La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona

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La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual - Carlos Alberto Cardona


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      El extramisionista está a salvo de dicha aporía, toda vez que la magnitud de la distancia se infiere de la longitud del rayo visual que, a la manera de un bastón, se extiende hasta la locación ocupada por el objeto y lo toca en el lugar efectivo en donde se encuentra.

      La dificultad en sí misma exhibe uno de los mayores problemas en el marco del programa de investigación. Si nos limitamos a las herramientas que ofrece la sensación bruta, tenemos que ceder a la presión de un argumento escéptico, pues nada en la sensación bruta nos impone objeto externo alguno. El panorama cambia si admitimos que la percepción completa no se agota en la sensación bruta y que gran cantidad de propiedades percibidas atienden a un complejo proceso de reconocimiento, diferenciación y juicio.

      Ptolomeo se valió de la metáfora del bastón como su guía. Descartes, muchos siglos después, también acogió sin reserva esa metáfora, aunque se valió de ella de manera diferente (véase el apartado “Mente y cuerpo: un abismo insalvable” del capítulo 6). Esta metáfora encierra la idea según la cual percibir un objeto es una forma de tocarlo sin mediación alguna, un modo de dejarse afectar directamente por el objeto. Este no estaría entonces separado de quien lo recibe, y la distancia a la que es percibido se deduce inmediatamente de la extensión del bastón, que funciona como una prótesis que se prolonga hasta tocar el objeto. La resistencia física que ejerce el objeto sobre el bastón es, de facto, la información que el observador necesita, él no tiene que realizar inferencia alguna.

      Alhacén rompió radicalmente con esa expectativa argumentativa. El objeto, como veremos a continuación, se percibe como si estuviese separado del observador; esa distancia se advierte con base en un complejo esquema de argumentación y familiarización. El objeto, por decirlo de alguna manera, se va de nuestras manos. La percepción espacial deja de ser algo que se aprehende de manera intuitiva. El dominio completo de la espacialidad demanda, según Alhacén, los siguientes estadios:

      1. Inferir la separación espacial del objeto; es decir, advertir que los objetos que vemos en nuestro campo visual, remiten a otros que están fuera de nosotros.

      2. Cuando se trata de objetos cercanos, se busca establecer una relación de orden que determine qué objetos están más cerca y cuáles más distantes. En esta tarea, nos valemos de la manipulación de apéndices corporales (nuestros brazos, nuestras piernas, o ciertos objetos familiares, distribuidos uno a continuación del otro).

      3. Inferir la distancia de objetos muy alejados, atendiendo marcos de referencia más complejos con los cuales nos familiarizamos.

      4. Advertir la ubicación de los objetos más distantes que podamos concebir (objetos en el cielo), para los cuales ya no podemos fijar marcos de referencia familiares. En este caso, nos valemos de la construcción de teorías y de instrumentos técnicos, como el trasfondo, para evaluar distancias.

      El reconocimiento perceptual de un objeto exterior exige atender tres variables: 1) distancia, entendida como la ausencia de contacto entre dos cuerpos; 2) dirección, y 3) magnitud de la distancia.

      La presencia física de objetos externos se puede defender con argumentos semejantes al siguiente: cuando contemplamos de frente un objeto y a continuación cerramos los párpados, la imagen del objeto desaparece casi al instante. Igualmente, si empujamos el objeto y contemplamos cómo es removido del frente del campo visual, y tenemos conciencia de ello gracias al reconocimiento del esfuerzo muscular que realizamos para moverlo, podemos asociar la desaparición de la imagen con el desplazamiento del objeto. En ese orden de ideas, si la facultad de discriminación advierte que el efecto recogido en el ojo no es algo que se fije en él, puede llegar a creer que algo ocurre por fuera del ojo.

      El esquema de este argumento se ha repetido en muchos capítulos de la historia de la filosofía (a manera de ejemplo: en la sexta meditación cartesiana). Así las cosas, a partir de la sensación bruta auxiliada con la discriminación y el juicio, podemos inclinarnos a reconocer que existe una distancia entre el ojo que contempla y el objeto que provoca la contemplación interior. De este modo reconoce el sensorio la ausencia de contacto entre el ojo y el objeto, es decir, la distancia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.73). El hábito hace que en las experiencias cotidianas obviemos este complejo ejercicio de razonamiento.

      Siete siglos después, Berkeley ofreció poderosos argumentos para mostrar que no es posible percibir la separación que comenta Alhacén (véase capítulo 7). A juicio de Berkeley, la distancia es una ficción del intelecto que refuerza la extraña creencia de que existen objetos externos que detonan causalmente nuestras impresiones visuales.

      La evaluación de la magnitud de la distancia a la que se encuentra un objeto que siempre se halle cerca, se puede lograr con cierto grado aceptable de confianza, cuando entre el objeto y el ojo hay distribuida, y es claramente percibida, una serie de objetos familiares, sucesivos y distribuidos en forma ininterrumpida.

      Cuando la extensión es de un tamaño considerable, pese a que exista la serie de objetos dispuesta en las condiciones señaladas, el juicio que acompaña la sensación bruta no logra ser lo suficientemente fino como para discernir el número de objetos allí tendidos entre el ojo y el cuerpo en cuestión. Si no existe la serie de objetos que pudiese servir como referencia, es posible que nos sintamos inclinados a formular un juicio más bien temerario. Por ejemplo, si contemplamos un grupo de nubes en un terreno plano que no está acompañado por montañas, podemos llegar a creer que las nubes se disponen en regiones cercanas a los objetos celestes. Si, al contrario, las nubes se ven acompañadas de las cimas de montañas, nuestra apreciación de la distancia cambia radicalmente (Alhacén, Aspectibus, II, 3.79).

      La percepción de la magnitud de la distancia de un objeto cercano demanda, entonces, la comparación con objetos que, además de estar dispuestos en serie, tienen con nosotros una familiaridad especial. Medir la magnitud de la distancia es transferir, a la separación, la familiaridad que tenemos con estos objetos patrón.

      Alhacén ideó un interesante experimento psicológico para ilustrar sus conjeturas en relación con la evaluación de la magnitud de la distancia (véase figura 2.15). El filósofo pide imaginar un cuarto encerrado y también que el sujeto experimental no se encuentre familiarizado con dicho espacio. En el interior del cuarto se disponen dos paredes blancas de diferente tamaño y distanciadas entre sí. El sujeto contempla dichas paredes a través de una pequeña abertura a la entrada del cuarto. La pared pequeña se halla cerca de la abertura, mientras la grande se encuentra en la parte posterior. La abertura está ubicada a una altura tal que el observador no logra percibir las bases de las paredes, mientras tiene a su alcance la diferencia de altura que hay entre ellas. Dado que el observador no cuenta con una serie de objetos en una distribución continua, él no logra apreciar con claridad la distancia que separa las paredes y puede llegar a creer que contempla una pared continua y no dos paredes separadas (Aspectibus, II, 3.80).

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       Figura 2.15. Experimento psicológico. Fusión de las imágenes capturadas

      La leyenda reza así: “Me parece como si las paredes estuvieran unidas [contiguas], y algunas veces parece como si fueran una”.

      Fuente: Alhacén (Aspectibus, II, 3.80, n. 91).

      La evaluación de la magnitud de la distancia de objetos cercanos exige la presencia de una serie de cuerpos familiares entre el objeto y el observador, uno a continuación del otro. El número de cuerpos así dispuestos es una estimación de la magnitud buscada. Ahora bien, este protocolo demanda, a su vez, que estemos familiarizados de primera mano con los cuerpos que sirven de paradigma. Son los apéndices de nuestro cuerpo los que ofrecen los primeros estándares de longitud: “Todo aquello que sobre la Tierra se encuentre cerca a una persona es invariablemente medido en términos del cuerpo humano, y la vista percibe esta medida y la siente” (Alhacén,


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