Una mirada oblicua. Varios autores
Читать онлайн книгу.por una ventana, diría Forn, al igual que el viento, como una suerte de maga voyerista o silenciosa delincuente cuya mirada, sin embargo, no cesa de organizar el campo de la visión, desnaturalizando y multiplicando los puntos de vista. A contrapelo de la mirada unívoca, centralizada, fálica, la mujer oblicua —que en realidad es Valeria Sarmiento— construye historias como pinturas anamórficas10, donde basta que nos desplacemos un poco del lugar que nos asigna la pantalla y agucemos levemente la mirada para que aparezca otra cosa, algo que despierta, sin duda, el deseo, algo que nos cautiva y regocija porque nos vuelve, acaso, parte de un eje de fuerzas invisibles que trabajan, desde dentro, lo visible.
“La naturaleza es una pose muy difícil de sostener”. Sobre el primer cine de Valeria Sarmiento *
Paz López
Durante la década de los setenta del siglo recién pasado, el golpe maestro que el cine feminista de vanguardia se había propuesto dar tenía que ver con liberar la mirada de una serie de ortopedias visuales y convenciones narrativas que el cine comercial había ido construyendo a punta de exclusiones: de género, de raza, de clase. Se trataba, en última instancia, de producir un trabajo riguroso y formal sobre el propio medio, sobre el aparato cinematográfico entendido como tecnología social. El año 1972 es rotundo: se crea en California la primera revista de crítica feminista de cine Women and Film, se funda en Londres el Grupo de mujeres cineastas y se realiza el primer Festival de cine de mujeres en Nueva York y Edimburgo. Unos años después, en 1975, la directora francesa Viviane Forrester escribe un texto titulado Le regard des femmes y en 1976, Laura Mulvey publica en la revista Screen su influyente ensayo “Placer visual y cine narrativo”, un texto que alentó una oleada de experimentos fílmicos como los de Marguerite Duras, Chantal Akerman, Sally Potter, Susan Pitt o Yvonne Rainer.
En esa misma década, específicamente el año 1972, Valeria Sarmiento realiza en Chile su primer documental, un corto de un poco más de veinte minutos titulado Un sueño como de colores. No era un documental sobre la máquina onírica de la Unidad Popular que habría tenido su violento despertar con el Golpe de Estado del 73, como más de alguno estaría tentado de pensar. Se trataba de otro sueño, uno más limitado, humilde y pequeño, el de la vida de las estriptiseras del Bim Bam Bum. No tenemos más noticias sobre ese documental, nunca alcanzó a ser exhibido en público y terminó finalmente desaparecido. Lo que sí sabemos, gracias al testimonio de su autora, es que quienes lo vieron en privado lo acusaron de ser él mismo un sueño o un sopor en la frescura y la vigilia que exigía el proceso revolucionario de Allende. Sarmiento sabía que su gesto era un gesto rebelde, un gesto al menos tres veces rebelde: el documental no suscribía la ortodoxia militante de izquierda; el documental no adhería completamente a la idea de que toda mirada es indefectiblemente masculina; el documental no era proporcional a las expectativas de la intelectualidad culta y su idiolecto de clase. La cineasta lo recuerda del siguiente modo:
Me acuerdo que tuve la suerte que vino Miklós Jancsó (realizador neerlandés de cine documental) y lo llevaron a Chilefilms, y empezaron a mostrarle todos los cortos, que eran súper políticos, y él venía de un país socialista así que estaba harto de todas estas cosas, y de repente vio mi documental y dijo: “¡Ah, por fin!”. Ese fue un apoyo completamente indirecto, pero que me sirvió mucho11.
Que Un sueño como de colores sea recordado por Sarmiento como un desvío o una anomalía cuyo efecto consistía en perturbar las expectativas y los consensos del cine militante, en oponer a sus personajes y contenidos identificables —obreros miserables y pueblos explotados— el humor y el glamour fugaz de la vedette, marcará tempranamente su cine saturado de camp, uno que encontrará en Mi boda contigo (1981), El hombre cuando es hombre (1982), Amelia Lopes O’Neill (1990) y Rosa la china (2002), sus más conspicuas expresiones. Fue en la década de los sesenta que Susan Sontag describió y anexó lo camp al mapa de la sensibilidad moderna, y lo hizo hiriendo el panteón de la gran cultura que encontraba en la verdad, la belleza y la seriedad los valores sagrados de la sensibilidad creadora. Lo camp, dice Sontag, “rechaza tanto las armonías de la seriedad tradicional como los riesgos de una identificación absoluta con estados extremos del sentimiento”12, inclinándose más bien por el “artificio, la superficie, la simetría, lo exagerado, el gusto por lo pintoresco y lo emocionante, lo apasionado y lo ingenuo”13. Una sensibilidad que tiene que ver, en el caso de Sarmiento, con el modo en que concibe el cine documental cuando se trata de filmar al otro, a los otros. No se trata de achicar las diferencias para hacer aparecer un mundo más o menos homogéneo, sino de poner en escena las posibilidades que surgen de la distancia o la diferencia para evitar así toda clase de “populismo y paternalismo epistemológico”14.
Desde ese lugar Sarmiento realizará sus primeros asedios a la “condición de la mujer” que, como ella misma confiesa15, se había convertido en su principal preocupación por aquellos años, haciendo que eso que parecía fabricado con los moldes más convencionales del reparto entre lo masculino y femenino, es decir, con aquello que está llamado a cerrar sus identidades, sea, en más de un sentido, pura apertura. Ya lo decíamos, sus primeras películas fueron rebeldes tanto a la educación ideológico-sentimental de la izquierda como a un cine de mujeres caracterizado en esa época por una mezcla de toma de conciencia y propaganda. Recordemos que Laura Mulvey y otras cineastas de vanguardia insistían en que el cine de mujeres debía evitar la ideología de las emociones, optando en cambio por retratos de la experiencia femenina nunca antes explorados ni representados en el cine. Valeria Sarmiento, ya en el exilio europeo, pervierte astutamente ese mandato, preguntándose no por aquello que sería propio de la mujer, sino por los modos en que la mirada puede construir mundos.
En El hombre cuando es hombre, su documental filmado en Costa Rica el año 1982 y financiado por la televisión alemana, Sarmiento parece querer evitar un saber anticipado sobre el otro —sobre el hombre o sobre la mujer—, como si su lugar como documentalista consistiera en suspender los dogmas para dar lugar al decir. Es el psicoanálisis el que quizás mejor nos ha enseñado la escisión que habría entre saber y decir, “porque cuando se dice, se dice más de lo
que se sabe”16, poniendo a funcionar en cambio “los equívocos, los desvíos, los rodeos, las elucubraciones”17. Desde esta perspectiva, Sarmiento leerá y pensará entonces las consecuencias producidas por la diferencia sexual anatómica, el amor romántico y las posiciones de enunciación que de allí derivan.
Ocupando entonces la entrevista como método de pesquisa, y obteniendo de ese modo un registro de diversas voces masculinas donde los acentos de clase y el habitus sentimental se dejan oír nítidamente, la cineasta construye un archivo de personas, cuerpos, voces e imágenes, una prosa del mundo que solo alguien con un oído absoluto puede hacer surgir. A diferencia de la práctica etnográfica, cuyo método intrusivo modeló cierto tipo de documentalismo, Sarmiento prefiere permanecer fuera de cuadro, para evitar ese tipo de empatía que nos dice que para llegar al otro hay que pasar primero y siempre por uno mismo. Lo que hace es dejar que cada entrevistado construya su relato, se ponga en escena y auto-reproduzca su subjetividad. Será allí, en ese teatro trivial de la palabra, apegadísima a ella, a su suciedad cambiaria, a sus prescripciones, fetiches y clichés, y evitando entonces convertirse en una narradora déspota, donde Sarmiento va a explorar los modos en que el hombre realiza la elección de su objeto amoroso, las formas que adopta su seducción narcisista y las diferentes figuras del odio y la violencia hacia la mujer que esa posición sexuada produce.
Sarmiento se convierte así en una cineasta de la escucha, y hace de su documental una verdadera cámara de resonancia donde repercuten el pietismo y la sentimentalidad, y en ese gesto, modesto pero letal, convierte a quien emite un sonido en un bárbaro: un donjuán con ínfulas retóricas, repleto de preciosismos y de labia florida de depredador, un seductor histriónico y torpe. Según una superstición difundida, el amor no se dice, es lo que se sustrae, lo que no se deja tocar por un discurso, aquello que se manifiesta en el silencio o en actos, pero nunca en palabras. Alan Pauls decía que El último tango en París, esa fatídica película de Bertolucci, terminó convirtiéndose en un género de ese tipo, “el de las películas empeñadas en contar hasta cuándo y hasta dónde puede resistir una experiencia de pasión amorosa sin caer en el bochorno burgués, trivial, inadmisible, de las palabras; es decir, sin arruinarse”18. El hombre cuando