Los conquistadores españoles. Frederick A. Kirkpatrick

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Los conquistadores españoles - Frederick A. Kirkpatrick


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divino en su nombre y su persona, se manifiesta claramente en su habitual rúbrica simbólica, que ha sido diversamente interpretada por conjeturas, pero nunca con certeza.

      En mayo de 1502 levó anclas en Cádiz. Las necesidades de su flota le llevaron, pese a la prohibición real, a Santo Domingo, la única base española en el Nuevo Mundo, donde 30 barcos estaban dispuestos para zarpar rumbo a España. Se hicieron a la mar sin atender la predicción de un huracán hecha por Colón; 20 naves se hundieron con todos sus tripulantes —entre ellos Bobadilla y Roldán— y con grandes riquezas, entre éstas un lingote que se dice pesaba 36 libras, 3.600 pesos de oro. Uno de los buques llegó a España; los restantes regresaron con grandes destrozos. Este desastre se destaca, por su gran fuerza dramática, entre las innumerables tragedias de la conquista.

      Mientras tanto, los cuatro navíos de Colón soportaron la tormenta, fueron a Jamaica y sur de Cuba y después se dirigieron al Suroeste, a través del mar Caribe. Su hijo Fernando cuenta que en la isla de Bonaca (Guanaca), frente a la costa septentrional de Honduras, les salió al paso una canoa cargada de mercancías y tripulada por 25 hombres, con una cabina construida con hojas de palmera, impenetrable a la lluvia, que protegía a las mu je res, los niños y las mercancías (vestidos y sábanas de algodón teñido, destrales y otros artículos fabricados de cobre, y armas como las que luego se hallaron en Méjico). La gente de la canoa declaró que traían aquellas cosas del Oeste (es decir, del Yucatán). Pero en vez de sentirse arrastrado a Occidente por esta certidumbre de riquezas y buena acogida, el almirante perseveró en su primitivo propósito. Navegó al Este, hasta el llamado por él cabo Gracias a Dios, y de allí al Sur, exploró las costas de Honduras, Nicaragua y Costa Rica (empleando los nombres modernos) hasta el istmo. Se encontró oro y pruebas de que había por allí gran abundancia de este metal, sobre todo en Veragua. Pero los costaneros, aunque algo más avanzados en el modo de vivir que los isleños de las Antillas, eran menos tratables. Sin embargo, el oír hablar —coincidiendo con lo que él creía— de un país rico y civilizado, bañado por la mar, que se encontraba nueve días de marcha al Occidente, Colón buscó un paso («como se navega de Cataluña a Vizcaya o de Venecia a Pisa») por donde poder navegar hasta aquella tierra, situada a la otra orilla.

      La interesantísima observación anterior demuestra que Colón había logrado tener una noción bastante exacta de la forma de la tierra que estaba costeando; pero, por otra parte, cuando se nos dice que los indios afirmaban de la costa contraria que «de allí a diez jornadas es el río Ganges», se deja traslucir que Colón no sabía más que cualquier otro sobre qué pudiera existir del otro lado. Como otros exploradores impacientes, interpretaba los gestos y palabras de los indios a medida de sus deseos, aferrándose a la idea de la proximidad del Continente asiático o de haber entrado ya en contacto con él. Siguiendo al Este su viaje, llegó al lugar donde ya había tocado Bastidas, navegando en dirección opuesta, y no encontró estrecho alguno. Colón y sus hombres conocían ya, probablemente, el sitio donde se detuvo Bastidas, puesto que éste regresó a Santo Domingo antes que Colón hiciese allí escala en su viaje de ida, y es casi seguro que los de la expedición que volvía y los de las que marchaba cambiasen impresiones. ya que cada nuevo viaje era discutido apasionadamente por los marinos, pasando las cartas de navegar de unas manos a otras.

      De acuerdo con el mandato real, se intentó establecer una colonia con Bartolomé como gobernador. Pero los indígenas eran muy diferentes a los de la Española; atacaron con furia a grupos sueltos de estos intrusos; murieron en estas refriegas algunos españoles; otros, entre ellos Bartolomé, resultaron heridos. Luego de pasar por muchos peligros y sufrimientos y de un angustioso aplazamiento a causa del tiempo tormentoso en aquella costa batida por la resaca, los supervivientes se embarcaron, siendo abandonada la colonia.

      Con más sufrimientos aún que los causados por los riesgos propios de viajes a través de mares desconocidos y tierras salvajes —tempestades, lluvias torrenciales, naufragios, luchas con los salvajes y pérdida de hombres, enfermedades y hambre—, Colón tuvo que permanecer un año en Jamaica; en la playa, los dos barcos carcomidos que le quedaban. Fue salvado por la devoción de Diego Méndez, un bravo caballero que hizo un viaje a Santo Domingo en una piragua, y desde allí envió a Colón un barco. En su testamento dispuso Méndez que se grabara una piragua en su piedra sepulcral.

      Colón vino a España por última vez en 1504, cuando murió la reina Isabel. La sobrevivió dieciocho meses, afligido por la gota y la vejez prematura, importunando en vano a Fernando pidiéndole la completa restauración de sus derechos y autoridad. Si bien esta petición estaba muy justificada, hubiera sido una errónea justicia concederle plenamente la autoridad vicerreal, puesto que la experiencia había demostrado que no sabía mantenerla. El establecer en las Indias un despotismo —y neopotismo— personal hereditario hubiera sumido a la isla y regiones costeras en constantes contiendas como las que deshicieron a Pizarro y los suyos en el Perú.

      No es cierto que el almirante muriese pobre y abandonado, aunque sí decepcionado en sus grandiosas ambiciones y por las promesas incumplidas. La corona obtenía ya algunas rentas de la Española, debidas a los impuestos reales sobre el oro que se obtuviese por particulares utilizando el trabajo de los indios, y Colón recibía con regularidad el diezmo de estos tributos. Su testamento es el de un hombre en buena situación económica, y a su heredero le dejaba un mayorazgo. Sus hijos Diego y Fernando se educaron de pajes en la corte. Diego, segundo almirante y virrey, se casó con la hija del duque de Alba, primo hermano del rey, aportando a la casa de Toledo grandes rentas y señoríos, envidia de todos los grandes de España, según él mismo declara.

      Desde que, al celebrarse en 1892 el cuarto centenario de su gran viaje, se concentró en los temas colombinos la atención mundial, se ha discutido mucho, en varios idiomas, sobre el nombre de Colón. Estas interminables contiendas eruditas se deben a que Colón rara vez se contentaba con los simples hechos, aunque tampoco puedan siempre atribuirse sus divagaciones y contradicciones a los agradables impulsos de su imaginación sin control. Pero las laboriosas investigaciones de los críticos y la abundante literatura referente al hombre y a su obra, son ya en sí mismas una evidencia de la grandeza de éste. La fama de Colón es principalmente póstuma; pero aquellos que lo conocieron y nos hablan de él le tuvieron por un gran hombre. Para Méndez, que lo quería, es «el gran Almirante, el Almirante de gloriosa me moria». El cronista Bernáldez, que le tuvo de huésped, habla de Cristóbal Colón «de maravillosa y honrada memoria». Las Casas —el cual, aunque censurando mucho de lo que hizo Colón, no puede contener una admiración entusiasta— declara que ningún otro súbdito rindió a su soberano tanto servicio como Colón. Este servicio ha quedado expresado en el mote que la familia del almirante añadió a sus armas:

      A Castilla y León

      nuevo mundo dio Colón.

      [1] Véase M. FERNÁNDEZ NAVARRETE: Viajes de Colón. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.

      [2] Como, por ejemplo, en el libro de CHARLES KINGSLEY At last.

      [3] Para satisfacer a los portugueses y aclarar algunos puntos oscuros de las Bulas pontificias, la corona española y la portuguesa convinieron, por el Tratado de Tordesillas de 1494, en que una línea trazada de Norte a Sur, 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, dividiría los descubrimientos y conquistas occidentales de los españoles, de las orientales de los portugueses. Esta línea entregó a Portugal la parte oriental del Brasil. Con este tratado no se quiso reemplazar las decisiones pontificias, sino llevarlas a la práctica y aclarar las dudas celebrando un acuerdo directo entre las dos potencias interesadas.

      [4] Más tarde se hizo una excepción con los caníbales y los enemigos capturados en guerra. Los aventureros españoles dieron a esta concesión una interpretación extensiva, y la caza de esclavos se convirtió en un negocio lucrativo.

      [5]


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