Documentar la atrocidad. Oriana Bernasconi

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Documentar la atrocidad - Oriana Bernasconi


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I

      Introducción.

      Una respuesta civil al terrorismo de Estado

      Oriana Bernasconi

      Las violaciones sistemáticas a los derechos humanos raramente dejan huellas. La negación, el silencio y la impunidad suelen instalarse como sus mejores aliados. Sin embargo, lo que sucedió en Chile durante y después de la brutal dictadura liderada por el general Pinochet (1973-1990) revela una experiencia distinta. Cuando la violencia política estalló en el país, a consecuencia de la ofensiva militar contra el gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) y la población civil, los ciudadanos a lo largo y ancho del territorio acudieron a sus iglesias y comunidades de fe solicitando protección. Ante esta situación, la jerarquía de la Iglesia católica junto con líderes de las Iglesias evangélica, metodista, pentecostal, presbiteriana, bautista y ortodoxa y representantes de la comunidad judía en Chile, decidieron organizarse para asistir a las víctimas de la represión y denunciar públicamente los testimonios que comenzaron a reunir como resultado de esta labor. Este esfuerzo ecuménico dio origen al Comité de Cooperación para la Paz en Chile (Copachi; en adelante, “Comité Pro Paz” o “Comité”), inaugurado el 9 de octubre de 1973, a menos de un mes del golpe de Estado. En enero de 1976, la Vicaría de la Solidaridad (en adelante, “Vicaría”) asumió el trabajo del Comité, solo días después del cierre forzado de este último a consecuencia de la directa presión ejercida contra la organización por parte del general del ejército y presidente de la junta de gobierno Augusto Pinochet. En 1975, entre tanto, había nacido la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (Fasic), otro esfuerzo ecuménico. Con los años, distintas organizaciones se fueron sumando a la defensa de los derechos humanos. Entre ellas, la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), acogida en las oficinas del Comité Pro Paz desde fines de 1974; la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH), creada en 1978 por un grupo de abogados; la Fundación para la Protección de la Infancia Dañada por los Estados de Emergencia (Pidee), fundada en 1979; la Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo (Codepu), formada en 1980; y el Centro de Salud Mental y Derechos Humanos (Cintras) que proporcionó asistencia médica y psicológica a las víctimas a partir de 1985. Tres años más tarde, en 1988, un grupo de psicólogas y psiquiatras que habían trabajado en Fasic dieron origen al Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS).

      Bajo la atenta mirada del régimen dictatorial, estas organizaciones ofrecieron asistencia moral, legal, médica, psicológica, social, económica y educacional a las víctimas y sus familiares. Sus tareas incluyeron organizar el asilo político y el exilio de personas perseguidas; prestar asistencia a prisioneros en cárceles, campos de concentración y centros de detención; buscar a los detenidos desa­parecidos y, en base a los testimonios de quienes sobrevivieron, descubrir centros clandestinos de detención, identificar perpetradores y desentrañar un siniestro repertorio de prácticas represivas. Asimismo, se valieron de una diversidad de recursos para asistir a las víctimas, restituyendo el derecho a la defensa legal. También produjeron estudios y estadísticas, publicaron reportes y libros sobre las formas represivas que iban conociendo, compilaron noticias de prensa y reunieron archivos fotográficos. Más aún, en medio de severas restricciones a la libertad de prensa y al derecho a la información, editaron revistas y panfletos informando a la población sobre la realidad social, económica y política que Chile vivía.

      Estos organismos, conscientes de la importancia del registro tanto para su gestión cotidiana como para el futuro del país, reunieron y clasificaron desde temprano y de manera sistemática la evidencia de los abusos cometidos por el Estado chileno dando forma a archivos. En el transcurso de los años también fueron capaces de proteger y preservar la información acopiada, aunque –como veremos en este libro– a costa de grandes riesgos y conflictos institucionales mayores.

      Así, a días de desatarse la violencia estatal, fue germinando una forma colectiva de asistencia, denuncia y resistencia que logró persistir durante los siguientes 17 años de gobierno dictatorial. Se trata de una experiencia única o al menos inusual; de seguro lo es con relación al pasado de Chile y posiblemente también en el contexto internacional. Estas acciones desafiaron al miedo, la complicidad, al aislamiento y al revanchismo sembrados por la violencia, y sostuvieron una red solidaria bajo condiciones extremadamente amenazantes y peligrosas.

      La documentación de las violaciones a los derechos humanos estuvo en el centro de esta cruzada. Ella permitió resistir las explicaciones distorsionadas ofrecidas por las autoridades, y comprender la magnitud y características de las prácticas represivas perpetradas por el Estado. La documentación, puesta en circulación, fue también fundamental para concitar el repudio nacional e internacional al régimen militar.

      Después de que la dictadura fue derrotada en las urnas en 1988, varias de las organizaciones que habían prestado asistencia a las víctimas sistematizaron, preservaron y digitalizaron sus archivos, poniéndolos a disposición pública. Este fue el caso de la Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad (Funvisol) que contiene los registros del Comité Pro Paz y de la Vicaría. Así se constituyeron en Chile los “archivos de la resistencia” o los “archivos de derechos humanos” (Da Silva y Jelin 2002; Caswell 2014), acervos documentales que registran los abusos cometidos contra la población civil (Rivas 2016), ponen al descubierto las formas de operación de los aparatos represivos del Estado y, en ciertos casos, identifican a los perpetradores. En el período posdictatorial, la documentación reunida en los archivos de derechos humanos chilenos ha servido como fuente y como evidencia para el trabajo de las comisiones de la verdad (en 1991, 1996, 2004 y 2011), los programas de reparación (desde 1991), las causas judiciales (especialmente desde 1998), la definición de la institucionalidad pública y privada en derechos humanos, el diseño de prácticas de memoria y memorialización, y la conducción de investigación social, histórica y cultural.

      De esta forma, el caso chileno resulta paradigmático en el campo de la violencia política. La catástrofe –es decir, el acontecimiento violento capaz de impactar la vida de una sociedad en todos sus aspectos (Rousso 2018)– fue inscrita mediante distintos dispositivos de registro y procesos documentales que han resultado vitales para poder conocer y enfrentar el horror infligido. La inscripción de estas atrocidades ha permitido el diálogo y la discusión sobre lo sucedido en el país; ha contribuido al reconocimiento público y social de las violaciones perpetradas por el Estado; y ha sido pieza clave para al ejercicio de la justicia y de los derechos colectivos a la verdad y a la memoria.

      Examinando cómo la violencia política fue registrada y documentada, este libro revela el rol que procesos y procedimientos usualmente considerados intrascendentes y triviales pueden tener sobre la gestión y el conocimiento de las violaciones a los derechos humanos. En las siguientes páginas intentamos relevar el estatuto de esta documentación como fuente de información y evidencia, pero también como acervo que visibiliza, nombra, clasifica, tipifica, rotula y, por lo tanto, es piedra angular en la conformación del repertorio de enunciabilidad de esta catástrofe en Chile (Foucault 1968; Hacking 2002; Desrosières 1998). Este repertorio ha permitido conocer la violencia política y actuar con relación a ella durante más de cuatro décadas. Y ha permitido también acercarse y solidarizar con las prácticas de asistencia, resistencia, justicia, verdad y memoria desplegadas por distintos actores a través del tiempo. Dicho de otro modo y parafraseando a Michel Foucault (1968), el archivo, con su capacidad de registrar y resguardar apariciones, es una vía de acceso no solo a una forma de gestión de esta catástrofe –la de quienes la sufrieron y se organizaron para resistirla–, sino al repertorio que, como sociedad, hemos conformado para abordarla. Aquí, creemos, radica parte fundamental de la actualidad de este tipo de archivos. Ellos son, en definitiva, el punto de inicio de una narrativa histórica y de una serie de prácticas legales, sociales y culturales mediante las cuales procesamos aún hoy este legado.

      Un propósito central de este libro es llamar la atención sobre el potencial performativo del trabajo documental desplegado por las organizaciones de derechos humanos. Argumentamos que la práctica de registro de las violaciones a los derechos humanos previene la represión sin traza. Así también nos interesa demostrar que la forma de registro de estas violaciones tiene implicancias significativas sobre la capacidad social


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