Ensayos I. Lydia Davis

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Ensayos I - Lydia  Davis


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objetivo al informar. Más aún que en Williams, Lucia veía en Chéjov (otro médico) un modelo y un maestro. De hecho, en una carta a su amigo Stephen Emerson, también escritor, afirma que lo que le da vida a la obra de ambos es su desapego profesional, combinado con la compasión. Después menciona que los dos recurren a detalles específicos y son sintéticos: “No escriben palabras que no hacen falta”. Desapego, compasión, detalles específicos, síntesis: vamos por buen camino si queremos identificar algunos de los rasgos más importantes de la buena escritura. Pero siempre hay algo más por decir.

      ¿Cómo lo hace? Lo cierto es que nunca sabemos lo que vendrá. Nada es previsible. E, igualmente, todo nos resulta natural, verosímil, fiel a nuestras expectativas psicológicas y emocionales.

      Al final de “Doctor H. A. Moynihan”, la madre de la narradora parece enternecerse un poco con su padre, un viejo alcohólico, cruel y prejuicioso: “Ha hecho un buen trabajo –dijo mi madre–”. Estamos llegando al desenlace y pensamos (después de lo aprendido tras años de leer cuentos) que la madre va a ceder, que las familias con problemas pueden reconciliarse, al menos durante un rato. Pero cuando la hija le pregunta: “Ya no le odias, ¿a que no, mamá?”, la respuesta, de una honestidad brutal y en cierta medida satisfactoria, es: “Ah, sí… No te quepa duda”.

      Berlin es implacable, no se ahorra golpes y, sin embargo, la brutalidad de la vida siempre se ve moderada por su compasión ante la fragilidad humana, por la agudeza y la inteligencia de la voz narrativa, y su conciliador sentido del humor.

      En un cuento llamado “Silencio”, la narradora afirma: “No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”. (Aunque algunas cosas, agrega, no eran nada divertidas).

      A veces el humor es un poco grosero, como en “Atracción sexual”, donde la prima linda, Bella Lynn, toma un avión con la esperanza de hacer carrera en Hollywood, y lleva un corpiño inflable, pero el corpiño explota cuando el avión alcanza la altitud de crucero. Por lo general, recurre a un humor más sutil, que surge naturalmente en el decurso narrativo. Por ejemplo, dice sobre la dificultad de comprar bebidas alcohólicas en Boulder: “Las licorerías son pesadillas mastodónticas del tamaño de unos grandes almacenes. Podrías morir de delírium trémens antes de encontrar el pasillo del Jim Beam”. Luego nos informa que “la mejor ciudad es Albuquerque, donde las licorerías disponen de ventanillas para comprar desde el coche, así que ni siquiera te has de quitar el pijama”.

      Como en la vida, la comedia puede emerger en medio de la tragedia: la hermana menor, que se está muriendo de cáncer, se queja: “¡Nunca volveré a ver un burro!”, y al final las dos hermanas se echan a reír, pero es difícil olvidar esa exclamación tan emotiva. La muerte de pronto está a la mano: ya no habrá más burros, ni tantas otras cosas.

      ¿Será que desarrolló su fantástica habilidad para contar historias gracias a los cuentacuentos que conoció de chica? ¿O será que siempre se sintió atraída por los cuentacuentos, así que los buscó y aprendió de ellos? Ambas cosas, sin duda. Lucia tenía un instinto natural para la forma, para darles estructura a los relatos. ¿Natural? Me refiero a que sus relatos poseen una estructura equilibrada y sólida, pero pasan con muchísima naturalidad aparente de un tema a otro o, en algunos casos, del presente al pasado. Incluso dentro de una misma oración, como a continuación:

      Seguí trabajando mecánicamente frente a mi escritorio, contestando llamadas, pidiendo oxígeno y técnicos de laboratorio, mientras me dejaba arrastrar por cálidas olas de sauce blanco, enredaderas de caracolillo y charcas de truchas. Las poleas y los volquetes de la mina por la noche, después de las primeras nieves. El cielo estrellado como el encaje de la reina Ana.

      Y además, están esos finales. En muchos de sus cuentos, ¡paf!, llega el desenlace sorprendente e inevitable a la vez, resultado orgánico del material narrativo. En “Mamá”, la hermana menor encuentra el modo de solidarizarse, por fin, con su madre difícil, pero las últimas palabras de la hermana mayor, la narradora (que habla sola o con los lectores) nos toman por sorpresa: “Yo… no tengo compasión”.

      ¿De dónde nacen las historias de Lucia Berlin? Johnston ofrece una posible respuesta: “Partía de algo tan simple como la línea de una mandíbula, o una mimosa amarilla”. Y Lucia ha dicho: “Pero la imagen debe conectarse con una experiencia determinada, intensa”. Además, en una carta a August Kleinzahler, describe cómo avanza en el relato: “Arranco, y después es como cuando te escribo estas líneas, solo que son más legibles”. Pero, al mismo tiempo, parte de su mente seguramente controlara la forma y la secuencia del cuento, y también su desenlace.

      Berlin decía que la historia debía ser real, aunque no sé bien qué quería decir con eso. Creo que se refería a que no fuera artificiosa, ni azarosa, ni arbitraria: había que sentirla, debía tener una carga emocional. A un estudiante le señaló que su historia era demasiado ingeniosa: no trates de ser ingenioso, le dijo. Una vez, estaba componiendo en un linotipo, en metal caliente, y al cabo de tres días de trabajo volvió a fundir los lingotes porque, según dijo, el cuento era “poco auténtico”.

      ¿Y qué pasa con la dificultad del material (real)?

      “Silencio” es un relato donde Lucia incluye los mismos sucesos reales que también le menciona brevemente a Kleinzahler, en una suerte de escritura taquigráfica y tortuosa (“Lucha con Esperanza devastadora”). En el cuento, el tío de la narradora, John, que es alcohólico, conduce borracho con su sobrina en la camioneta. Atropella a un niño y a un perro, lastima al niño y deja ensangrentado al perro, pero no se detiene. Lucia Berlin le dice a Kleinzahler, a propósito del incidente: “La desilusión cuando atropelló al chico y al perro fue Tremenda para mí”. En el hecho convertido en ficción, el incidente y el dolor se repiten, pero también se encuentra una suerte de resolución. La narradora conoce a John cuando no es tan joven, está felizmente casado y es un hombre amable y cordial que ya no bebe. Las últimas palabras de la narradora en el relato son: “Por supuesto a esas alturas yo ya había comprendido todas las razones por las que no pudo parar la camioneta, porque para entonces era alcohólica”.

      Sobre cómo tratar el material difícil, Lucia comenta: “Tiene que producirse, de alguna manera, una alteración imperceptible de la realidad. Una transformación, no una distorsión de la verdad. El cuento será la verdad, no solo para quien escribe, también para quien lee. En todo buen texto literario la emoción surge al reconocer esa verdad, no al identificarse con una situación”.

      Una transformación, no una distorsión de la verdad.

      Hace más de treinta años que conozco la obra de Lucia Berlin, desde que compré el delgado libro de tapa blanda, beige, que publicó Turtle Island en 1981 con el título Angel’s Laundromat. Cuando apareció su tercera colección de cuentos ya había logrado entrar en contacto con ella, a cierta distancia, si bien ya no recuerdo cómo. En la página de guarda del precioso Safe & Sound (Poltroon Press, 1988), tengo su dedicatoria. Nunca llegamos a encontrarnos cara a cara, aunque en una oportunidad estuvimos a punto.

      Con el paso del tiempo sus publicaciones salieron del mundo de las pequeñas editoriales para entrar en el mundo de las editoriales medianas, primero con Black Sparrow y luego con Godine. Uno de sus libros ganó el American Book Award. Pero aun con ese reconocimiento y una horda de fanáticos, seguía sin encontrar el amplio público que ya debería haber tenido a esas alturas.

      Siempre tuve la impresión de que en otro cuento suyo aparecía una madre con sus hijos recolectando los primeros espárragos silvestres de la primavera, pero por ahora solo la he encontrado en otra carta que me escribió. Yo le había mandado una descripción de los espárragos que hizo Proust. Me respondió:

      Los únicos que he visto crecer eran los silvestres, verdes y delgados como crayones. En Nuevo México, cuando vivíamos a las afueras de Albuquerque, cerca del río. Un día de primavera se aparecían pasando la alameda. Como de quince centímetros, la altura ideal para arrancarlos. Mis cuatro hijos y yo los recolectábamos por decenas, mientras la abuela Price y sus chicos estaban río abajo, y los Waggoner, río arriba. Nadie los veía antes, cuando medían unos pocos centímetros,


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