La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
Читать онлайн книгу.una voz, una voz de joven, me replicó él. ¿Quisiera Vd. darme su mano y guiarme adentro, mi bueno y amable niño?
Tendíle mi mano y en un instante aquella horrible criatura sin vista, que tan dulce hablaba, se apoderó de ella como con una garra. Asustéme tanto que pugné por desasirme, pero el ciego me atrajo poderosamente junto a sí con sola una contracción de su brazo.
—Ahora, muchacho, díjome, llévame á donde está el Capitán.
—Señor, le contesté, bajo mi palabra le aseguro que no me atrevo.
—¡Oh! replicó él con una risita burlona, llévame en el acto ó te destrozo el brazo.
Y así como lo dijo, me dió un apretón tan horrible que me obligó á lanzar un grito.
—Señor, añadí entonces, si no me atrevo, es sólo por Vd. El Capitán ya no es el mismo que era antes. Ahora tiene siempre junto á sí una cuchilla desenvainada. Otro caballero...
—¡Vamos, vamos, en marcha! me interrumpió el ciego, con una voz tan áspera, tan fría, tan ingrata y tan espantable como no he vuelto á oir jamás otra en mi vida. Ella me atemorizó más todavía que el dolor que antes sentí, así es que sin vacilar le obedecí, llevándolo directamente adentro, hacia la sala, en donde nuestro viejo y enfermo filibustero permanecía sentado, entregado á su vicio de tomar rom. El ciego se mantenía apretado á mí, sujetándome como con una tenaza férrea, en su mano formidable, y dejando cargar sobre mí, más peso de su cuerpo, del que yo podía razonablemente soportar.
—Llévame derecho á donde él está, me repitió, y cuando ya esté yo á su vista, grítale: “Bill, aquí esta uno de sus amigos.” Si no lo haces así yo te repetiré este juego; y diciendo esto volvió á retorcerme el brazo de una manera tan brutal y dolorosa que creí que iba á desmayarme. Con una y otra cosa fué tal el terror que me cogió por el mendigo ciego que me olvidé de todo mi antiguo miedo al Capitán y, tan luego como abrí la puerta de la sala exclamé como se me había ordenado:
—¡Bill, aquí está uno de sus amigos!
El pobre Capitán levantó los ojos y le bastó la primera ojeada para que su cabeza quedara instantáneamente libre de los humos del rom que había alojado en ella y se pusiera de todo punto natural y despejada. La expresión de su rostro no era tanto ya de terror como de mortal y angustiosa agonía. Hizo un movimiento para ponerse en pie, pero no creo que le quedara ya fuerza suficiente en el cuerpo para realizarlo.
—Veamos, Bill, díjole el mendigo, no hay para que incomodarse; quédate allí sentado en donde estás. Aunque yo no puedo ver, puedo oir, sin embargo, hasta el movimiento de un dedo. No hablemos mucho; vamos al asunto; negocio es negocio. Levanta tu mano izquierda... muchacho, toma su mano izquierda por la muñeca y acércala á mi mano derecha...
Ambos obedecimos como fascinados, al pie de la letra, y noté entonces que el ciego hacía pasar á la del Capitán algo que él traía en la mano misma con que empuñaba su bastón. El Capitán apretó y cerró aquello en la suya nerviosa y rápidamente.
—¡Ya está hecho! dijo entonces el ciego y al pronunciar estas palabras se desasió de mí bruscamente y con increíble exactitud y destreza, salió, de por sí, fuera de la sala y se lanzó al camino real, sin que yo hubiera podido todavía moverme del sitio en que me dejó, como petrificado, cuando ya se había perdido á lo lejos el tip-tap de su caña tentaleando, á distancia, sobre la vía por donde marchaba.
Pasóse algún tiempo antes de que el Capitán y yo volviéramos á nuestros sentidos, pero al cabo, y casi en el mismo momento, solté su puño, que todavía tenía cogido; lanzó él una mirada ansiosa á lo que tenía en la palma de la mano y en seguida exclamó poniéndose violentamente en pie:
—¡Á las diez!... ¡todavía es tiempo!
Al decir esto y ponerse en pie, vaciló como un hombre ebrio, llevóse ambas manos á la garganta, se quedó oscilando por un momento, y luego, con un rumor siniestro y peculiar, se desplomó cuan largo era, dando su rostro en el suelo.
Yo me precipité hacia él, llamando á gritos á mi madre. Pero todo apresuramiento era vano. El Capitán había caído ya muerto, acometido por un ataque de apoplegía fulminante.
¡Cosa extraña y curiosa! Yo, que ciertamente no había tenido jamás cariño por aquel hombre, por más que en sus últimos días me inspirase una gran compasión, tan luego como lo ví muerto, rompí en un verdadero mar de lágrimas. Aquella era la segunda muerte que yo veía y el dolor de la primera estaba todavía demasiado reciente en mi corazón.
CAPÍTULO IV EL COFRE DEL MUERTO
SIN perder un instante, por supuesto, hice entonces lo que quizás debí haber hecho mucho tiempo antes, que fué contar á mi madre todo lo que sabía, y desde luego ví que nos encontrábamos en una posición sobre manera difícil. Parte del dinero de aquel hombre—si alguno tenía—se nos debía á nosotros evidentemente; pero no era muy presumible que los extraños y siniestros camaradas del Capitán, sobre todo, aquellos dos que ya me eran conocidos, consintieran en deshacerse de parte del botín que pensaban repartirse, por pagar las deudas del hombre muerto. La orden que el Capitán me había dado, como se recordará, de que saltase al punto sobre un caballo y corriese en busca del Doctor Livesey hubiera dejado á mi madre sola y sin protección, por lo cual no había que pensar en ello. La verdad es que nos parecía imposible á ambos el permanecer mucho tiempo en la casa: los rumores más comunes é insignificantes como el carbón cayendo en las hornillas del fogón de la cocina, el tic-tac del reloj de pared y otros por el estilo, nos llenaban, en aquellas circunstancias, de terror supersticioso. Las inmediaciones de la casa nos parecían llenar el aire con el ruido apagado de pisadas cautelosas que se acercaban, así es que, entre aquel cadáver del pobre Capitán, yaciendo sobre el piso de la sala, y el recuerdo de aquel detestable y horroroso pordiosero ciego, rondando quizás muy cerca y tal vez pronto á volver, hubo momentos en que, como dice un adagio vulgar, no me llegaba la camisa al cuerpo. Había, pues, que tomar una resolución pronta, cualquiera que fuese, y al fin nos ocurrió irnos juntos y pedir socorro en la aldea cercana. Todo fué decir y hacer. Aun cuando estábamos con la cabeza toda trastornada, no vacilamos en correr, sin tardanza, enmedio de la tarde que declinaba y de la espesa y helada niebla que todo lo envolvía.
La aldea, aunque no se veía desde nuestra posada, no estaba, sin embargo, sino á una distancia de pocos centenares de yardas, al otro lado de la caleta vecina, y—lo que era para mí un grandísimo consuelo—en dirección opuesta de la que el mendigo ciego había hecho su aparición, y probablemente de la que también había seguido en su retirada. No tardamos mucho tiempo en el camino, por más que algunas veces nos deteníamos repegándonos el uno al otro para prestar oído. Pero no percibimos ruido alguno anormal; nada que no fuese el vago y suave rumor de la marea y los últimos graznidos y aleteos postreros de los habitantes de la selva.
Acababa de oscurecer cuando llegamos á la aldea, y jamás olvidaré lo mucho que me animó el ver en puertas y ventanas el brillo amarillento de las luces; aunque ¡ay! como muy pronto iba á verlo, aquel era el único auxilio que podíamos esperar por aquel lado. Porque no hubo un alma—por más vergonzoso que esto sea para los hombres aquellos—no hubo un alma que consintiera en acompañarnos de vuelta á la posada. Mientras más detallábamos nuestras cuitas, más veíamos que hombres, mujeres y niños se aferraban en quedarse al abrigo de sus propios hogares. El nombre del Capitán Flint, por más que para mí fuese completamente extraño, era bastante conocido para algunos de aquellos campesinos y bastaba él solo para llevar á sus corazones un gran peso de terror. Algunos de aquellos hombres que habían estado