Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa

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Azabache - Alberto Vazquez-Figueroa


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con el dedo y ordenarle:

      –¡Ahórcalo!

      –Lo que usted mande… –replicó el recién llegado con marcado acento gallego.

      Extendió la mano con la intención de aferrar a Cienfuegos por el brazo, pero este se apartó levemente al tiempo que comentaba:

      –¡Espera, Ganzúa! ¿A qué viene tanta prisa?

      El larguirucho pareció sorprendido por el extraño apelativo y observó con fijeza a su interlocutor.

      –¿De qué me conoces?

      –¿Acaso no eres Tristán Madeira, al que todos llamaban Ganzúa, segundo timonel de «La Niña»…? –Ante el mudo gesto de asentimiento añadió–: ¿Es que no me recuerdas? Soy Cienfuegos, el Guanche, uno de los grumetes de la «Marigalante» que se quedaron en el fuerte de la Natividad…

      –¡Anda la puta…! –exclamó el otro–: ¡Cómo has crecido, chico! –Le observó con mayor detenimiento–. Pero tenía entendido que todos los del Fuerte murieron.

      –Todos menos yo.

      –¿Y eso?

      –Deserté antes de que lo arrasaran y he pasado todos estos años vagando por la zona, aunque aquí, tu capitán, no quiere creerme.

      El maloliente gordo, que por un momento se diría que había dado por concluido el asunto, pareció desorientarse levemente y observó a los españoles con una clara sombra de sospecha en la mirada.

      Al dirigirse de nuevo al larguirucho, su voz mostró una extraña gravedad al inquirir autoritario:

      –¿Es cierto lo que dice? ¿Iba contigo en el primer viaje del almirante?

      El otro encogió sus estrechos hombros al tiempo que abría las manos con las palmas hacia arriba en una especie de mudo ademán de impotencia.

      –Recuerdo que en la «Marigalante» se coló un polizón gomero pelirrojo que brincaba por el barco como un mono. La barba le cambia mucho, pero no cabe duda de que se parecía a este.

      –¡Soy yo, estúpido! –protestó Cienfuegos–. ¿O aún no recuerdas que empuñaba el timón la noche del naufragio? Tú ibas a mi estela y fuiste el primero en comprender que había embarrancado.

      –Eso es cierto. –El llamado Ganzúa se volvió al capitán. Tiene que ser él –señaló–. Nadie que no estuviera allí conocería ese detalle. –Extendió la mano–. ¡Espera! –pidió–. ¿Quién era el timonel que abandonó la caña esa noche y lo castigaron con quedarse también en Haití?

      –El Caragato.

      –¡Exacto! –Ahora sí que alargó los brazos y lo apretujó con entusiasmo–. ¡Caray, Guanche! –exclamó–. Me alegra verte vivo… –Luego lo apartó como para mirarle con especial detenimiento e inquirió–: ¿Seguro que no sobrevivió nadie más?

      –El viejo Virutas venía conmigo, pero murió un año más tarde en Babeque.

      –¿Babeque…? ¿La Isla del Oro? –intervino de inmediato el capitán portugués vivamente interesado–. ¿Qué sabes de ella?

      Cienfuegos se golpeó la sien con el dedo índice al tiempo que sonreía con marcada intención:

      –Lo que yo sé está todo aquí; donde usted asegura que tan solo tengo mierda y fantasía, pero le juro por mi alma que conozco un lugar en el que cuatro tipos llenaron de polvo de oro un arcón más grande que ese en menos de un mes.

      El marino movió dificultosamente su inmensa humanidad para lanzar una sola ojeada al pesado baúl de tres cerraduras que ocupaba el fondo de su destartalado camarote, y pareció llegar a la conclusión de que aquel desconcertante pelirrojo al que había pescado medio muerto en mitad del océano podía estar diciendo la verdad.

      Se despojó parsimoniosamente de la pringosa gorra de un azul descolorido y sudado, y mientras se entretenía en hacer estallar entre las uñas algunos de los innumerables piojos que las inundaban, inquirió sin alzar la mirada:

      –¿Estarías dispuesto a dibujarme el derrotero que conduce al Cipango y al Catay?

      –No.

      –¿Y a la isla de Babeque?

      –Tampoco.

      –En ese caso, dame una buena razón para que te mantenga vivo, gastando agua y comida, y corriendo el riesgo de que un día te largues y vayas con el cuento de que andamos por aquí…

      –Porque usted sabe que dibujar esos derroteros sería tanto como firmar mi sentencia de muerte. –El gomero sonrió de forma tan inocente que se diría que nunca había roto un plato–. Pero lo que sí puedo es ir marcándole el rumbo. Le aseguro que cuando lleguemos estará tan satisfecho de mí que decidirá perdonarme la vida.

      –Lo dudo, pero empiezo a creer que tal vez tengas razón… –Se volvió al larguirucho–. ¿Tú qué opinas?

      –Colgarle sería más divertido –fue la insolidaria respuesta del gallego–. Pero lo cierto es que llevamos meses dando tumbos sin resultado, y si en verdad este es capaz de llevarnos a alguna parte sería conveniente mantenerle con vida.

      Pasaron cinco minutos antes de que el capitán Eu concluyera de matar piojos y tomara una decisión.

      –Nunca me he fiado de ningún español… –masculló con notorio descontento–. Y creo que ahora hago mal en fiarme de dos, pero correré el riesgo… –Apuntó con un amenazante dedo a Tristán Madeira–. ¡Vigílalo! –ordenó–. Si intenta jugarme una mala pasada te cuelgo a ti también… Y ahora marchaos.

      Ya sobre cubierta, el canario no pudo por menos que encararse molesto a su compatriota:

      –¡Un poco hijo de puta tú, eh…! –le reprochó–. ¿De modo que te parecía más divertido ahorcarme?

      –Pero no lo hizo –replicó el otro obligándole a alzar la barbilla hacia el cadáver que pendía de la cruceta–. Si llego a insinuar que te perdone, acabas como ese. –Soltó un reniego–. ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió embarcarme! Nos prometieron honores y riquezas, y no hemos recibido más que insultos y latigazos… Esa vaca marina lo único que desea es gobernar el barco desde el castillo de popa porque con esa tripa y ese culo no puede ni descender por la escalerilla. Las pocas veces que nos aproximamos a tierra a hacer aguada tan solo permite desembarcar a los más cobardes, sin víveres y casi desarmados, porque él, con la negra, emborracharse, comer como un cerdo y mandar azotar de vez en cuando a alguien, tiene bastante.

      –¡Hermoso panorama! –se lamentó el canario sin poder apartar la vista del putrefacto ahorcado–. ¿Y ahora qué hacemos?

      –Lo ideal sería encontrar la ruta del Cipango. –Le observó con desconfianza–. ¿De verdad la conoces?

      –Tengo una idea.

      –¿Estás seguro?

      –Más que tú –El canario sonrió ahora a la negra Azabache, que le sonreía a su vez desde proa–. Y lo que sí es cierto es que yo hablo los dialectos de los nativos y vosotros no.

      –Recuerdo que fuiste el primero que se entendió con los salvajes de Guaharaní –admitió el otro de mala gana–. Y espero que nos sirva de algo… –Siguió la dirección de su mirada y le advirtió, señalando a la muchacha–: Ese coñito es propiedad privada del viejo; al último que le puso la mano encima le obligó a beber plomo derretido y cuando se le cuajó en las tripas lo arrojó al agua. Se hundió como una piedra.

      El canario pareció levemente desconcertado, y, por último, admitió:

      –Jamás se me ocurriría ponerle la mano encima a Azabache.

      –¿Acaso eres racista?

      –¿Racista? –se sorprendió Cienfuegos–. En absoluto. Lo que pasa es que parece un chico.

      –Pues


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