Descomposición vital. Kristina M Lyons
Читать онлайн книгу.href="#ulink_47ff2d33-49ca-53d7-91cd-23b168423c6d">Aprender “procesos de amazonización”
Mientras caminábamos por entre las huertas, el granero, los paneles solares, las pilas de composta y los baños secos en nuestra visita a La Hojarasca, los campesinos nos explicaban cómo funcionaba la finca-escuela. Contaban que era un sitio para la experimentación creativa y para la articulación entre campesinos —para el aprendizaje, el intercambio y para aprender haciendo—; pero también, por supuesto, entre campesinos y una constelación de organismos, elementos, seres y tecnologías. Para algunos, era un reencuentro con la diversidad de semillas, árboles, frutas, flores y plantas amazónicas. Para otros, era la primera vez que aprendían a seguir los ciclos de nutrientes solares y lunares, y también a poner atención a un mundo de metabolismos microbianos que absorben y generan energía bajo sus pies. La Hojarasca, al igual que otras fincas-escuela —tanto proyectadas como en funcionamiento— que visité, se concibió como un lugar de aprendizaje, en contraste con las fincas modelos que forman parte de los paradigmas convencionales de extensión agrícola del Estado. Alguien me explicó así la frustración de los campesinos con el modelo estatal de talleres demostrativos: “No somos carros viejos para andar de taller en taller”. En lugar de enfocarse en la transferencia de conocimiento y de modelos técnicos estandarizados con la intención de duplicarlos de una finca a la otra, la metodología de las fincasescuela propone multiplicar la agrobiodiversidad en distintas fincas mediante la proliferación de lo que Heraldo llama conocimiento vivo. En los siguientes capítulos del libro retomo los conceptos y las prácticas del conocimiento vivo, pero por ahora quiero recalcar que forma parte de los procesos experimentales en huertas y bosques precisamente porque las semillas, los suelos, las plantas, los árboles y la gente se crean por medio de relacionalidades recursivas. Estas relacionalidades siempre están en construcción, esperando su próxima materialización en condiciones socioecológicas específicas, con aptitudes e imaginarios recordados, adquiridos y en constante crecimiento.
Como lo he venido proponiendo, el aprendizaje implica procesos simultáneos de desaprendizaje y reaprendizaje. Por un lado, implica la innovación y la recuperación de modos de habitar un mundo de selva que se está destruyendo en escalas y temporalidades múltiples por distintas fuerzas. Al mismo tiempo, implica la transformación activa de las respuestas individuales y colectivas a esta destrucción. Es necesario reaprender cómo relacionarse con suelos particulares, con sus ciclos de nutrientes, con los patrones de lluvia, con las horas de sol directo, con el comportamiento de animales, microbios e insectos, con la vida vegetal y con las intradependencias entre cuencas, el piedemonte andino y la planicie amazónica. Algunos campesinos expresan esto como un paso por procesos de amazonización transicionales: yo los llamo procesos de hacerse humanos amazónicos o lo que Heraldo y la Meros, utilizando las categorías que organizan las relaciones dominantes de género en la región, llaman hombres y mujeres amazónicos (Vallejo 1993b). De manera similar a la descripción de Vinciane Despret y Michel Meuret (2016) sobre los jóvenes de origen urbano que se embarcan en procesos de hacerse pastores y reaprender las prácticas del pastoreo en el sur de Francia, aprender la selva consiste en reparar relaciones rotas y cultivar relaciones cuyo devenir aún está pendiente, es decir, relaciones que uno no conoce. Dicho de otra forma, los procesos de amazonización no tienen que ver tanto con ser de, sino que son procesos de devenir con. Este devenir creativo empieza con la reivindicación de saberes moldeados por el cultivo de la selva y por la experiencia de haber sido cultivado por ella a lo largo de generaciones milenarias. Como lo explico en detalle más adelante, las resonancias afectivas que surgen entre las fincas y en todo un territorio cuando la “vida hace la vida más feliz” son también un componente vitalmente contagioso.
Concibo al humano amazónico como aquel que aprende a componer y descomponer con los ciclos de la selva, siguiendo los impulsos sucesionales y ético-relacionales de la selva y entrando de tal forma en ellos, en esos “flujos de devenir” (Raffles 2002) que conforman un lugar.17 En el capítulo 4, me ocupo de las diversas prácticas de agrovida que conceptualizo como trayectorias de aprendizaje de selva. Partiendo del trabajo de Stengers y Pignarre, mi argumento es que estas “trayectorias de aprendizaje” (trajectories of apprenticeship) (2011, 54 y 55) no se hacen con miras a la consolidación de un movimiento de fincas agroecológicas, sino al potencial de multiplicar diversos procesos de amazonización en los cuales el humano amazónico deviene un ser entre varios seres, organismos y elementos, cultivando nuevas formas de vivir, trabajar, comer, defecar y descomponerse juntos. Digo seres, organismos y elementos de manera estratégica para reconocer la presencia de entidades informadas biológica y ecológicamente al lado de otros existentes que no caben en las categorías científicas o seculares. Las fincas, las huertas y las chagras integrales son compuestos por estos ensamblajes heterogéneos.
Las agriculturas amazónicas, análogas, sucesionales, biológicas y de selva de las que me hablaban no convergen alrededor de un modelo técnico establecido. Se trata más bien de un movimiento ético-político hacia lo que Heraldo y otros llaman una “emancipación técnica del territorio”. La emancipación del territorio —colectiva e individual, humana y no humana de modos distintos y no generalizables— se hace con relación a las formas institucionalizadas de asistencia técnica, experticias científicas y prácticas populares que no contribuyen ni surgen de vivir con un continuo relacional de existencia de selva. Para un número cada vez mayor de los campesinos que conocí, las ciencias agrícolas modernizadoras están profundamente enraizadas en estructuras capitalistas responsables del despojo de las comunidades rurales, que las convierten en consumidoras, en vez de productoras de alimentos y protectoras o guardianas de la agrobiodiversidad. Estas ciencias dejan ver sus verdaderas caras coloniales cuando se consideran un “saber” que se apropia de manera parasítica de prácticas no derivadas científicamente o las menosprecia y las hace obsoletas. Esto ocurre cuando dichas prácticas no pueden o no aspiran a demostrar su equivalencia científica o convertirse en modelos estandarizados dictados por lógicas de mercado singularizantes y regímenes dominantes de propiedad intelectual.
Por ejemplo, en varias ocasiones, Heraldo demostró cómo en vez de mandar una muestra de suelo a un laboratorio urbano y pagar por su análisis químico, los campesinos pueden comparar el suelo donde planean cultivar con estiércol fecundo en la finca. Esto se hace aplicando agua oxigenada tanto al suelo como al estiércol y comparando la intensidad del graznido de la vida microbiana para establecer si el suelo está saludable y apto para el cultivo. La razón para no consultar un laboratorio de ciencias del suelo no es solo una cuestión de reducir costos y dependencias externas en una economía campesina precaria donde rara vez las comunidades rurales tienen acceso a esa tecnología. Como intento demostrar etnográficamente a lo largo de este libro, proviene de las diferencias ontológicas entre tratar los suelos como estratos artificiales, o en el mejor de los casos como un ente natural que puede ser manipulado químicamente una y otra vez, e interactuar con los suelos como mundos vivos inextricables de sus racionalidades ecológicas. Al hacer el experimento, Heraldo me dijo que no es cuestión de saber, sino de aprender cómo cultivar y recuperar diferentes prácticas, aptitudes, disposiciones y afectos. El énfasis de Heraldo, Nelso y María Elva en procesos abiertos de aprendizaje que no conducen a la acumulación de conocimiento de aplicación universal revela una tensión que ellos y otros campesinos mantienen no solo con las ciencias agrícolas y sus nexos con los imperativos productivistas, sino también con la categoría misma del conocimiento cuando esta se separa del aprendizaje como un proceso aleccionador, compartido, multilateral, continuo y situado. Esto me recuerda la descripción de Achille Mbembe del pensamiento situado de Fanon como “pensamiento metamórfico” (2017, 161-162) y la relación mutuamente constitutiva que el pedagogo decolonial Paulo Freire (1970) propone entre saber y aprender.18 Mbembe describe el pensamiento situado de Fanon como “nacido de una experiencia vivida que siempre estaba en progreso, inestable y cambiante: una experiencia al límite, llena de riesgo” (161). Para Freire, el aprendizaje no puede entenderse como una transferencia mecánica de conocimiento de quien enseña a quien aprende, sino como un proceso de construir conocimiento a partir del conocimiento que uno ya posee desde la experiencia vivida.
Las tensiones que manifiestan los campesinos con relación a las aspiraciones universalistas de las ciencias agrícolas modernas no responden a un rechazo completo