El mundo moderno y la comprensión de la historia. Juan Carlos Chaparro Rodríguez

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El mundo moderno y la comprensión de la historia - Juan Carlos Chaparro Rodríguez


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empezó a ser aprehendida y problematizada filosóficamente. A tal efecto, ejemplificamos dicho asunto con una breve presentación de las ideas que Johann Gottfried Herder (1744-1803) e Immanuel Kant (1724-1804) produjeron en ese contexto, y destacamos cómo esa deliberación aparejó una reflexión sobre el papel que los seres humanos ocupamos y desempeñamos en la historia en tanto que sus artífices y protagonistas.

      Concatenando el contenido y el propósito de esas ideas con los procesos políticos y sociales que fueron tejiéndose durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX, en el tercer capítulo describimos y analizamos cómo, en el contexto de la ola revolucionaria que se produjo en Francia y que extendió sus efectos hacia toda Europa, uno de los más distinguidos pensadores de la época, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), elaboró una de las más persuasivas inter-pretaciones sobre el devenir y la finalidad de la historia, la cual sigue siendo tan iluminadora como polémica. El cuarto capítulo centra la atención en la descripción y el análisis de uno de los procesos más determinantes de toda la historia humana, esto es, la revolución técnico-industrial —considerada por sus contemporáneos como la auténtica expresión del progreso que guiaba la historia—, y destaca las ideas más relevantes que autores como Karl Marx (1818-1883) produjeron sobre la historia a propósito de los efectos sociales y políticos que ese mentado proceso aparejó.

      El quinto capítulo narra la desgarradora situación humanitaria en la que se halló el mundo occidental, y particularmente Europa, durante la primera mitad del siglo XX, y analiza cómo y por qué los hechos acaecidos durante esa sombría época pusieron en evidencia, por sí mismos, la insondable crisis de los celebrados paradigmas que la modernidad había construido sobre la historia, y destaca el carácter de los dolorosos testimonios que algunos sobrevivientes realizaron sobre esa traumática experiencia y las aleccionadoras reflexiones que filosofas como Hannah Arendt (1909-1975) desarrollaron sobre ese mismo asunto. En correlación con dicha situación, en el sexto capítulo comentamos y analizamos en qué términos algunos filósofos de la época buscaron explicar lo sucedido y por qué algunos de ellos, entre los cuales destacamos a Max Horkheimer (1895-1973), Theodor Adorno (1903-1969), Karl Popper (1902-1994) e Isaiah Berlin (1909-1994), sometieron a juicio a las tradicionales interpretaciones que se habían realizado sobre la historia y por qué se manifestaron a favor de superar los, a su decir, “mistificados y teleológicos metarrelatos” que los pensadores de la modernidad elaboraron sobre aquella.

      Describiendo el raudo proceso de tecnificación, militarización, mercantilización y explotación global de los recursos y de los pueblos de todo el mundo que se impulsó en muchos lugares del orbe tras el desenlace de la “era de las catástrofes”, en el séptimo capítulo destacamos las críticas que Walter Benjamin (1892-1940) y Agnes Heller plantearon en sus respectivos momentos contra la noción de progreso y resaltamos los argumentos que expusieron sobre la necesidad de resignificar y reorientar esa mentada idea, y sobre la necesidad de vindicar la responsabilidad que nos urge asumir frente a la historia, más aún cuando nos enfrentamos, como especie y civilización, a esa vasta y globalizada serie de problemas que amenazan nuestra propia existencia.

      Como corolario de lo planteado, finalmente exponemos algunas conclusiones en las que vindicamos que reflexionar sobre la historia no es una pretensiosa o banal actividad intelectual, sino que es una necesidad práctica y ética, pues a efecto de dicho ejercicio no solo podemos inquirir el sentido de nuestra propia existencia y el lugar y el papel que ocupamos y desempeñamos en tanto que agentes de la historia, sino que podremos persuadirnos sobre la responsabilidad que nos asiste por el hecho de que nuestras actuaciones no solo afectan a esos Otros con los que compartimos el mundo, sino que tienen repercusiones sobre esos Otros que nos advendrán en existencia.

      Dicho esto, deseamos expresar nuestro profundo agradecimiento a la Editorial de la Universidad del Rosario, y especialmente a su director, Juan Felipe Córdoba, y a todo su diligente equipo de trabajo por la oportunidad y la confianza que nos han brindado al momento de apoyar la publicación y divulgación de este modesto trabajo, y mismo agradecimiento queremos manifestarles a los pares académicos y al profesor William Salazar Gallego, amigo y colega, por la lectura del texto y por los acertados conceptos y sugerencias que hicieron, destacando, claro está, que la responsabilidad por las equivocaciones en que hayamos podido incurrir es exclusivamente nuestra.

      Notas

      1 Ernst Cassirer, Filosofía de la Ilustración (México: Fondo de Cultura Económica, 2008), 222-260.

      2 Agnes Heller, Teoría de la historia (Barcelona: Editorial Fontamara, 1985), 188.

       El advenimiento del mundo moderno y la vindicación del hombre en la historia

      Los históricos procesos de transformación económica, social, cultural, intelectual y espiritual que empezaron a forjarse en la Europa Occidental durante la llamada Baja Edad Media, y especialmente durante el Renacimiento, sentaron las bases de lo que conocemos como el mundo moderno y desembocaron en la formación de la propia identidad cultural europea. Asimismo, y como corolario de esos históricos procesos, los pensadores de la época forjaron una nueva noción sobre el hombre, vindicándolo como centro y agente de la historia. Describir cómo se fraguaron esos procesos y destacar los efectos que de allí se derivaron para la comprensión de la historia es el objeto de estudio del presente capítulo.

      Pastoril, bucólica, ascética, mística, reverente, devota, agorera, supersticiosa. Así fue y así transcurrió la vivencia individual y colectiva de los hombres y mujeres que habitaron la Europa Occidental durante buena parte de la Edad Media, lo cual se debió, tal y como lo ha señalado un gran sector de la historiografía que se ha ocupado del tema, a la ruralización que experimentaron las comunidades tras la disolución del Imperio romano y a las singulares formas de pensamiento y conducta que la Iglesia católica impuso a propósito de la función evangelizadora y doctrinaria que comenzó a desarrollar en el marco de su propio y paulatino proceso de constitución y consolidación institucional.

      En tal sentido, y a más de dedicar su vida a labrar los campos, a confeccionar sus propias vestimentas, a elaborar sus herramientas de trabajo, a criar animales domésticos y a servirles como labradores y guerreros a los señores que formaban la nobleza, los hombres, mujeres, niños y niñas, incluyendo a los que conformaban los estamentos nobiliarios, llevaron una vida contemplativa tanto por la fe que abrazaron por cuenta de la obra de adoctrinamiento que sobre ellos realizaron las órdenes religiosas (benedictinos, franciscanos, dominicos, cartujos, carmelitas, etc.), como por las imposiciones que la Iglesia católica fue generando y estableciendo en virtud del jerárquico y poderoso lugar y papel que esta fue adquiriendo y desempeñando en la vida de todas las personas que integraban esa jerarquizada sociedad. Gracias a los recursos económicos que fue atesorando a expensas de las oblaciones de los fieles, de las limosnas de los peregrinos y de los beneficios que obtenía por tal o cual actividad, incluyendo las indulgencias, la Iglesia se constituyó en un poderoso emporio económico a partir del cual financió sus propias y diversas empresas, el cual, paralelamente, fue fortaleciendo a efecto del monopolio que ejerció sobre la producción, divulgación y censura del conocimiento y de los diversos mecanismos de disciplinamiento y control social que fue creando.1

      En efecto, valiéndose del monopolio de la palabra y de la escritura, y blandiendo siempre en su mano las Sagradas Escrituras como muestra y herramienta de su poder, la Iglesia no solo adoctrinó a millones de personas según sus convenciones, convicciones y conveniencias, sino que hizo de la superstición un arma efectiva para atemorizar a la gente y para ejercer su poder contra aquellos que ella misma sindicaba, acusaba y castigaba por herejía, hechicería, apostasía o cualquier otra práctica considerada contraria a los ‘mandatos divinos’ o, mejor decir, a sus ‘divinos mandatos’. El placer corporal, el deseo sexual, la creatividad artística,


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