Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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extraño pájaro.

      —No, no; era un sabueso. Dios mío, ¿habrá algo de verdad en todas esas historias? ¿Es posible que esté realmente en peligro por una causa tan misteriosa? Usted no lo cree, ¿no es así, Watson?

      —No, claro que no.

      —Y sin embargo una cosa es reírse de ello en Londres y otra muy distinta estar aquí en la oscuridad del páramo y oír un aullido como ése. ¡Y mi tío! Encontraron las huellas del sabueso muy cerca de donde cayó. Todo concuerda. No creo ser cobarde, Watson, pero ese sonido me ha helado la sangre. ¡Tóqueme la mano!

      Estaba tan fría como un bloque de mármol.

      —Mañana se encontrará usted perfectamente.

      —No creo que la luz del día consiga sacarme ese aullido de la cabeza. ¿Qué le parece que hagamos ahora?

      —¿Quiere que regresemos?

      —No, voto a bríos; hemos salido a capturar a nuestro hombre y eso es lo que haremos. Nosotros vamos tras el preso y es probable que un sabueso del infierno vaya tras de nosotros. Adelante. Haremos lo que nos hemos propuesto hacer aunque corran por el páramo todos los demonios del averno.

      Proseguimos lentamente nuestro camino en la oscuridad, con la borrosa silueta de las colinas cubiertas de peñascos a nuestro alrededor y el punto de luz amarilla brillando delante de nosotros. No hay nada tan engañoso como la distancia de una luz en una noche oscura como boca de lobo, y unas veces el resplandor parecía estar tan lejano como el horizonte y otras encontrarse a pocos metros. Pero finalmente vimos de dónde procedía y entonces supimos que estábamos muy cerca. Una vela ya muy derretida estaba clavada en una grieta entre las rocas que la flanqueaban por ambos lados para protegerla del viento y también para lograr que sólo fuera visible desde la mansión de los Baskerville. Una roca de granito nos ocultó mientras nos acercábamos y pudimos asomarnos por encima para contemplar la luz de la señal. Era extraño ver aquella vela solitaria ardiendo allí, en mitad del páramo, sin el menor signo de vida a su alrededor: tan sólo la llama amarilla y el brillo de las rocas a ambos lados.

      —¿Y ahora qué hacemos? —susurró Sir Henry.

      —Esperar aquí. Tiene que estar cerca. Quizá podamos verlo.

      Apenas pronunciadas aquellas palabras lo vimos ambos. Sobre las rocas, en la grieta donde ardía la vela, surgió un maligno rostro amarillo, una terrible cara bestial, toda ella marcada y arrugada por las pasiones más viles. Manchada de cieno, con una barba hirsuta y coronada de cabellos enmarañados, podía muy bien haber pertenecido a uno de aquellos antiguos salvajes que habitaban en los refugios de las colinas. La luz de abajo se reflejaba en sus ojillos astutos, que escudriñaban con fiereza la oscuridad a derecha e izquierda, como un animal taimado y salvaje que ha oído pasos de cazadores.

      Sin duda algo había despertado sus sospechas. Puede que Barrymore acostumbrara a darle alguna señal privada que nosotros habíamos omitido, o bien nuestro hombre tenía alguna otra razón para pensar que las cosas no marchaban como debían: en cualquier caso el miedo era visible en sus perversas facciones y de un momento a otro podía apagar la luz de un manotazo y esfumarse en la oscuridad. Salté hacia adelante y Sir Henry me imitó. En el mismo instante el preso nos lanzó una maldición y tiró una piedra que se hizo añicos contra la roca que nos había cobijado. Aún vislumbré por un momento su silueta rechoncha y musculosa mientras se ponía en pie y giraba en redondo para escapar. Por una feliz coincidencia la luna salió entonces de entre las nubes. Alcanzamos a toda prisa la cima de la colina y vimos que nuestro hombre descendía a gran velocidad por la otra ladera, saltando por encima de las rocas que hallaba en su camino con la agilidad de una cabra montés. Con suerte tal vez habría podido detenerlo con un disparo de mi revólver, pero la finalidad de aquel arma era tan sólo defenderme si se me atacaba y no disparar contra un hombre desarmado que huía.

      Tanto el baronet como yo somos aceptables corredores y estamos en buena forma, pero pronto descubrimos que no teníamos posibilidad alguna de alcanzarlo. Seguimos viéndolo durante un buen rato a la luz de la luna, hasta que se convirtió en un puntito que avanzaba con celeridad entre las rocas que salpicaban la falda de una colina distante. Corrimos y corrimos hasta quedar completamente agotados, pero la distancia era cada vez mayor. Finalmente nos detuvimos y nos sentamos, jadeantes, en sendas rocas, desde donde seguimos viéndolo hasta que se perdió en la lejanía.

      Y en aquel momento, cuando nos levantábamos de las rocas para darnos la vuelta y regresar a casa, abandonada ya la inútil persecución, ocurrió la cosa más extraña e inesperada. La luna quedaba muy baja hacia la derecha, y la cima dentada de un risco de granito se alzaba hasta la parte inferior de su disco de plata. Allí, recortada con la negrura de una estatua de ébano sobre el fondo brillante, vi, encima del risco, la figura de un hombre. No piense que fue una alucinación, Holmes. Le aseguro que en toda mi vida no he visto nada con mayor claridad. Hasta donde se me alcanza, era la figura de un hombre alto y delgado. Mantenía las piernas un poco separadas, estaba cruzado de brazos e inclinaba la cabeza como si meditara sobre el enorme desierto de turba y granito que quedaba a su espalda. Podía haber sido el espíritu mismo de aquel terrible lugar. Desde luego no era el preso. Aquel hombre se hallaba muy lejos del sitio donde el otro había desaparecido. Además era mucho más alto. Con una exclamación de sorpresa quise mostrárselo al baronet, pero durante el momento en que me volví para agarrarlo del brazo, la figura desapareció. La cima dentada del risco seguía cortando el borde inferior de la luna, pero ya no quedaba el menor rastro de la figura silenciosa e inmóvil.

      Quise marchar en aquella dirección e investigar los alrededores del risco, pero quedaba bastante lejos. Los nervios del baronet seguían en tensión a consecuencia de aquel aullido que le había recordado la oscura historia de su familia y no estaba de humor para nuevas aventuras. Tampoco había visto al hombre solitario sobre el risco y no sentía la emoción que su extraña presencia y su aire de autoridad me habían producido. "Un vigilante del penal, sin duda" dijo. "Abundan en el páramo desde que se escapó ese sujeto". Cabe que esa explicación sea la justa, pero me gustaría tener pruebas más concluyentes. Hoy nos proponemos hacer saber a las autoridades de Princetown dónde tienen que buscar al huido, pero sentimos no haberlo capturado nosotros. Tales son las aventuras de la pasada noche y tendrá usted que reconocer, mi querido Holmes, que no le estoy fallando en materia de información. Mucho de lo que le cuento no tiene, sin duda, mayor importancia, pero sigo pensando que lo mejor es transmitirle todos los hechos y dejarle que elija usted los que le resulten más útiles. No hay duda de que estamos haciendo progresos. Por lo que se refiere a los Barrymore, hemos descubierto el motivo de sus acciones, y eso ha aclarado mucho la situación. Pero el páramo con sus misterios y sus extraños habitantes sigue tan inescrutable como siempre. Quizá en mi próxima comunicación esté también en condiciones de arrojar alguna luz sobre eso. Aunque lo mejor sería que viniera usted a reunirse con nosotros.»

      10. Fragmento del diario del doctor Watson

      Hasta este momento he podido utilizar los informes que envié a Sherlock Holmes durante los primeros días de mi estancia en el páramo. Pero he llegado ya a un punto en mi narración en el que me veo obligado a abandonar ese método y recurrir una vez más a mis recuerdos, con la ayuda del diario que llevaba por entonces. Algunos fragmentos de este último me permitirán enlazar con las escenas que están indeleblemente grabadas en mi memoria. Continúo, por lo tanto, en la mañana siguiente a nuestra infructuosa persecución de Selden y a nuestras extrañas experiencias en el páramo.

      16 de octubre. - Día brumoso y gris con algo de llovizna. La casa está cubierta de nubes en movimiento que se abren de vez en cuando para mostrar las monótonas curvas del páramo, con delgadas vetas plateadas en las faldas de las colinas y rocas distantes que brillan cuando sus húmedas superficies reflejan la luz. Reina la melancolía fuera y dentro. El baronet ha reaccionado mal ante las emociones de la noche pasada. Yo mismo me noto un peso en el corazón y el sentimiento de la inminencia de un peligro siempre al acecho, precisamente más terrible porque no soy capaz de definirlo.

      Y, ¿acaso no está justificado ese sentimiento? Piénsese en la larga sucesión de


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