La hiena de la Puszta. Leopold von Sacher-Masoch
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Lo desordenado de sus gestos y la falta del cinturón que recogiera los pliegues de su túnica, hicieron que el cuerpo de la exaltada amante apareciera a intervalos íntegramente desnudo bajo la rica tela, mostrando ahora un orgulloso pecho o los muslos torneados y enfundados en medias oscuras.
El barón, excitado por aquel sugestivo espectáculo, por la belleza de Anna a la que la indignación acentuaba su atractivo, no pudo por menos que recibir los latigazos en estado de erección y el dolor del castigo muy pronto se confundió con la voluptuosidad del placer, haciendo que quedaran mojados los impecables pantalones de gala que lucía.
CAPÍTULO II
Seis meses más tarde, muy de mañana, Anna Klauer, que estaba al acecho, se acercó al barón Steinfeld en el momento en que éste salía del hotel Kärntner, en la calle del mismo nombre. El rostro de su ex amante palideció al verla mientras que sus rasgos se endurecían.
—Si tienes miedo a que te haga una escena en plena calle —advirtió la joven—, acompáñame hasta mi casa.
Éste obedeció porque, en efecto, lo que más temía era dar un escándalo en público.
Una vez que estuvieron entre las paredes donde tan apasionadamente se habían amado, el barón lanzó en derredor una mirada de profunda sorpresa. Los cuadros, los caros espejos y la mayor parte del lujoso mobiliario había desaparecido.
—No los busques —advirtió su antigua amante sarcásticamente—, los he liquidado uno tras otro para no tener que venderme yo misma o tener que mendigar. Me habías dado caprichos de princesa, añadió con amargura, y trabajar me pareció que era degradante.
Desabrochando su abrigo se ofreció sin máscara alguna ante los ojos del barón cuyos labios temblaban.
—Como puedes observar —dijo—, vamos a tener un hijo. Bajo ninguna otra circunstancia, después de lo sucedido entre nosotros, habría acudido a ti. Pero esto es diferente. Este hijo nos llena de compromisos tanto a ti como a mí. Y el primero de los tuyos es que me tomes como esposa.
Los ojos del barón centellearon.
—Hubiera debido esperar algo de este tipo. Ahora bien, debes saber que no cederé a la amenaza. Sin embargo, estoy dispuesto a ayudarte, a proporcionarte una renta...
—No quiero tu oro, cortó la joven, es a ti a quien quiero, y tu nombre para nuestro hijo.
El barón lanzó una carcajada cínica.
—¡Pero estás completamente loca! Nadie se casa con las chicas de tu clase. ¡De verdad creías seriamente que daría el nombre que llevo a una amante!
Desesperada por la crueldad de su antiguo protector y enferma ante la certeza de que su causa estaba perdida, Anna empezó a llorar desconsolada.
—¡Ten cuidado! —dijo al fin, después de haber recobrado la calma mediante un poderoso esfuerzo de voluntad—, puedo ser para ti una esposa fiel y tierna. Ninguna de las princesas o condesas que frecuentas es capaz de acariciarte, besarte y satisfacer todos tus vicios como yo sé hacerlo. Acuérdate...
El barón, exasperado por esta insistencia se limitó a alzar los hombros. Anna le retuvo aferrándose a uno de sus brazos.
—Me conoces —insistió con voz grave—, tengo carácter y no dejaré que me traiciones. Me vengaré.
Steinfeld se soltó violentamente.
—No tendrás nada y no te tengo ningún miedo. ¿Acaso imaginas que me he creído por un sólo instante esa fábula de que el hijo que esperas es mío?
Llena de rabia por ese desprecio cruelmente exhibido, herida en su orgullo, no pudiendo contener por más tiempo su natural violencia de carácter se abalanzó sobre el barón. A pesar de que éste dio un salto hacia atrás, las afiladas uñas lanzadas como zarpas le arañaron el rostro e hicieron aflorar la sangre.
—¡Lárgate! —gritó casi en el borde del histerismo—, ¡sal de aquí y de mi vida para siempre!
Steinfeld, satisfecho de dar por concluida la escena volvió la espalda y se fue sin lástima ni remordimiento.
Tres semanas después se casaba con la condesa Thurn en la catedral y la joven pareja, tras concluir la ceremonia, emprendía camino hacia París donde iban a pasar la luna de miel.
Anna Klauer, repuesta de su abatimiento inicial, hizo frente a la situación con la energía que le era característica. Había trazado ya en su mente todo un plan de actuación y estaba dispuesta a ejecutarlo hasta el fin con feroz determinación. Y, por supuesto, incluía éste la comisión de crímenes inexplicables.
Al día siguiente de la entrevista con su pérfido amante, Anna Klauer vendió el resto de su mobiliario y todas sus joyas. Únicamente conservó los costosos vestidos ya que pensaba que le serían de utilidad para la comisión de su plan. El producto de las ventas le reportó la considerable suma de sesenta mil gulden,2 colocándola al abrigo de cualquier necesidad.
Su primera compra fue un par de pistolas que destinaba a un uso preciso en su imaginación, pero que permanecía envuelto en el mayor misterio.
Escogió como retiro una modesta vivienda en los alrededores de Luxemburgo, en donde se encerró a la espera del regreso del barón. Pero los acontecimientos y las exigencias de la naturaleza habían de alterar ligeramente sus proyectos. El barón y su joven esposa prolongaron un tiempo más su estancia en el extranjero. El despecho que esta noticia produjo en Anna hizo que se le adelantara el parto.
Llegado el momento, se adentró en el vasto parque cercano a la ciudad. La noche era cerrada y sin estrellas. Torturada, afligida, pero sin exhalar ningún lamento, la joven se tendió en la hierba tras un matorral y fue allí donde en medio de enorme sufrimiento trajo al mundo al hijo de Steinfeld.
Sin perder un instante, sin preocuparse por su vientre desgarrado, ahogó al niño con ayuda de un pañuelo y arrastrándose con esfuerzo hasta la orilla del lago lo hundió en las aguas.
Durante mucho rato estuvo derramando lágrimas de sangre.
Aquellas lágrimas, tendría que pagarlas muy caras su ex amante.
Unos días más tarde, recuperada ya totalmente, Anna cerró su pequeña vivienda y regresó a Viena donde obtuvo, por mediación de un empleado de la alcaldía, documentación bajo nombre supuesto. Para vencer las vacilaciones del funcionario tuvo que pagarle con su propia persona después de haber dejado ya, en sus manos voraces, una buena suma de dinero. Pero, tal y como se ha dicho, la voluntariosa Anna estaba por completo decidida a no retroceder ante nada con tal de cumplir su venganza. ¿Acaso no tenía un segundo cadáver que vengar? Tras el de su amor, estaba el del niño.
Estaba sola en el diminuto y recargado despacho del Estado civil en compañía del burócrata cuyas miradas dirigidas con toda intención a su pecho, a sus largas piernas y a su silueta arqueada, habrían sido elocuentes incluso para una chica virgen. Pero Anna no lo era, y desde luego, sabía perfectamente lo que significaban ciertas expresiones en la mirada de los machos.
Aquellos papeles que la dotarían de nueva identidad le eran tan necesarios como la misma vida. Estaba decidida a todo con tal de conseguirlos. Y esto es lo que hizo comprender a su interlocutor cuando éste se atrevió, con una mano blanda y fofa, a palpar su esbelto talle.
—Seré amable con usted —prometió ella—, pero antes debe cumplimentar estos papeles.
Una vez que todos los obstáculos fueron eliminados como por milagro, ya que el funcionario hizo prodigios y puso en ello todo el celo que la ocasión requería para que todo estuviera listo en un santiamén, una vez que la que hasta entonces había sido Anna Klauer, entró en posesión de su nueva identidad, entonces, ésta se arrodilló a los pies del chupatintas y sus manos se activaron en el ataque al cierre del pantalón.
Los botones cedieron