza» (Epistolae 236,7), dado que no hace bueno a aquel que la posee. Hemos visto otro ejemplo de una cierta exageración pastoral característica de Basilio. Una exageración que, no obstante, refleja mucho de lo que él sentía ser la verdad dentro de los límites de la vivencia cristiana. Él, enfermo, vivía un ascetismo que, a veces, parecía haber descuidado aquella templanza que él dijo ser el «principio de la vida espiritual» (Regulae fusius 17,2) y hasta la semejanza con Dios (cf. Epistolae 366).

      c) La teología de la enfermedad y de la curación en Basilio

      Para conocer mejor quién fue Basilio en su vivencia más amplia de la enfermedad es relevante valerar su pensamiento acerca de esta, no tanto solo a partir de lo que sus cartas expresan, sino también desde otros dos textos suyos, para ver si hay o no sintonía entre el discurso textual más privado y el más público. En concreto, dos textos: la homilía 9, muy conocida por su nombre latín de Quod Deus non est auctor malorum, y probablemente redactada alrededor del 368, y el capítulo 55 del Regulae fusius tractatae, redactado en el momento de su retiro con familiares y amigos como Gregorio de Nacianzo en Annesis. Para la realización de esta sección partiremos, una vez más, de un análisis personal de esas fuentes, para después verificar la exactitud de nuestro dictamen en fuentes secundarias.

      Pues bien, de acuerdo con nuestro pensador, en su esbozo de una teodicea, ni la muerte, ni la enfermedad, ni el pecado existen a causa de una intención malévola de Dios, quien «no tiene ninguna responsabilidad [...] en los males que afligen a su creación» 44. Todo esto derivó solo de las elecciones voluntarias y conscientes de la humanidad, mediante el uso de un libre albedrío que es fundamental para que el ser humano pueda colaborar –libremente y sin ninguna restricción o constreñimiento (cf. Homiliae 9,6)– en el «ser criatura de Dios llamada a ser Dios» 45. Es decir, todo aquello derivó «no por necesidad, sino por insensatez» (Homiliae 9,7) del ser humano, que, habiendo descuidado la virtud de la prudencia (cf. Homiliae 12,6), no escogió siempre el bien. Afirmar que el mal, como la enfermedad considerada en sí misma, vienen de Dios, y negar así la bondad divina, es un acto de incredulidad igual que los que afirman, de modo más directo, la inexistencia de la divinidad. Aunque se pueda correr el riesgo de no decir más de lo que acabamos de afirmar, creemos, no obstante, que las propias palabras de Basilio merecen ser transcritas:

      Uno es, pues, insensato, privado de razón y de inteligencia, yendo al punto de decir que no hay Dios. El otro se acerca mucho a él y no se queda atrás en la locura, diciendo que Dios es el autor del mal. Yo creo que ambos son igualmente culpables, porque los dos niegan de igual modo el Ser bueno: uno diciendo que [Dios] no existe, y el otro sentenciando que [Dios] no es bueno, pues si [él] es autor del mal, no podrá ser bueno (Homiliae 9,2).

      Es un hecho que el cuerpo y el alma de nuestros primeros padres fueron creados por Dios para «disfrutar de la vida eterna» (Homiliae 9,7), pero no el padecimiento ni el pecado que los afligen respectivamente. Esta aflicción deriva, eso sí –y sin convertirse en algo sustancial (cf. Homiliae 9,2; 5; Homiliae in Hexaemeron 2,4s)–, de una «disarmonía en la naturaleza» (Homiliae 9,6) de la humanidad, que separó lo que Dios había unido: la salud del cuerpo y, más grave aún, la virtud del alma (cf. Homiliae in Hexaemeron 9,4). Aquí radica la disarmonía que fue instigada por el libre albedrío humano y, en primera instancia, por el Maligno, quien envidió la salud de una humanidad paradisíaca (cf. Homiliae 9,8) que estaba «exenta de enfermedades gracias a los dones de la creación anteriores a


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