De mujer a mujer. María Zambrano

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De mujer a mujer - María Zambrano


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y deseaba que le concediera una entrevista para la revista Per Catalunya. Bulletin d’Information des Catalans en Exil, en la que colaboraba. Francesca Prat i Barri, maestra de enseñanza primaria e integrante durante la Guerra Civil de las Milicias de la Cultura, le explicó que había continuado con su formación en Francia, donde había iniciado la edición de Poesia, revista creada junto a su marido, Antoni Bonet i Isard. En sus páginas habían publicado, sin su autorización, un poema de Gabriela Mistral. La poeta debió de aceptar las disculpas que Prat i Barri le pidió en su carta, pues, dos años después, dio a conocer en París Recados et autres poèmes, un volumen de poesías de la escritora chilena seleccionadas y traducidas al francés por la joven catalana, con la que Mistral mantuvo el contacto epistolar, como así lo acreditan las cartas que han sido exhumadas en El hacer pedagógico de Gabriela Mistral: «una reflexión para la educación» (2014).

      De mujer a mujer. Cartas desde el exilio a Gabriela Mistral incluye también seis de las epístolas enviadas a la autora de Lagar por la almeriense María Dolores Pérez Enciso, que había ejercido su profesión de maestra en Cataluña, donde, durante la Guerra Civil, trabajó en favor de la inserción laboral de la mujer. Ante la inminente finalización de la contienda, viajó a Bélgica como delegada de Evacuación de la República con los hijos de los exiliados republicanos que habían sido internados en los campos de concentración franceses. En sus cartas Enciso recordó que había conocido a Mistral en uno de los primeros viajes de la poeta a España, cuando visitó en Barcelona la Residència d’Estudiants de Catalunya, que tenía su sede en el barrio de Sant Gervasi, una experiencia que rememoró años después en un emotivo texto incluido en su libro Raíz al viento que puede leerse en el anexo de este libro. Desde su exilio en Colombia, donde se inició en la creación literaria con el nombre de María Enciso, solicitó la aprobación de Gabriela Mistral, la escritora consagrada que tanto la había impresionado cuando la conoció. Tal vez albergaba la esperanza de que, como ya había sucedido en casos como el de Carmen Conde —a quien le prologó Júbilos (1934), su segundo poemario, y a quien le proporcionó la posibilidad de colaborar en distintas publicaciones hispanoamericanas—, pudiera convertirse en la valedora de su incipiente carrera, un impulso del que, como Mistral sabía muy bien, estaban todavía muy necesitadas las mujeres escritoras.

      A pesar de su dramática relevancia, las alusiones a la actualidad internacional apenas tienen cabida en estas cartas, en las que sus interlocutoras no suelen trascender la esfera de la intimidad. Por eso, en 1942, Teresa Díez-Canedo le habló del sufrimiento que imaginaba que estaría pasando a la vista del desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, con aquel «estado de cosas, de la humanidad, del mundo, de los hombres, de las pasiones vueltas en torbellino atroz; soberbia, maldad, acaparamiento único de conciencias, vidas y riquezas» [p. 33]. De haberlo sabido, María Enciso jamás habría aludido al suicidio en Petrópolis de un buen amigo de Mistral, el escritor judío Stefan Zweig, y de su esposa —víctimas ambos, como Walter Benjamin y tantos otros, de la larga noche que el nazismo había instaurado en Europa— en su carta fechada en agosto de 1943, tres días antes de que Yin Yin se quitara la vida en la misma ciudad. Mucho más optimista, Maruja Mallo celebró solo un mes más tarde, y de forma velada, algunos de los avances de los aliados. Las cosas se van decantando «a favor de nuestros ideales» [p. 69], escribió. Sabía de la firmeza de la posición de Gabriela Mistral frente al fascismo, convicciones que le dictaron las únicas palabras de consuelo que pudo transmitirle a Margarita Nelken, a quien le recordó que su hijo, oficial del Ejército Soviético, había muerto, a diferencia de Yin Yin —de cuyo fin se culpabilizó y culpabilizó a su entorno—, «peleándonos nuestra propia libertad» [p. 153]. Le dolía «la desgraciada Europa» [p. 155] y temía que se produjera un nuevo conflicto armado de alcance mundial, como puede observarse en la última carta que le envió a Margarita Nelken, texto que puede leerse al final de este volumen.

      Como no podía ser de otro modo, es el exilio —y sus múltiples consecuencias— el tema que directa o indirectamente recorre todas las páginas de esta correspondencia. Más de una década después de su inicio, María Zambrano recordó que, al salir de España, «entre aquel medio millón que pudo hacerlo» [p. 117], dejó enterrado en tierras catalanas, cerca de la frontera francesa, un ramo de espigas que le dio un grupo de mujeres cuando partió de Chile. «¡Quizá haya germinado y algún grano de trigo de su tierra brotara en la mía, tan dolorida!...» [p. 117], auguró, dando rienda suelta a un claro sentimiento de fraternidad con Gabriela Mistral. Su dolor por la patria perdida no había disminuido con el paso del tiempo. Tampoco se había mitigado en el corazón de Ana María Sagi, que se presentó ante Gabriela Mistral como una poeta española que hacía siete años que había sido arrancada de su dulce tierra de Cataluña, tierra que la autora de Ternura amó profundamente. «Llevo demasiado abierta la herida de mi patria, y no puedo dejar de ser lo que soy. Una española al servicio de mi España, que no es la de Franco» [p. 53], reconoció María Enciso, siempre coherente con su militancia comunista, tras asegurar que no podía mantener relación alguna con quien había actuado contra la República española. Durante la ocupación alemana de Francia, Francesca Prat i Barri y su esposo habían tenido que enviar a su pequeña hija a España, donde continuaba residiendo, lejos de sus padres, algunos años después. Tras el fallecimiento de su marido, «un gran español» que llevó muy honda «la pena de nuestra España» [p. 36], Teresa Díez-Canedo rememoró el sufrimiento que supuso para ellos el saqueo de su casa, en Madrid, y la desaparición de sus libros, entre los que se hallaban ediciones americanas únicas. Así perdieron toda la obra de Enrique Díez-Canedo, que se hallaba perfectamente clasificada y preparada para una futura edición. Si su esposa no se planteó en ningún momento intentar recuperarla fue por miedo, «sabiendo cómo las gastan las gentes de Franco» [p. 40]. Por ello, no deseaba que ninguno de los suyos fuera de los primeros en volver a España. «La gente de allí sufre», escribió el 1 de agosto de 1947, y los exiliados, aunque hubieran tenido «la enorme suerte de caer en tierra acogedora y luminosa» [p. 43], lo sabían. Teresa Díez-Canedo se sentía agradecida y satisfecha de haber podido reunir a todos sus hijos en México, donde reposaban los restos de su esposo y donde ella moriría también. «Aquí se quedó, aquí me quedaré yo, junto a él» [p. 36], le confesó a Gabriela Mistral, con la que compartía la fe en Dios —«el Dios de su mamá, q.g.h., como usted con aquella gracia y decir suyo nos contaba» [p. 47], le recordó— que tanto le ayudó en su destierro.

      Para restañar sus heridas y sobrellevar su difícil situación personal, las exiliadas se entregaron a trabajar de la mejor forma que podían hacerlo. Así lo reconoció desde el primer momento Maruja Mallo, quien en 1954 concluía su carta de este modo: «Trabajo intensamente en la creación y superación de mi obra, que es... la superación de mí misma. Es, creo, la justificación de mí misma o la justificación de mi vida» [p. 73]. Teresa Díez-Canedo y Zenobia Camprubí consagraron su tiempo —la primera en solitario y la segunda junto a Juan Ramón Jiménez, como lo había hecho durante años— a preparar la obra de sus maridos, una actividad que Camprubí compatibilizó, como explica en sus cartas, con su trabajo en la Universidad de Puerto Rico. También María de Unamuno se dedicó a la enseñanza superior como profesora de literatura española en Estados Unidos, donde vivía recluida con sus libros, aunque eso no le bastaba. «[H]acen falta personas de carne y hueso con quien[es] comunicarse, aunque sea para reñir algunas veces», le escribió a Gabriela Mistral, a quien le aseguró también que aquel país, «tan admirable en tantos sentidos», tenía para los españoles —y, al parecer, para ella— un enorme inconveniente, «la lucha contra el aislamiento», al que contribuía en parte el clima y en parte también el idioma [p. 121]. Este último no fue un impedimento para que Francesca Prat i Barri continuara sus estudios en Francia hasta completar el doctorado, al tiempo que participaba en diferentes proyectos editoriales. Margarita Nelken vivió, como tantos otros exiliados, de las colaboraciones periodísticas que publicaba regularmente, una actividad que también realizó María Enciso, aunque no con la frecuencia que hubiera deseado y que necesitaba para vivir. «En los momentos difíciles, en que todo parece perdido», le confesó a su interlocutora, no halló «mejor lenitivo que escribir» [p. 60], una práctica a la que se había consagrado en el exilio, donde, además de conocer América «de verdad» [p. 51] —esa «Madre América» a la que le dedicó un poema en De mar a mar, libro «escrito en sangre», como todo lo que componían los exiliados pensando en España [p. 64]—,


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