Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-Figueroa

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Xaraguá. Cienfuegos VI - Alberto Vazquez-Figueroa


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de Apolo reencarnado, y pese a que Ingrid se sintiese segura de su fidelidad, el hecho de ver cómo lo acosaban a todas horas contribuía a desquiciarla.

      Y no es que se tratase de una simple cuestión de celos por culpa de una pléyade de chicuelas dispuestas a retozar sobre la arena y entre los matorrales; era la cruel constatación del hecho de que como mujer había iniciado una imparable decadencia, mientras su amante ni tan siquiera había alcanzado su total plenitud como hombre.

      –Siempre lo tuve presente… –le confesó a Anacaona en una de las escasas ocasiones en que aceptó hablar sobre sí misma y sus problemas–. La diferencia de edad es algo que dormía en lo más profundo de mi mente como una amenaza que pugna por emerger, pero egoístamente me esforcé en rechazarla. Sin embargo, ahora ha florecido como una hedionda rosa negra y me resulta imposible ignorarla.

      –Pero él te ama –musitó la princesa–. Te ama más que a su propia vida.

      –Lo sé –admitió la alemana–. Pero en ocasiones los sentimientos y la Naturaleza siguen caminos diferentes.

      –No te entiendo.

      –Sí que lo entiendes… –fue la firme respuesta–. Tienes la suficiente experiencia y eres lo bastante hermosa como para entenderlo. El amor que aún sientes por Alonso de Ojeda nada tiene que ver con las noches que pasas con los guerreros de tu guardia.

      –Ojeda está lejos. Tú estás aquí.

      –En cierto modo estoy tan lejos como el mismo Ojeda.

      –¿Dónde?

      –Lo ignoro –reconoció doña Mariana con amargura–. Intento descubrir en qué lugar habita mi pensamiento cuando no está conmigo, pero no consigo averiguarlo.

      –Los cristianos sois muy extraños.

      Eludió responder que no era cuestión de religión, raza o cultura, sino que se trataba de algo mucho más íntimo, puesto que tenía la sensación de haber corrido locamente tras un sueño, y al atraparlo descubría que se le escurría de nuevo entre las manos.

      Su felicidad había durado apenas un instante; el que medió entre encontrar a Cienfuegos y el día en que la encarcelaron, y a pesar de que ya estuviera libre, una áspera voz le gritaba en su interior que todo estaba a punto de terminar.

      A menudo se sentaba en el porche a ver cómo el gomero jugaba con los niños, o incluso se pasaba gran parte de la noche velando su sueño y admirando la soberbia belleza de una criatura que parecía recién salida del cincel de un escultor, y aunque se sabía dueña absoluta de aquel cuerpo, al igual que sabía que él estaba sediento de ofrecérselo, se sentía incapaz de disfrutarlo, como si el simple gesto de acariciarlo constituyese un sacrilegio o un pecado impropio de una mujer demasiado madura. Le agradaba contemplarlo cuando la primera claridad del alba desvelaba cada uno de sus miembros como si los fuera despojando de un velo tras otro hasta dejarlo desnudo por completo, y se extasiaba entonces al recordar los lejanos días en que le hacía el amor junto a una laguna, aunque ni aun entonces osaba alargar la mano y rozar una piel y unos músculos que habían sabido transportarla al Paraíso.

      Y es que aquellos recuerdos se le antojaban tan hermosos porque en ellos veía su propio cuerpo, firme y brillante, vibrando mientras él la penetraba, y le dolía el alma al advertir que, cuando ahora la poseía, era ella la que ya no experimentaba lo mismo que en aquellos lejanos días, ni se entregaba de idéntica manera.

      No era la misma su piel, ni sus carnes, ni sus muslos cuando sus piernas se enroscaban a su cintura; ni era semejante su ansia, ni el calor de su sexo, ni aun la intensidad y alegría de su orgasmo.

      A menudo le asaltaba la sensación de estar ofreciendo pedruscos al precio al que antes ofreciera diamantes, y en cierto modo consideraba que estaba estafando a quien amaba.

      Sus pechos ya no eran tan firmes como antaño, y en su rostro habían hecho su aparición profundos surcos, pero no era la flaccidez ni las arrugas lo que más le inquietaba, sino el antiguo ardor y el entusiasmo que por desgracia le faltaban.

      Era tal el amor que sentía por Cienfuegos que experimentaba la acuciante necesidad de ofrecerle lo mejor de este mundo, pero sabía muy bien que ya lo mejor no era ella misma. Era tal la necesidad que tenía de verlo disfrutar como lo hiciera en la laguna que se odiaba por no ser capaz de entregarse como se entregaba años atrás, y tal vez eso contribuía a hundirla aún más en una invencible depresión que acabaría por destruirla.

      Por su parte el canario se mostraba paciente y resignado, confiando en que algún día un cuerpo en el que él continuaba sin descubrir defecto alguno respondería con la misma intensidad que respondiera antaño a sus caricias, pese a lo cual algunas noches no podía evitar sentirse sutilmente rechazado, como si la dulce y profunda cueva en que hubiera deseado habitar para siempre no fuese ya el único hogar que tuvo nunca.

      Eterno vagabundo, su más preciado sueño fue volver a refugiarse en el seno de Ingrid para reencontrar el calor y la paz que tanto ansiaba, pero ese calor y esa paz ya no estaban allí para acogerlo.

      Ninguna otra mujer contaba para él, pues vivía enamorado del recuerdo de lo que fuera Ingrid tiempo atrás, y sabía por experiencia que nadie le proporcionaría nunca ni sombra de la dicha que ella le daba cuando se conocieron.

      No alcanzaba a distinguir las arrugas en su rostro, flaccidez en sus pechos o una piel menos tersa, pues todo cuanto seguía viendo al contemplarla era un semblante inimitable y unos ojos que semejaban las aguas del Caribe entre los arrecifes de una isla desierta.

      Decidió limitarse a esperar a que se recobrara mientras el «Milagro» regresaba de España, pues aunque ya hubiera transcurrido el plazo que Ovando les diera para abandonar la isla so pena de ahorcarlos, agradecía que el altivo navío no hubiera hecho aún su aparición, consciente de que no era aquel el momento de lanzarse a la aventura de fundar una colonia lejos de La Española. Resultaba evidente que los hombres del gobernador nunca los encontrarían en pleno corazón de Xaraguá, y por lo tanto aquel era un buen lugar para permanecer a la espera de que la alemana volviese a ser la decidida mujer que siempre fuera, pasando a convertirse de nuevo en una ayuda en lugar de la rémora que significaba en su estado actual.

      El viejo Yauco inventó un brebaje a base de hongos que parecía tener la virtud de ayudarla a reaccionar durante algunas horas, pero tanto el gomero como Bonifacio Cabrera eran de la opinión de que semejante tratamiento no podía resultar beneficioso a largo plazo.

      –Vive drogada –se quejaba Cienfuegos–. Y llegará un momento en que no conseguirá sentirse bien sin recurrir a esa porquería.

      –Dale tiempo.

      –No es cuestión de tiempo, sino de voluntad, y temo que lo que Yauco le ofrece anula aún más su voluntad –fue la convencida respuesta del cabrero–. Tengo que obligarla a reaccionar, pero no se me ocurre cómo.

      –Engáñala.

      –¿Cómo has dicho?

      –Que la engañes –replicó con naturalidad el renco–. Engáñala haciéndole creer que te estás acostando con otra. Tal vez la posibilidad de perderte la obligue a reaccionar.

      –O tal vez la hunda definitivamente –le hizo notar el otro–. A menudo tengo la impresión de que eso es precisamente lo que está esperando: que le demuestre que ya no me interesa como antes. Y no es así.

      –Extraña situación en la que dos seres no pueden ser felices porque se aman demasiado –sentenció Bonifacio Cabrera–. La vida debería ser mucho más lógica.

      –No es culpa mía.

      –Nadie te culpa. Pero tampoco puedes culparla. A veces, cuando estáis juntos pareces su hijo, y ella lo nota.

      –¿Qué puedo hacer para evitarlo?

      –Supongo que nada.

      Pero el canario sí que lo hizo, puesto que al día siguiente, en el momento en que penetró en la cabaña y sorprendió a Ingrid mirándose en el pequeño espejo de plata que siempre llevaba consigo,


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