Víctima Sin Computar. Yael Eylat-Tanaka
Читать онлайн книгу.consejero. Otras veces, cuando venían de vendimiar en el campo con los niños subidos en los burros y pasaban por el cementerio al anochecer, los mayores contaban historias sobre los muertos y los niños palidecían de miedo al imaginarse que todas esas cosas fuesen verdad.
Aunque no conocí a mi abuelo, él era un judío muy devoto y, como tal, cumplía con la tradición de no afeitarse la barba. Si un solo pelo se le caía, él lo recogía y lo guardaba en su libro de oraciones. Se casó de segundas, con mi abuela Memé, después de que ella se divorciara del maltratador que fue su primer marido y tras abandonar a su primer hijo. Él, por su parte, tenía hijos mayores que ella y que incluso habían intentado cortejarla, pero ninguno la trató con más amor y respeto que mi abuelo.
Estos volátiles recuerdos son lo único que me queda de mis raíces. Pequeñas hebras de mi infancia que a veces se adornaban con alguna fotografía o con anécdotas de otros miembros de mi familia.
Mi madre también era turca. Por lo que me contaba de su juventud en Izmir, tanto ella como su familia habían vivido en el barrio armenio y griego de la ciudad. Mi abuelo tenía una tienda de porcelana y vidrio y envió a sus hijos a una escuela religiosa, gestionada por misioneros protestantes escoceses. Recuerdo a mi madre resplandeciente cada vez que cantaba los himnos que aprendió allí y cada vez que hablaba del Sr. Murray, el director, que solía llamarla a primera fila para escucharla mejor. Por supuesto, se trataba siempre de cánticos religiosos, por lo que se mencionaba mucho a Jesús en mi casa y eso, a mi padre, le daba una rabia tremenda.
Al vivir entre griegos y armenios, mi madre aprendió a hablar ambos idiomas y a cantar sus canciones, algo que me encantaba cuando era pequeña. Aunque nunca aprendí lo que significaban, todavía recuerdo algunas letras. Aquellas canciones me parecían tan románticas que muchas veces le pedía a mi madre que me enseñase griego. Como ella fue a la escuela de misioneros escoceses, cursó toda la enseñanza en inglés, y lo aprendió tan bien que lo mantuvo durante toda su vida.
Además, mi madre hablaba turco perfectamente, por supuesto. Cuando los adultos no querían que los niños escuchasen lo que decían, empezaban a hablar en turco entre ellos, hasta que los niños empezaban a entender parte de las conversaciones.
Cuando era joven, mi madre conoció a su mejor amiga en Izmir. Se llamaba Allegra Romano y lo hacían todo juntas. Un día encontré unas fotos de ellas dos y, en el reverso, mi madre había escrito algunas frases en francés. Mi madre y su familia se mudaron a Francia tras la Primera Guerra Mundial, al igual que su amiga Allegra, así que, mantuvieron su amistad y, al final, se casaron con dos hermanos: mi padre y mi tío Raphael. Sin embargo, como mi padre estaba enamoradísimo de mi madre, y mi tío Raphael era más bien un vividor, Allegra se llenó de celos y resentimiento contra mi madre y su amistad se fue a pique. Creo que mi madre, a pesar de todo el deterioro de su relación, todavía la quería y la extrañaba muchísimo.
Durante la Gran Guerra, cuando aún vivían en Izmir, mi madre y su familia presenciaron la terrible masacre que los turcos ejercieron sobre los griegos y los armenios, lo que desde entonces se conoce como genocidio. Pasaron tantísimo miedo que, durante largo tiempo, mi madre sufrió de úlceras estomacales y pesadillas. La brutalidad de los turcos contra los griegos y los armenios que vivían en sus tierras, causó un gran éxodo de las comunidades judías que vivían allí desde que, en 1492, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón los expulsaron de España por orden de la Inquisición. La comunidad judía se dio cuenta de que la tranquilidad con la que habían vivido —en mayor o en menor grado— durante los últimos cinco siglos, había llegado a su fin, así que todos los que tuvieron la posibilidad de marcharse, lo hicieron. Algunos, emigraron a Francia y se establecieron en Lyon.
Mi madre y su familia llegaron a Francia en 1920 y se mudaron a casa de su hermano Vidal, que estaba casado, en Lyon. Mi tío se había hecho amigo de dos hombres, Henri y Raphael, que también se habían venido a Francia desde Turquía en la misma época que él.
A mi tío le caía muy bien uno de los hermanos, Henri, por lo que decidió presentárselo a mi madre invitándolo a casa. Ella me contó después que estaba cosiendo en el salón cuando llegó mi padre y empezó a chincharla jugando con los hilos. Esa fue toda su presentación. Empezaron a salir y, al poco tiempo, se casaron.
Como acababan de llegar a Francia, los recién casados no contaban todavía con muchos medios, así que decidieron empezar su vida en el mismo apartamento en el que vivían los dos hermanos con su madre. Más tarde, a Allegra, la mejor amiga de mi madre, le presentaron a Raphael uno de los días que visitó a mi madre y, con el tiempo, también se casaron y empezaron a vivir en esa misma casa, junto a mi madre y mi abuela Memé, que ahora tenía toda una corte sobre la que gobernar. Imagínate tener dos hijos, que se casen los dos, y que decidan vivir en el mismo piso que tú. Por lo que sé, la vida en esa casa no fue de lo más apacible y placentera para las dos parejas, sobre todo porque mi abuela siempre se ponía de parte de Raphael, que era más risueño que su hermano. Lo recuerdo siempre riéndose y haciendo bromas, pero también le gustaban mucho las mujeres. Por las historias que escuché cuando era pequeña, y por desgracia para su mujer, él solía pasar muchas noches fuera de casa. Mi padre, en cambio, quería muchísimo a mi madre y se quedaba junto a ella cada noche para mostrarle todo su cariño. Enseguida se quedó embarazada de mi hermano mayor.
La convivencia de las dos parejas, con la suegra y en el mismo piso, deterioró poco a poco la amistad entre mi madre y Allegra, que empezaron a tener cada vez más rencillas. Además de toda la tensión, mi abuela se posicionó de parte de Raphael por sus aires joviales e irresponsables, puso de manifiesto toda su animadversión hacia mi madre y claro, que mi madre estuviese embarazada no hizo más que aumentar el resentimiento por parte de Allegra.
Por suerte, el primer hijo de mi madre fue un niño, mi hermano René, al que otorgaron el nombre judío de Salomón, aunque todo el mundo lo llamaba Momon y más tarde, simplemente Momo. Al poco tiempo mi madre volvió a quedarse embarazada, esta vez de mí. Pero para entonces, Allegra ya había conseguido quedarse en estado.
Las dos mujeres tenían que lidiar continuamente con su suegra, pero a esta le pareció que mi madre no debería tener un segundo hijo tan seguido del primero. Según cuentan las leyendas familiares, Memé fue bastante desagradable con mi madre cuando estaba embarazada de mí, mientras que fue todo un primor con Allegra, que llevaba en su interior el bebé de su hijo favorito. Al parecer mi abuela me odiaba desde antes de nacer yo y eso solo empezó a cambiar cuando empezó a estar senil. Más tarde, me enteré por mi abuelo de que Memé ni siquiera había ido al hospital a ver a mi madre cuando nací y de que, una vez en casa, nunca se acercó a la cuna para ver a su nieta recién nacida.
Cuando tenía cinco o seis años, mi madre me contó que nací en el hospital Hotel-Dieu de Lyon. Como a todo niño pequeño, a mis hermanos y a mí nos encantaba oír las historias sobre cómo habíamos llegado al mundo. Es ese tipo de historias que los adultos contaban de manera excepcional para cautivar a los niños y que se callasen un rato. Mi madre continuó contando a su joven público que este hospital lo gestionaban unas hermanitas de la caridad de San Vicente de Paúl y que, una de ellas, zarandeó su cama y le dijo:
—Despierta, fortachona. ¡Has tenido una niña preciosa!
Me sentí orgullosísima de que me llamasen «niña preciosa», pero no era consciente en ese momento de que ninguna enfermera osaría llamar «precioso» a un bebé recién nacido. Mientras me regodeaba en esa sensación tan gratificante, hubo un instante en que se me pasó por la cabeza preguntarme por qué los bebés nacían por la noche mientras la madre duerme y por qué estaba mi madre durmiendo en aquel hospital. Para mi desgracia, nadie me respondió nunca a estas preguntas.
Muy de vez en cuando y siendo todavía bastante joven, conseguía ir reuniendo pequeños fragmentos de información sobre mi más tierna infancia. Maman siempre decía que era una niña muy tranquila y que me entretenía durante horas jugando con mis juguetes. Decía que como era tan tranquila, una vez que me puse enferma se le olvidó quitarme el apósito medicinal que me había puesto en la espalda y, cuando por fin se acordó y vino corriendo hasta la cuna, tenía toda la espalda hinchada y rojísima, pero como no me eché a llorar, ella no se había dado cuenta. Claro que yo no recuerdo