Capitalismo cansado. Luis Arenas
Читать онлайн книгу.que se trate (sean los campos de exterminio nazis, el genocidio de Camboya, el terremoto de Haití, la hambruna de Etiopía o el atentado contra las Torres Gemelas), podían permitirse el lujo de asistir a tales acontecimientos como conmovidos espectadores de los mismos. Pero en el fondo, en medio del dolor y el sufrimiento compartido, al menos una parte de la humanidad se sabía a cubierto. Eran, pues, acontecimientos parciales y, por lo tanto, abstractos, sin el sello de verdad que otorga para Hegel la totalidad. El vacío que asola en estas semanas de confinamiento las calles del mundo entero es la prueba inequívoca de que estamos por primera vez ante un fenómeno mundial. (Ni siquiera las guerras mundiales verdaderamente lo fueron: su nombre corresponde al característico occidentalocentrismo que toma nuestra parte por el todo). Pero esta vez sí estamos ante un universal concreto. Concreto: pues nada hay más concreto y exacto que la muerte, y el virus no hace sino crecer (con-crescere) y expandirse a una velocidad exponencial sobre cuerpos y territorios. Y universal: porque pocas veces una amenaza se cernió sobre la especie humana con total indiferencia a razas, lenguas, religiones, ideologías o fronteras. Nadie en el planeta puede sentirse a salvo, o lo que es lo mismo: todos estamos amenazados. Como en una mala película de invasiones alienígenas, la humanidad se encuentra por primera vez concernida como un todo real, como un auténtico pueblo total (esa y no otra es la etimología de «pandemia») ante un enemigo exterior. El virus ha dejado por mentiroso a Badiou, para quien el Acontecimiento solo puede ser calificado como tal retrospectivamente. Cabalgamos sobre el Acontecimiento y lo sabemos. Lo percibimos en cada una de sus embestidas. Lo experimentamos en una vida que de un día para otro ha quedado patas arriba. No hay conciencia humana a lo largo y ancho del planeta que no esté experimentando con mayor o menor claridad el carácter absolutamente crucial de lo que el género humano está viviendo simultáneamente y en directo, de China a Ecuador, de la India a Estados Unidos, pasando por la impotente Europa.
El materialismo filosófico se cobra con ello una victoria pírrica tras cuatro décadas de economía inmaterial, de constructivismo epistémico y de exaltación de la diferencia qua diferencia: la amenaza de la enfermedad y de la muerte resulta un hecho bruto insoslayable y el igualador por excelencia que revela al género humano cuántas de sus irrenunciables singularidades resultan quantité négligeable frente a la pandemia. Y así, un manto de silencio ha barrido de un plumazo buena parte de la estulticia en la que nos entreteníamos a diario: el silencio de los partidarios del movimiento antivacunas resulta atronador, precisamente ahora que se ha alzado el telón del escenario que daría a su fantasía un megáfono universal. Los análisis biopolíticos —siempre tan afilados en su crítica del poder-saber médico— suspenden momentáneamente su sofisticada denuncia de los dispositivos de control médico y científico, y rezan como rezamos todos los demás para la pronta llegada de una vacuna contra el virus. El nacionalismo separatista ha desaparecido de los focos, dejando clara la inflación de un discurso que lastraba la conversación pública diaria hasta hace unas semanas. Ante la amenaza sombría de la enfermedad y de la muerte sorprende lo indistinguibles que son tras una mascarilla una feminista terf y una queer, un keynesiano y un anarcoliberal, un populista y un republicano.
Esta aguda conciencia de ser parte de una desventura común, ¿dará alguna oportunidad a la constitución de un sujeto político que esté a la altura de las amenazas globales a que nos enfrentamos, algo así como un demos cosmopolita? Aunque la pregunta quizá debería ser otra: ¿existe en realidad alguna alternativa a ello? El desafío al que se enfrentará la humanidad en los próximos meses y años es de tal calado que la batalla que ahora se dirige contra el virus mañana habrá que decidir jugarla contra esa pequeña parte de la humanidad que ha decidido exiliarse del resto de la especie. El mundo cobrará por fin conciencia de que ese grupo de ultrarricos que se prepara para asistir a los últimos días de la humanidad desde sus privilegiadas atalayas en Nueva Zelanda (en el caso de los dueños de Silicon Valley) o desde un oscuro búnker de Kansas como el Survival Condo Project (en el caso de sus vecinos más provincianos) se han convertido en los verdaderos enemigos del género humano. El espectáculo del rey de Tailandia cerrando para él y su cohorte de 20 concubinas el Grand Hotel Sonnenbichl en Alemania para protegerse de la pandemia es una magnífica metáfora de esa huida de la realidad en la que vive instalado el 1% de la población del planeta que detenta el 20% de la riqueza del mundo.
La crisis económica que sacudirá al planeta (quizá lo esté sacudiendo ya cuando usted lea estas líneas) será el tiro de gracia a un sistema económico que había contraído una enfermedad sistémica a finales de los años setenta del pasado siglo dada la imposibilidad de poder continuar con el proceso de circulación ampliada del capital —por el estancamiento de la productividad ligada a la tecnología, por el pico del petróleo, por las demandas sociales de las clases trabajadoras, etc.—. La solución de emergencia se llamó neoliberalismo y la mano invisible de la historia —siempre tan solícita con las necesidades del mercado— le dio un empujón definitivo con el colapso de los países del llamado socialismo real. De todo ello surgió el denominado Consenso de Washington con las consabidas recetas conocidas desde hace cuatro décadas: privatización de las empresas públicas rentables, reducción de la fiscalidad para los tramos de cotización más altos y aumento de impuestos indirectos, contención del gasto social y recortes en el estado de bienestar, flexibilización laboral, financiarización de la economía, liberalización de los mercados de capitales, apertura de los mercados nacionales a la inversión extranjera y reducción del déficit público.
El resultado de esa globalización financiera cada vez más desregulada desembocó en la «gran crisis» de 2008, la «mayor recesión» desde el crash del 29, el «desastre económico» más grave desde la Segunda Guerra Mundial, todos ellos calificativos que sonarán ahora hiperbólicos y habrá que revisar a la luz de la escala de la crisis económica que nos aguarda (o que quizá nos esté asolando ya cuando usted lea estas líneas). Tarde y con unos daños dramáticos para el tejido social más vulnerable de la sociedad europea y especialmente de los países del sur, esa crisis se trató de superar con una espiral de dinero barato inyectado en una escala sin precedentes desde los bancos centrales del mundo capitalista: el Banco Central Europeo, la Reserva Federal, el Banco de Japón. A pesar de todo, el whatever it takes que Mario Draghi lanzó a los mercados en julio de 2012 apenas había conseguido mantener con las constantes vitales mínimas a las economías de la zona euro que seguían arrastrando, salvo contadas excepciones, tasas de crecimiento raquíticas a pesar de la dimensión de esos estímulos. Violando la lógica más elemental de la economía y como resultado de la tasa de interés negativa de los bancos centrales, había quien pagaba por depositar en (es decir, prestar a) los bancos su propio dinero.
El precio que hemos asumido desde entonces por seguir fingiendo que era posible mantener el business as usual ha sido una explosión de deuda pública y privada desconocida hasta la fecha. Entre 1997 y 2017 la espiral de deuda mundial se había triplicado (de 70 a 233 billones de dólares). En 2019, meses antes de la crisis del coronavirus, el endeudamiento público y privado había vuelto a batir un nuevo récord, creciendo más el monto de la deuda generada que el PIB mundial: 255 billones de dólares, una cifra nunca vista en tiempos de paz y que parece ser un síntoma de que comprar crecimiento económico a cambio de deuda empieza a rebelarse como una quimera. Los economistas antes de la irrupción del virus ya temían que una posible desaceleración económica sorprendiera a los Estados sin margen para incrementar el gasto público, reducir impuestos y bajar los tipos de interés. ¿Qué sucederá cuando Estados como España deban hacer frente a un déficit desbocado (se calcula entre el 5% y el 10%), un aumento de la deuda pública más allá del 100% de su PIB, se desplome el ingreso por impuestos como resultado de la paralización económica (IVA, IRPFg y Sociedades) y la población más vulnerable, esa que ha sido obligada a encerrarse en casa y en muchos casos con ello ha perdido su trabajo, reclame ser rescatada? La dimensión de la catástrofe social que acompañará a la catástrofe sanitaria es de tal calado que incluso antes de estallar se llevó por delante la vida de algunos responsables políticos: Thomas Schäfer, ministro de Finanzas del estado federado de Hesse, se suicidó el 29 de marzo del 2020 cuando el número de personas infectadas en su país era de apenas 63443 y menos de 1500 personas habían fallecido en Alemania.
Es de suponer que, si fuéramos capaces de aprender de la terrible experiencia a que nos hemos visto enfrentados, uno de sus efectos debería ser obligar a la economía a aterrizar de