Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona

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Elogio de la edad media - Jaume Aurell i Cardona


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ecuménica (“universal”) de los obispos de la Iglesia: el concilio de Nicea (325). Esta gran asamblea inauguró la lucha frente a las herejías, un fenómeno típicamente tardoantiguo, que también es de naturaleza ambivalente, en su doble dimensión política y religiosa. La condena del arrianismo tenía, ciertamente, evidentes motivaciones estrictamente teológicas y doctrinales. La reducción de Jesucristo a su naturaleza humana, prescindiendo de la divina, hubiera desnaturalizado por completo al cristianismo. Pero su reprobación también beneficiaba al emperador. La herejía se había extendido en las regiones más periféricas del imperio, habitadas mayoritariamente por los pueblos germánicos, que eran su principal amenaza. Esto explica por qué los siguientes concilios fueron tan determinantes no solo para la integridad doctrinal de la Iglesia, sino también para las políticas del Imperio romano, y después del bizantino. Los herejes no eran solo enemigos de la Iglesia, sino que también constituían una amenaza para el imperio —este fue, de hecho, el espíritu de la Inquisición en la primera modernidad y de la represión religiosa de todos los tiempos—.

      Constantino se las arregló para presidir el concilio de Nicea. El emperador era consciente de la solemnidad del momento. La unificación política del imperio occidental y oriental bajo un solo gobernante (324) coincidía con la unificación religiosa de la Iglesia cristiana surgida del concilio de Nicea (325). En su discurso inaugural, se presentó ante los obispos ataviado de lujosas vestiduras púrpuras (el color imperial), bordadas de oro y engastadas de piedras preciosas. Beneficiado por la ausencia del papa Silvestre, ocupó su sitió presidencial en el ampuloso trono que se había dispuesto para la ocasión. Los obispos le reconocieron como máxima potestad temporal, y le respetaron también como autoridad espiritual. La cosmovisión cristiana había reemplazado la pagana, pero el objetivo de Constantino de hacer compatibles política y religión permanecía intacto.

      Jesucristo había declarado: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Pero la casuística se hacía tan compleja que no siempre resultaba sencillo acertar. No sabemos hasta qué punto los obispos eran conscientes del riesgo que esta estrategia comportaba, pero lo cierto es que se dejaron querer por Constantino. Algunos estaban exhaustos tras casi tres siglos de persecuciones, otros se alegraban por los cuantiosos beneficios económicos que les reportaba tal colaboración, y el resto tendría sencillamente miedo. Es algo parecido a lo que sucede hoy con la sumisión de la Iglesia ortodoxa rusa o de la Iglesia patriótica china a sus soberanos. Pero pronto se dieron cuenta de que no podían caer en la trampa de una excesiva dependencia del poder temporal.

      La ocasión para darle la vuelta al marcador se presentó propicia en el año 390 en Tesalónica. Esta historia es bastante rocambolesca. Uno de los más laureados corredores de cuadrigas fue condenado a prisión acusado de homosexualidad. La plebe se levantó en sedición, puesto que —hoy, como ayer— no querían dejar de gozar de su héroe deportivo. El emperador Teodosio cedió, y permitió al auriga acudir al hipódromo para participar en las siguientes carreras. Pero, llegado el momento, ordenó a sus soldados entrar al estadio y masacrar a la muchedumbre reunida allí, como castigo por la sedición acaecida semanas antes. Las fuentes hablan de la muerte de siete mil personas. Probablemente exageran, pero la cifra da en todo caso una idea aproximada de la magnitud de la matanza. Indignado por el suceso, el obispo más célebre y respetado del momento, Ambrosio de Milán, obligó al emperador a arrodillarse en su presencia, ante el pórtico de la catedral, vestido de harapos, para que mostrara públicamente su arrepentimiento. Teodosio acudió y rectificó. Ambrosio justificó su postura con expresiones como “los palacios pertenecen a los emperadores como las iglesias a los sacerdotes” o “el emperador está dentro de la Iglesia, no sobre ella”.

      Entre el gesto cesaropapista de Constantino en Nicea (325), presidiendo el concilio ataviado con las vestes imperiales, y la hierocracia de Ambrosio (390), que había obligado al emperador a arrodillarse en su presencia, habían pasado tan solo seis décadas. Constantino había presidido desde el mullido trono, mientras que Teodosio se había tenido que postrar en el duro suelo. De la política religiosa de Constantino se pasó a la religión política de Ambrosio; de la autocracia constantiniana, a la teocracia ambrosiana; de la sumisión de los obispos al emperador, a la sumisión del emperador a los obispos. A partir de entonces, la historia de Occidente quedó teñida de rojo por las tensiones generadas en esta oscilación, siendo el Concordato de Worms en 1122 y la paz de Wesfalia en 1648 puntos de inflexión y de consenso cruciales pero efímeras. En Oriente, las cosas fueron —por desgracia, quizás— mucho más sencillas. A partir de entonces, el cesaropapismo predominó, desde Bizancio a Persia, pasando por Rusia y el inmenso territorio dominado por el islam. En Persia (Irán), el presidente de la república posee también el título de Ayatolá, asimilable al de sumo sacerdote. En Rusia, el presidente de la nación tiene un dominio casi absoluto sobre la Iglesia ortodoxa, empezando por el privilegio de autorizar el nombramiento de los obispos. En estas cuestiones, sentir que existe una tensión entre lo político y lo religioso suele ser buena señal porque, de otro modo, suele significar que una de las dos prácticas —cesaropapismo o hierocracia— ha prevalecido sobre la otra.

      Además de su ambigua política religiosa, Constantino dejó otro legado de enormes repercusiones históricas. Decidió revitalizar la antigua ciudad de Bizancio, fundada en un lugar estratégico por colonos griegos en 667 a. C., y rebautizándola como Constantinopla en 330. La Nueva Roma fue durante muchos siglos la ciudad más importante del mundo conocido. Estaba situada en un lugar estratégico, con unas murallas que la aislaban del continente e hicieron de ella un lugar inexpugnable. Desdichadamente, solo quedan algunos restos de la pretérita grandeza bizantina: una maltrecha columna dedicada a Constantino el Grande, que medía originariamente cincuenta metros de altura; el hipódromo, que constituía el centro deportivo y social de la ciudad; y el palacio de los Porfirogénetas. La ciudad no dejó de prosperar, y ganó progresivamente la partida a Roma, hasta convertirse de manera gradual en la capital del Imperio. Esto propició, por un lado, la preservación de las esencias imperiales durante un milenio más, hasta la caída del imperio bizantino en 1453. Por otro, aceleró la caída del imperio de Occidente.

      Tras la muerte de Constantino ya nada fue igual en sus dominios. La historia de Roma desde su muerte en 337 está llena de altibajos, entre los que destaca la reaccionaria —aunque efímera— política filopagana del carismático y cultivado emperador Juliano el Apóstata. Pero ningún evento tuvo unas repercusiones tan desgarradoras y sensibles como el saqueo de Roma perpetrado por las tropas visigodas de Alarico en 410. Jerónimo, uno de los intelectuales y traductores más influyentes de la época, se lamentó: «Mi voz se ahoga en mi garganta y mis lágrimas empañan el texto cuando escribo. La ciudad que había conquistado el mundo entero ha sido conquistada». Un nuevo actor irrumpía en el escenario histórico: los pueblos germánicos.

      ESCENA 2

      Clodoveo

      La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y que espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la presente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa personal mía, me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea esta! Pero Dios es nuestra ayuda.

      (Hipona, verano 412, Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, 1.1).

      RUSCAMENTE SACUDIDO por las noticias que le llegan del saqueo de Roma por los bárbaros, el obispo de Hipona se siente impelido a poner algo de su parte para evitar el desplome de la civilización romana por la que tanto se sentía identificado, y empieza a redactar La Ciudad de Dios. Hay unas evidentes similitudes entre Pablo y Agustín: ambos son intelectuales apasionados por la civilización romana, e imbuidos de un profundo cristianismo.


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