Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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      —No es el baronet..., es..., ¡mi vecino, el preso fugado! Con febril precipitación dimos la vuelta al cadáver, y la barba goteante apuntaba a la luna, clara y fría. No había la menor duda sobre los abultados arcos supraorbitales y los hundidos ojos de aspecto bestial. Se trataba del mismo rostro que me había mirado con cólera a la luz de la vela por encima de la roca: el rostro de Selden, el criminal.

      Luego, en un instante, lo entendí todo. Recordé que el baronet había regalado a Barrymore sus viejas prendas de vestir. El mayordomo se las había traspasado a Selden para facilitarle la huida. Botas, camisa, gorra: todo era de Sir Henry. La tragedia seguía siendo espantosa, pero, al menos de acuerdo con las leyes de su país, aquel hombre había merecido la muerte. Con el corazón rebosante de agradecimiento y de alegría expliqué a Holmes lo que había sucedido.

      —De modo que ese pobre desgraciado ha muerto por llevar la ropa del baronet —dijo mi amigo—. Al sabueso se le ha entrenado mediante alguna prenda de Sir Henry (la bota que le desapareció en el hotel, con toda probabilidad) y por eso ha acorralado a este hombre. Hay, sin embargo, una cosa muy extraña: dada la oscuridad de la noche, ¿cómo llegó Selden a saber que el sabueso seguía su rastro?

      —Lo oyó.

      —Oír a un sabueso en el páramo no habría asustado a un hombre como él hasta el punto de exponerse a una nueva captura a causa de sus frenéticos alaridos pidiendo ayuda. Si nos guiamos por sus gritos, aún corrió mucho tiempo después de saber que el animal lo perseguía. ¿Cómo lo supo?

      —Para mí es un misterio todavía mayor por qué ese sabueso, suponiendo que todas nuestras conjeturas sean correctas...

      —Yo no supongo nada.

      —Bien, pero ¿por qué tendría que estar suelto ese animal precisamente esta noche? Imagino que no siempre anda libre por el páramo. Stapleton no lo habría dejado salir sin buenas razones para pensar que iba a encontrarse con Sir Henry.

      —Mi dificultad es la más ardua de las dos, porque creo que muy pronto encontraremos una explicación para la suya, mientras que la mía quizá siga siendo siempre un misterio. Ahora el problema es, ¿qué vamos a hacer con el cuerpo de este pobre desgraciado? No podemos dejarlo aquí a merced de los zorros y de los cuervos.

      —Sugiero que lo metamos en uno de los refugios hasta que podamos informar a la policía.

      —De acuerdo. Estoy seguro de que podremos trasladarlo entre los dos. ¡Caramba, Watson! ¿Qué es lo que veo? Nuestro hombre en persona. ¡Fantástico! ¡No cabe mayor audacia! Ni una palabra que revele lo que sabemos; ni una palabra, o mis planes se vienen abajo.

      Una figura se acercaba por el páramo, acompañada del débil resplandor rojo de un cigarro puro. La luna brillaba en lo alto del cielo y me fue posible distinguir el aspecto atildado y el caminar desenvuelto del naturalista. Stapleton se detuvo al vernos, pero sólo unos instantes.

      —Vaya, doctor Watson; me cuesta trabajo creer que sea usted, la última persona que hubiera esperado encontrar en el páramo a estas horas de la noche. Pero, Dios mío, ¿qué es esto? ¿Alguien herido? ¡No! ¡No me diga que se trata de nuestro amigo Sir Henry!

      Pasó precipitadamente a mi lado para agacharse junto al muerto. Le oí hacer una brusca inspiración y el cigarro se le cayó de la mano.

      —¿Quién..., quién es este individuo? —tartamudeó.

      —Es Selden, el preso fugado de Princetown.

      Al volverse hacia nosotros la expresión de Stapleton era espantosa, pero, con un supremo esfuerzo, logró superar su asombro y su decepción. Luego nos miró inquisitivamente a los dos.

      —¡Cielo santo! ¡Qué cosa tan espantosa! ¿Cómo ha muerto?

      —Parece haberse roto el cuello al caer desde aquellas rocas. Mi amigo y yo paseábamos por el páramo cuando oímos un grito.

      —Yo también oí un grito. Eso fue lo que me hizo salir. Estaba intranquilo a causa de Sir Henry.

      —¿Por qué acerca de Sir Henry en particular? —no pude por menos de preguntar.

      —Porque le había propuesto que viniera a mi casa. Me sorprendió que no se presentara y, como es lógico, me alarmé al oír gritos en el páramo. Por cierto —sus ojos escudriñaron de nuevo mi rostro y el de Holmes—, ¿han oído alguna otra cosa además de un grito?

      —No —dijo Holmes—, ¿y usted?

      —Tampoco.

      —Entonces, ¿a qué se refiere?

      —Bueno, ya conoce las historias de los campesinos acerca de un sabueso fantasmal. Según cuentan se le oye de noche en el páramo. Me preguntaba si en esta ocasión habría alguna prueba de un sonido así.

      —No hemos oído nada —dije.

      —Y, ¿cuál es su teoría sobre la muerte de este pobre desgraciado?

      —No me cabe la menor duda de que la ansiedad y las inclemencias del tiempo le han hecho perder la cabeza. Ha echado a correr por el páramo enloquecido y ha terminado por caerse desde ahí y romperse el cuello.

      —Parece la teoría más razonable —dijo Stapleton, acompañando sus palabras con un suspiro que a mí me pareció de alivio—. ¿Cuál es su opinión, señor Holmes?

      Mi amigo hizo una inclinación de cabeza a manera de cumplido.

      —Identifica usted muy pronto a las personas —dijo.

      —Le hemos estado esperando desde que llegó el doctor Watson. Ha venido usted a tiempo de presenciar una tragedia.

      —Así es, efectivamente. No tengo la menor duda de que la explicación de mi amigo se ajusta plenamente a los hechos. Mañana volveré a Londres con un desagradable recuerdo.

      —¿Regresa usted mañana?

      —Ésa es mi intención.

      —Espero que su visita haya arrojado alguna luz sobre estos acontecimientos que tanto nos han desconcertado.

      Holmes se encogió de hombros.

      —No siempre se consigue el éxito deseado. Un investigador necesita hechos, no leyendas ni rumores. No ha sido un caso satisfactorio.

      Mi amigo hablaba con su aire más sincero y despreocupado. Stapleton seguía mirándolo con gran fijeza. Luego se volvió hacia mí.

      —Les sugeriría que trasladásemos a este pobre infeliz a mi casa, pero mi hermana se asustaría tanto que no me parece que esté justificado. Creo que si le cubrimos el rostro estará seguro hasta mañana.

      Así lo hicimos. Después de rechazar la hospitalidad que Stapleton nos ofrecía, Holmes y yo nos dirigimos hacia la mansión de los Baskerville, dejando que el naturalista regresara solo a su casa. Al volver la vista vimos cómo se alejaba lentamente por el ancho páramo y, detrás de él, la mancha negra sobre la pendiente plateada que mostraba el sitio donde yacía el hombre que había tenido tan horrible fin.

      —¡Ya era hora de que nos viéramos las caras! —dijo Holmes mientras caminábamos juntos por el páramo—. ¡Qué gran dominio de sí mismo! Extraordinaria su recuperación después del terrible golpe que le ha supuesto descubrir cuál había sido la verdadera víctima de su intriga. Ya se lo dije en Londres, Watson, y se lo repito ahora: nunca hemos encontrado otro enemigo más digno de nuestro acero.

      —Siento que le haya visto, Holmes.

      —Al principio también lo he sentido yo. Pero no se podía evitar.

      —¿Qué efecto cree que tendrá sobre sus planes?

      —Puede hacerle más cauteloso o empujarlo a decisiones desesperadas. Como la mayor parte de los criminales inteligentes, quizá confíe demasiado en su ingenio y se imagine que nos ha engañado por completo.

      —¿Por qué no lo detenemos inmediatamente?


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