Ensayos I. Lydia Davis

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Ensayos I - Lydia  Davis


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hasta las nueve. Mientras miraba a través del cristal, los ojos del viejo se iluminaron un instante bajo las pobladas cejas. Poco a poco, se llevó las manos al cuello del abrigo y lo levantó. Ya lejos del cristal, apoyó las manos sobre los suaves flecos de su chal, hizo una breve pausa y retomó la marcha.

      Qué cosa más difícil de decidir, se puso a pensar. No lo quiero en casa conmigo. No se queda quieto como un viejo, sino que come y toma mucho. Nunca se contentaría con tortilla y verduras. Frunció el ceño y luego se puso a pensar en otras cosas. ¿Debería tomar el té en la esquina o volver a casa y tomar un poco de maté? Caminaba solo a paso lento e imaginaba con detalle cada experiencia. Lo consolaba sostener el maté plateado entre las manos, remover las hojas con la larga bombilla plateada. Sentarse en silencio con sus reflexiones, con sus propios olores a humedad, con los sonidos a los que estaba acostumbrado, el ruido metálico de los ascensores al abrirse y cerrarse detrás de la puerta en el pasillo y un murmullo ocasional de voces, el tic tac de un pequeño reloj despertador en su habitación, las otras habitaciones en silencio. Podía sentarse a la mesa de la cocina con La Prensa plegada ante los ojos y volver a mirar la reseña de la primera aparición de Ricci en la ciudad. Estaba a gusto tomando la amarga bebida caliente mientras leía sobre la brillante cadencia que abría el concierto de Ginastera, mientras recordaba la perfecta entonación del violín. Ricci parecía solo al borde del escenario, con la orquesta silenciosa a su espalda. El viejo volvió a fruncir el ceño y se frotó los ojos; se sintió avergonzado, humillado por el ataque de tos. Quería escuchar cada secuencia y cada intervalo, pero resollaba y se atragantaba. Las otras tres mil personas estaban en silencio. Se dijo enojado a sí mismo: Soy un viejo ridículo, estoy arruinando la música.

      Según recuerdo, no consideraba a Hemingway una de mis influencias, pero ahora noto las semejanzas: el lenguaje simple, la repetición, las descripciones concretas, la ambientación en un lugar foráneo de habla hispana, los nombres de las cosas en su lengua.

      Aquí, a modo de comparación, está el primer párrafo de “Un lugar limpio y bien iluminado”, que, aunque suele incluirse en antologías y abordarse en la escuela o la universidad, no ha perdido para nada la eficacia a la hora de describir, con gran belleza, un lugar y tres personajes. La empatía con que Hemingway retrata al viejo puede haber inspirado incluso, en parte al menos, al viejo de mi cuento. Me pregunto si es posible (aunque se me acaba de ocurrir ahora, al analizar la conexión con Hemingway) que ciertos materiales narrativos o ambientaciones desencadenen en el escritor una reacción y se despierten recuerdos subliminales de reacciones anteriores a un texto importante que ha leído en el pasado. Es decir, ¿será que la ambientación exótica de Buenos Aires, el idioma español, la imagen de cierto tipo de hombres en la calle, en su conjunto, provocaron una conexión sináptica en mi cerebro que me llevó a “Un lugar limpio y bien iluminado”?

      Era tarde y el único cliente que quedaba en el café era un viejo sentado a la sombra que las hojas del árbol proyectaban al interceptar la luz eléctrica. De día la calle estaba llena de polvo, pero por la noche el rocío impedía que el polvo se levantara, y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia. Los dos camareros que había dentro del café sabían que el hombre estaba un poco borracho, y aunque era un buen cliente, sabían que si se emborrachaba demasiado se iría sin pagar, por lo que no le quitaban el ojo de encima.

      Las diferencias también son evidentes, por supuesto. En el pasaje de Hemingway hay un uso más deliberado de la repetición: “Los dos camareros […] sabían que el hombre estaba […] borracho, y […] sabían que si se emborrachaba demasiado”; también está el uso atípico e intencional de las “y” reiteradas en el párrafo –“y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia”–, al tiempo que resulta llamativa la ausencia de comas donde otro escritor podría incluirlas; además, se insiste a lo largo del cuento en ciertos elementos de la descripción física: la luz, las sombras, las hojas y el árbol, el polvo y el rocío, la tranquilidad. La recurrencia de las imágenes y la sencillez de la sintaxis se suman a la claridad con la que se imprimen en nuestra mente.

      Unos cuantos años después de la universidad, cuando ya estaba instalada en Francia, escribí otro relato basado en mis experiencias en Buenos Aires. Necesito explicar, primero, que el departamento que mis padres subalquilaban incluía los servicios de una madre y una hija, cama adentro, que cocinaban y hacían los quehaceres domésticos. Y, como era tradicional en un gran departamento de lujo, sus habitaciones estaban al fondo de la cocina. El alquiler del departamento, incluidas la cocinera y la mucama, debía ser mucho más económico de lo que hubiera sido en Estados Unidos, porque, me apresuro a decirlo, no vivíamos así en casa. Al principio, los cuatro, y después los tres, vivíamos en un departamento bastante apretado pero bastante cómodo cerca de la Universidad de Columbia: cocina angosta, sofá cama, sin mucama, sin cocinera, sin balcón.

      Si bien a mi madre un poco la cautivaba la vida lujosa, y en ese momento sin duda le gustaban las fiestas y tomarse unas largas vacaciones de la cocina familiar, al final se le escapó de las manos: no tenía idea de cómo supervisar el trabajo de las empleadas de casa, porque había crecido en una familia modesta encabezada por una maestra viuda y ahorrativa.

      La cocinera argentina era una mujer corpulenta y segura de sus opiniones a la que le gustaba discutir enérgicamente con mi madre. La empleada joven, su hija, era ácida y colérica.

      A pesar de lo desconcertante y frustrante que fue para mi madre, la situación me fascinó precisamente porque no se parecía en lo más mínimo a la vida que llevábamos. La madre y la hija desaparecían por la puerta de la cocina a la noche, y reaparecían a la mañana. Nunca vi sus habitaciones. También había una niña muy pequeña que vivía con ellas, de cabello oscuro y ojos oscuros, pero no estaba claro quién era la madre. La niña se escabullía en mi cuarto para verme tocar el violín. La mucama, bastante simplona y siempre de malhumor, venía a buscarla en algún momento: entraba a mi cuarto y la sacaba a la rastra por el bracito.

      Al cabo de varios años, escribí un relato llamado “La criada”. Aunque la madre y la hija se basaban en las mujeres de Argentina, no estaba ambientado en un departamento de Buenos Aires, sino en una gran casa solariega de piedra como las que había visto entretanto en la campiña irlandesa, con un amplio pasillo de losas y depósitos encalados en el sótano, y arriba, una sucesión de salones formales vacíos, ventosos y de techos altos. La madre y la hija del relato cuidaban de un hombre solitario llamado Mr. Martin, de quien la hija estaba enamorada a su manera. Es posible que el personaje de Mr. Martin se haya inspirado en el ejecutivo británico que les había subalquilado el departamento de Buenos Aires a mis padres. Pero por sus acciones se parecía más a un protagonista de Edgar Allan Poe, extrañamente silencioso y sombrío. Quizás, aquí también, el personaje elegido se relacionaba con las lecciones que había aprendido al leer a Poe.

      Así comienza “La criada”:

      Ya sé que no soy linda. Tengo el pelo castaño y muy corto, y es tan escaso que apenas me oculta el cuero cabelludo. Camino con paso veloz y torcido, como si fuera renga de una pierna. Cuando me compré los anteojos pensé que eran elegantes (el marco es negro, con forma de alas de mariposa), pero ya entendí que no me favorecen y debo resignarme, porque no tengo dinero para comprarme un par nuevo. Tengo la piel color panza de sapo y los labios finos. Pero no soy, ni de lejos, tan fea como mi madre, que es mucho más vieja. Tiene la cara pequeña y arrugada, negra como una ciruela pasa, y la dentadura se le mueve en la boca. Apenas soporto sentarme frente a ella durante la cena y me doy cuenta, por su expresión, de que ella siente lo mismo al verme.

      Hace años vivimos juntas en el sótano. Ella es la cocinera; yo soy la criada. No somos buenas sirvientas, pero nadie nos despide porque igual trabajamos mejor que la mayoría. Mi madre sueña con ahorrar el dinero suficiente algún día para dejarme e irse a vivir a la campiña. Yo sueño prácticamente lo mismo, aunque cuando estoy enojada y triste la veo sentada al otro lado de la mesa con las manos como garras, y espero que se atragante con la comida y se muera. Así, ya nadie podría impedirme que le revisara el armario para abrirle la alcancía a la fuerza. […]

      Siempre que imagino


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